David Joselit

Tradición y deuda


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es la historia del modo en que las diversas formas de legitimación empiezan a encontrarse –y a contradecirse– unas a otras.

      Más allá del sistema regulatorio de la especificidad medial dentro del modernismo occidental, el desmantelamiento del orden de la Guerra Fría ha alentado el desmantelamiento de la “especificidad de la expresión artística” por medio de un campo más amplio y genuinamente global de encuentros entre diversas expresiones estéticas, cada una de las cuales reclama legitimidad y fuentes políticas de autorización. Este campo, el campo de emergencia del arte contemporáneo global, no sólo desregula los medios, sino también las expresiones estéticas que enumeré: moderno / posmoderno, realismo / cultura de masas y prácticas populares / indígenas. Sostendré que el arte contemporáneo global es el resultado de la desregulación de estas distintas expresiones mundiales y que la invención posterior de nuevos agregados de contenido estético, en el que se combinan una gama diversa de bienes culturales, tiene el potencial de socavar las jerarquías eurocéntricas del arte y el conocimiento. Es importante reconocer, sin embargo, que la desregulación de las imágenes también ha dado lugar a efectos mucho menos progresistas: una suerte de mercantilización del arte que nunca deja de desafiar y constreñir su potencial progresista. Mi planteo aquí apunta a identificar la capacidad del arte contemporáneo global para combatir la desposesión cultural, sin perder nunca de vista que participa de ese mecanismo. Me parece que no existe una posición estable para el arte contemporáneo global fuera de las condiciones económicas de la globalización. Si vamos a reconocer al arte contemporáneo como agente de la globalización, no debemos atribuirle, románticamente, virtudes políticas que no tiene y quizás no pueda tener.

      Así como los tres mundos del orden político de la Guerra Fría sufrieron una reconfiguración después de 1989, también lo hicieron las tres expresiones del arte mundial. La subordinación de las prácticas locales de la cultura de masas/el realismo y de las prácticas indígenas / populares a las historias occidentales del arte ha sido desafiada vigorosamente: artistas indígenas, críticos e historiadores, por ejemplo, han insistido en que las tradiciones del arte indígena no deben marginalizarse como “primitivismo”, sino ser reorganizadas como algo que posee relevancia contemporánea y una fuerza comparable a las genealogías occidentales del modernismo y el posmodernismo. Ya no se considera a la tradición como algo encapsulado en el pasado sino más bien como un recurso vivo; en suma, la herencia cultural se reanima en el arte contemporáneo. En su libro Returns: Becoming Indigenous in the Twenty-First Century, James Clifford sostiene exactamente esto al afirmar que “cuando se la concibe como práctica histórica, la tradición se libera de su asociación primaria con el pasado y se entiende como una forma de conectar activamente tiempos distintos; es una fuente de transformación”.13 Clifford reconoce que para los pueblos indígenas contemporáneos el pasado no está aislado o “muerto” para el presente, a pesar del hecho de que las historias del arte canónicas de Occidente hayan tratado las prácticas culturales y creencias indígenas como si pertenecieran a un momento que ha terminado de manera definitiva, eclipsado por la modernización. Tal como lo plantea Clifford, “hace no mucho tiempo atrás, los diversos pueblos que ahora llamamos indígenas eran casi universalmente considerados como pueblos que no tenían futuro”.14 Este diagnóstico significa que, para tener futuro, los pueblos originarios tenían que seguir el programa de la modernización euronorteamericana. Lo que Clifford propone, en cambio, es una serie de “historias alternativas”, cada una de las cuales está caracterizada por una lógica de retorno temporal en la que el pasado, el presente y el futuro ya no se imaginan como sucediéndose uno al otro bajo la forma de un vector unilateral sino fusionándose a través de una serie de ciclos y bucles temporales, en los que las tradiciones vivas son capaces de adaptarse a nuevas condiciones y proponer nuevos futuros.

1.1

      1.1. Sherrie Levine, Untitled (After Malevich and Schiele), 1984. Lápiz y acuarela sobre papel, 35,6 x 27,9 cm. Museum of Modern Art. © Sherrie Levine. Imagen digital. © The Museum of Modern Art / Licencia de SCALA / Art Resource.

