de hombres, la prostitución ha sido considerada sinónimo de «mujer que vende su sexualidad» omitiendo, curiosamente, al «hombre que compra sexualidad».
Por lo tanto sexualidad y dinero tienden a identificarse mucho más con prostituta que con «hombre que paga por el intercambio sexual». ¿Cómo se le dice a este hombre? Por mucho que busquemos resulta difícil encontrar la palabra que lo identifique. No existe. ¿Es que acaso el lenguaje la ha omitido? ¿Es esa una manera de dejarlo fuera de foco y hacerlo pasar desapercibido? Tal vez sea esta una de las maneras utilizadas para reafirmar y avalar la creencia de que la prostitución sólo tiene que ver con las mujeres.
No es casual que el idioma no disponga de una palabra que enuncie (¿denuncie?) este aspecto de la realidad. Darle un nombre es darle existencia. Y esto no es inocuo. El lenguaje es uno de los dispositivos de poder. A través de la inexistencia de esta palabra se contribuye a falsear la realidad, haciendo caer todo el peso de una actividad denigrada —la prostitución— sobre la mujer. El hombre, partícipe ineludible de la prostitución (que la hace posible porque dispone del dinero y genera la demanda) es omitido en el lenguaje, con lo cual, entre otras cosas, queda a salvo «su buen nombre y honor»15.
Curiosamente —y esto merece ser pensado con mayor profundidad— el lenguaje dispone de palabras que registran a aquél que usufructúa —generalmente un hombre— de los beneficios económicos de la prostitución. Proxeneta, cafishio16, son realidades sociales que no se ocultan. Si bien también existen las madamas, son sólo comerciantes menores que en general quedan excluidas de los negocios de envergadura. Cuando los prostíbulos son significativamente redituables, y/o forman parte de una «cadena comercial», siempre están en manos de los hombres.
Es así como encontramos al proxeneta (encubierto en una tradición cultural) tanto en el milenario Japón, que dispone de una magistral organización para controlar y usufructuar la actividad de miles de mujeres que, en su carrera de geishas, son ofrecidas como mercancía incluso en las casas de té actuales, como en los empresarios cinematográficos que inventan mujeres-objeto para su propio beneficio económico.
Tal vez debamos pensar que no es necesario ocultar la existencia de proxenetas, cafishios o empresarios de la prostitución porque ello no resulta ni vergonzoso ni denigrante. El poder que deriva del dinero que obtienen los desagravia sobradamente.
Pagar por obtener una experiencia sexual es, en última instancia, un atentado al narcisismo masculino (pues gracias al dinero el hombre obtiene lo que no puede conseguir sin el). En cambio, hacer ostentación de usufructo económico por usar a la mujer como un objeto-fuente de ingresos, parece halagar su capacidad de poder.
¿Acaso los diccionarios, construidos por Reales Academias, intentan a través de la omisión de ciertas palabras eludir aquellas realidades que hagan mella en la imagen masculina?
El concepto popular de prostitución quedaría incompleto si, además de sexualidad y dinero, excluimos el ámbito público.
La prostitución nunca fue vista como actividad privada ni doméstica. Se la ubica muy claramente como una actividad pública —fuera del ámbito doméstico— ejercida por mujeres.
De manera que cuando se unen los términos mujer, sexualidad, dinero y ámbito público, ello evoca y remite —consciente o inconscientemente— a la idea-vivencia-creencia de prostitución.
De esta manera el consenso popular y académico llega a definir la prostitución como una actividad fundamentalmente femenina que se desarrolla en el ámbito público, por lo cual se recibe dinero a cambio de un servicio personal sexual.
El consenso popular condensa claramente esta idea recogiendo la tradición oral, al referirse a ella como la «profesión femenina más antigua del mundo». La sociología debería por lo tanto considerarla como la «prehistoria del trabajo femenino» en el ámbito público.
