David Joselit

Tradición y deuda


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sincronización un proceso marcadamente político –en oposición a la noción de contemporaneidad multicultural o de amable convivencia, en la que se imagina que las obras de diferentes lugares coexisten unas junto a otras en el entorno neutral del espacio blanco de la galería–. Tal como ocurre en la industria con la tercerización de una producción “flexible”, la sincronización de distintas formas globales de modernidad y modernismo puede ser algo violento y opresivo para muchos, así como económicamente provechoso e incluso potencialmente liberador para otros. De hecho, las formas globales de sincronización, en tanto mecanismo económico, han conducido a niveles inéditos de desigualdad de ingresos en los que el arte, en su papel de trofeo para los ultra ricos, participa inevitablemente. Tales sincronizaciones requieren nuevas narrativas históricas que van más allá de los modelos historicistas de sucesión de movimientos (o críticas) que todavía caracterizan a gran parte de la historia del arte occidental.

      El capítulo 3, “Propiedades en disputa”, y el capítulo 4, “Culturas curadas”, describen el modo en que opera la episteme curatorial en dos registros diferentes: a nivel de la obra de arte individual y a nivel de la exhibición, fundamentalmente, en el contexto de los nuevos museos globales. En el capítulo 3, identifico una respuesta formal clave a las sincronizaciones a las que me refiero en el capítulo 2. Ideado como un polémico desafío a la naturaleza misma del arte europeo, el ready-made y su difusión y apropiación a finales del siglo XX definen la tarea fundamental del artista como un desplazamiento desde la invención de nuevos contenidos, hacia la selección de contenidos existentes –su curaduría–. En el capítulo 3, sostengo que tanto el ready-made como su apropiación se han liberado de los límites de la genealogía occidental para volverse una herramienta muy difundida en el arte contemporáneo global justamente porque visualiza cuestiones de justicia epistemológica. Al reencuadrar el ready-made y la apropiación de contenido, los artistas pueden proyectar afirmaciones epistemológicas múltiples e incluso contradictorias sobre los mismos bienes culturales: pueden reclamar la adjudicación de múltiples perspectivas cognitivas porque demuestran cómo un mismo objeto puede ocupar diversos marcos de referencia a la vez. Por ejemplo, en el Gran Desierto Arenoso los artistas aborígenes australianos han producido pinturas basadas en la “autoapropiación” de formas tradicionales del Dreaming [el Soñar] –historias que establecen vínculos con territorios ancestrales– que, simultáneamente, han funcionado como prueba de tenencia de la tierra en un tribunal legal y como imágenes abstractas contemporáneas en el contexto del museo cosmopolita. El capítulo 4º identifica una tensión política inherente a los actos curatoriales. Si, por un lado, James Clifford sostiene que “las ‘culturas’ son colecciones etnográficas”,5 el curador Gerardo Mosquera ha dicho que “el mundo está dividido prácticamente entre culturas curadoras y culturas curadas”.6 Como sugieren estas afirmaciones, el poder de la curaduría está íntimamente vinculado a cuestiones de soberanía cultural. El surgimiento de nuevos museos en todo el mundo durante el período de globalización tiene, en consecuencia, un doble filo: estas instituciones pueden funcionar para la decolonización y encarnar, simultáneamente, formas neoliberales de competencia entre áreas locales para atraer mano de obra calificada e inversión de capital mediante la construcción de un perfil cultural atractivo. Sostendré que uno de los proyectos políticos más urgentes de la globalización del arte es reclamar el derecho y la capacidad de curar culturas.