      A lo largo de este libro, voy a usar el término “tradición” para señalar los recursos con los que se reanima el pasado. A pesar de sus conexiones coloquiales con la tradición o con el indigenismo, en mi uso del término no me limitaré a los productos de ninguna de las tres expresiones estéticas que identifiqué, sino que lo considero algo presente en todas ellas. “Tradición” señala lo que se ha heredado bajo condiciones culturales particulares en lugares específicos y que es capaz de atesorar genealogías estéticas de historias e identidades compartidas. Es más, para una artista como Sherrie Levine, activa en Nueva York a fines de los setenta, las vanguardias europeas podían funcionar como una forma de tradición madura para revaluarse a través de la apropiación (figura 1.1). En este libro, sostengo que la tradición compensa, e incluso repara parcialmente, las desigualdades culturales y aun económicas, así como las formas de desposesión iniciadas en el siglo XIX por las prácticas de colonización y esclavitud y que son actualmente impuestas a través del dominio neoliberal de la deuda. Como sostiene George Yúdice en El recurso de la cultura, la tradición es un recurso que puede oponerse tanto económicamente (a través de la gentrificación, el turismo, etc.) como simbólicamente al poder financiero de los acreedores.15 Gobernar a través de la deuda puede ser contrarrestado por el poder simbólico y económico de la tradición, aunque hay que recordar que estos despliegues de la tradición por parte de los gobiernos suelen estar lejos de ser igualitarios. David Harvey argumentó, por ejemplo, que bajo las condiciones niveladoras de la globalización en las que una sede corporativa o las instalaciones fabriles pueden reubicarse prácticamente en cualquier lugar, la cultura sirve cada vez más y más como un recurso único debido a su capacidad de monopolizar ingresos. La Gran Muralla china, el Kremlin de Moscú, las ruinas mesoamericanas de México o el Louvre de París, por nombrar sólo algunos monumentos culturales importantes, no se pueden “externalizar” (incluso si las imágenes de estos sitios pueden viajar más allá de sus ubicaciones geográficas). Harvey escribe:

      Me gustaría mostrar [...] que hay luchas en curso sobre la definición de los poderes monopólicos que podrían concederse a la localización y la localidad y que la idea de “cultura” está más y más entretejida con los intentos de reafirmar tales poderes monopólicos precisamente porque las afirmaciones de originalidad y autenticidad se pueden articular mejor como reclamos culturales distintivos y no replicables.16

      En otras palabras, en un sentido explícitamente económico, mientras que el gobierno neoliberal a través de la deuda socava las relaciones entre localidades y corporaciones tradicionales, también refuerza el vínculo entre un lugar y su cultura o su tradición. De hecho, la cultura y el comercio están profundamente imbricados en las economías globales: por un lado, el desarrollo programático de las artes contribuye a la revitalización de las ciudades posindustriales o al branding de las nuevas ciudades industriales a través de programas como bienales, festivales de cine y la fundación de un gran número de nuevos museos. Y, por otro lado, las capitales financieras dominantes y las que están en ascenso, desde Nueva York y Londres hasta Dubái y Shanghái, fomentan el desarrollo cultural con el objeto de atraer y retener trabajadores calificados e inversión de capital extranjero.17 La globalización ha creado un circuito de retroalimentación entre cultura y finanzas, entre tradición y deuda. Esta es la dimensión neoliberal del arte contemporáneo global, donde el arte y la cultura se entienden como recursos virtualmente “naturales” para ser capitalizados.

      Es en la intersección del neoliberalismo y la conveniencia cultural donde encontramos las actividades del coleccionista chino Liu Yiqian (figura 1.2). En una entrevista posterior a la compra de una obra de Amedeo Modigliani por 170,4 millones de dólares en 2015, declara: “el mensaje para Occidente es claro: hemos comprado sus edificios, hemos comprado sus empresas, y ahora vamos a comprar su arte”.18 En una declaración de 2014, en la que informaba sobre la compra de un tapiz de seda de la dinastía Ming por cuarenta y cinco millones de dólares, declara: “antes, nuestro país no era muy fuerte ni próspero, tantas cosas se perdieron en manos de compradores extranjeros. [...] Ahora que hemos acumulado riqueza, necesitamos profundizar nuestra propia sofisticación cultural. Entonces, estamos comprando arte occidental, por no hablar de nuestro propio arte”.19