El consenso académico, además, parecería avalar esta tradición oral. Los diccionarios, que son mojones referenciales, nos transmiten muy claramente cómo debe ser entendida la realidad a través de la definición de las palabras. Así, mientras la acepción de hombre público es: «aquél dedicado a funciones de gobierno y a tareas que atañen a la comunidad», la mujer pública es aquélla que ejerce la prostitución. Aún hoy, 1986, los diccionarios actualizados recogen, transmiten y perpetúan esta acepción. En un diccionario actualizado (III) se define la palabra prostitución de la siguiente manera: «Acción por la que una persona tiene relaciones sexuales con un número indeterminado de otras mediante remuneración. Existencia de lupanares y mujeres públicas.» ¿No es sorprendente que se excluya de la definición a la otra persona, la que paga para que la prostitución sea posible? ¿No resultaría también risible —si no fuera por lo dramático— que aunque en esta definición (¡de 1983!) se incluye a los dos sexos al decir «acción por la que una persona»… se insista en lo de mujer pública como sinónimo de prostituta? A partir de aquí hay muchas preguntas que quedan sin respuesta. Por ejemplo, ¿qué nombre se les da a las mujeres como Indira Gandhi, Golda Meir, Margaret Thatcher, Simone Weil, etc.? ¿Corresponde llamarlas mujeres públicas? Para contribuir a una compresión más acabada de esta compleja situación, debemos agregar que la tradición judeocristiana contribuye decididamente a enfatizar y corroborar el concepto (que se convierte en creencia y luego es perpetuado como una «verdad») de que:
la mujer + dinero + ámbito público = prostitución
La cristiandad, en lo que a la mujer se refiere, recoge, amplía y transmite con fuerza de «verdad» lo que el Antiguo Testamento y los Libros Sagrados judíos ya habían sostenido. Las mujeres, por la palabra de Jehová, deben ser las siervas del hombre, ocupar un lugar de subordinación y ser pasibles de los castigos y usos que el hombre considere darles. Se lo estableció como dogma sin explicar los fundamentos de dicha consideración17.
La cristiandad, continuadora legítima y heredera del judaísmo, le va a dar formas más definidas y acabadas. Es así como los prototipos de mujer que formaban parte de las nuevas enseñanzas iniciadas por Jesús y consolidadas por sus continuadores son fundamentalmente dos: virgen o prostituta.
La virgen, representada por María, es fundamentalmente madre, ser asexuado, núcleo de la familia y alejado del dinero. La prostituta, representada por Magdalena, es fundamentalmente sexuada, desarrolla una actividad en el ámbito público y se relaciona con el dinero.
María y Magdalena —virgen y prostituta— representan los dos lugares posibles para una mujer, lugares que, además, se presentan como antagónicos y a los que se les atribuye características específicas y valoraciones sociales muy definidas. Mientras el lugar de madre —con sus roles específicos— va a estar coronado con la aureola de la bondad, generosidad, altruismo y resignación, el lugar de prostituta va a soportar el estigma de un supuesto desafecto, interés, malignidad, etc. Un lugar va a ser enaltecido y el otro denigrado (a menos que se redima con el arrepentimiento que implica reconocer su «innegable» culpabilidad).
Uno va a ser el reservorio de las bondades divinas y el otro expresión de lo demoníaco.
Es así como el dinero, en relación a la mujer, está unido desde los albores de la historia a la prostitución y va a mantener, a través de los tiempos, un halo pecaminoso.
A partir de la revolución industrial, cuando la familia deja de ser una unidad de producción y se reafirma la división entre ámbito público y privado, se enfatizan también los roles y funciones masculinos y femeninos. El ámbito público aparece claramente asignado al hombre y el privado a la mujer. Según las vicisitudes económico-políticas, los distintos gobiernos usarán a las mujeres y usufructuarán de los réditos económicos de sus actividades (públicas como domésticas). Es así como en época de guerra, en que los hombres van al frente o cuando deben colonizar zonas inhóspitas y desconocidas, las mujeres son llamadas al trabajo fuera del hogar para «contribuir económicamente al