      En el capítulo final, “Ciudadanos de la información”, transpongo la cuestión de la curaduría a la de los archivos (o colecciones) de textos e imágenes en la medida en que son ensamblados, exhibidos y atesorados como información por los artistas contemporáneos de todo el mundo. En la era digital, que grosso modo se corresponde con el surgimiento de la globalización, el encuadre de los datos en tanto información –lo que incluye la generación de perfiles personales, ya sea a través de la vigilancia o de manera voluntaria, por medio de las redes sociales– es lo que caracteriza a los sujetos políticos. Sostengo que el arte contemporáneo global tiene la capacidad de visualizar actos de encuadre estético y político que constituyen la cara pública de los individuos contemporáneos (como perfiles informacionales) y la representación de hechos históricos. Volviendo a las cuestiones de justicia, sostengo que los perfiles pueden transformarse en ciudadanos de la información a través de actos de recepción crítica cuya atención a la “curaduría” de datos en tanto información se convierte en un deber cívico fundamental. En mi opinión, entonces, si bien la episteme curatorial implica, sin lugar a duda, la increíble proliferación de bienales a partir de la década de los noventa (una forma que descarté anteriormente como multiculturalismo anodino), su potencial progresista radica en la capacidad de los actos de selección o encuadre o curaduría para volverse herramientas con las que recalibrar las jerarquías epistemológicas. En este sentido, el arte contemporáneo global puede hacer una contribución genuina a los proyectos de decolonización y antiimperialismo.

      Espero que Tradición y deuda funcione como ese acto de recepción crítico. Aunque es un libro sobre la globalización, está inevitablemente enraizado en cierta localidad: el siglo XXI en Nueva York, un centro fundamental para la producción, comercialización e interpretación del arte occidental, en suma, un centro para su canonización. Y yo soy un investigador formado en su historia. Estas condiciones y límites enmarcan, a fin de cuentas, lo que soy capaz de entender y teorizar con respecto al amplio tema del arte contemporáneo global. Este libro ofrece un modelo desde un lugar y un momento particular y su autor es completamente consciente de que puede –y debe– considerarse como un modelo posible, entre muchos otros.

      2 El término heritage presente en el título se traduce de manera literal como herencia: es lo que un individuo o un grupo recibe como legado de otra persona u otra generación. También puede traducirse como patrimonio en la medida en que constituye, además, un acervo o colección de objetos con valor simbólico y económico. Finalmente, la palabra tradición está más alejada de la dimensión económica y objetual que tienen los términos anteriores pero es la más utilizada para referirnos a valores culturales y estéticos, autores y lecturas, recibidos y transmisibles, compartidos por un colectivo (un pueblo, grupo, nación). Si bien se eligió este último término para el título, los otros también se utilizan a lo largo del libro como traducción de heritage [N. de la T.].

      1. Tradición y deuda

      El año 1989 fue un año decisivo, testigo tanto del colapso de la pretensión maniquea, efecto de la Guerra Fría, de dividir el mundo en dos zonas geopolíticas distintas y de la consolidación de una nueva forma de poder político que había ido ganando terreno a lo largo de la década del ochenta. Este poder, el neoliberalismo, operó a partir de la apertura radical de los mercados mundiales y, de forma complementaria, a partir de la introducción de la especulación financiera y la privatización en áreas consideradas, hasta el momento, como responsabilidad de los gobiernos soberanos (como prisiones, servicios públicos y otros sistemas de infraestructura). El lugar del imperialismo formal fue ocupado por la capacidad financiera de los acreedores del mundo desarrollado (ya sean ONG como el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio o bancos comerciales con sede en las capitales de Occidente) de gobernar a través de la deuda. Las herramientas de esa gobernación exceden el simple otorgamiento de préstamos. Para recibir fondos, las naciones endeudadas de Latinoamérica, Europa del Este, Asia oriental y África se sometieron mayoritariamente a exigencias de “ajustes estructurales” en su política monetaria, que con frecuencia incluían la desregulación del mercado para facilitar una intensa inversión extranjera, así como la privatización de las funciones públicas que mencioné antes.7 Uno de los efectos de esta desregulación financiera ha sido una suerte de recolonización económica de los Estados-nación en el Sur Global por parte de los antiguos poderes coloniales, en una maniobra tan neoliberal como neocolonial por controlar las políticas nacionales y regionales a través del garrote de la deuda, una fuerza que es tanto moral como financiera.

      Como relato de la globalización, el gobierno a través de la deuda es una historia conocida. En este capítulo consideraré un cambio análogo ocurrido alrededor de 1989: la desregulación de las jerarquías estéticas establecidas que durante mucho tiempo habían separado a las bellas artes de las prácticas comerciales y populares o indígenas en Occidente. Si bien es similar a la estructura de la