que en una gran parte tenía razón. No había ninguna prisa. No obstante, aun cuando no necesitaba vislumbrar su futuro de una manera tan clara como Álvaro y su séquito, al menos sí quería tener una cierta idea de a dónde dirigirse. Y aparcar esa reflexión como hacía Damián no iba en absoluto con su carácter.
–Es que yo, los primeros años de carrera tenía claro que el mundo de los números, la banca, la empresa estaban hechos para mí. Ahora lo veo bastante hueco. Lo que estudiamos me parece muy simple y las asignaturas que más me gustan son precisamente esas a las que casi nadie presta atención.
Damián se quedó pensativo un instante.
–Y el Derecho. ¿No te gusta el Derecho?
* * *
Se aproximaba el momento de concluir el trayecto universitario y ya hacía tiempo que Damián había decidido que eso no era lo suyo. Le aburría sobremanera la absurda lucha por las calificaciones, y tampoco es que le atrajeran en demasía las materias que estaba estudiando. Asignaturas que él percibía como insustanciales, vacías de contenido, construidas alrededor de conceptos elementales, le robaban un tiempo precioso. Lo cierto es que estudiar se le había dado bien desde siempre; incluso la técnica de hacer exámenes la había conseguido depurar razonablemente bien, pero nada de lo que ahora tenía la obligación de aprender le llegaba a apasionar.
A él la convención social, el itinerario preestablecido de cómo llegar a los lugares «adecuados», aquellos que le garantizaban a uno la prosperidad económica, no le interesaba. Ignoraba si alguna vez conseguiría llegar a «ser» nada en la vida, ni a qué se dedicaría. Sin embargo intuía que con esa formación (por decir algo) que estaba adquiriendo, malo sería que finalmente no lograse un puesto de trabajo superior a la media. Y ahora que llegaba el momento de realizar las famosas pruebas de selección para tener el honor de entrar a formar parte del siguiente estrato de las «elites», Damián tenía sus dudas. Por un lado sabía que, a base de insistencia y esfuerzo, al cabo de un determinado número de veces que se presentase a un suficiente número de las dichosas pruebas algo caería. Quizá no los puestos de diez veces el salario mínimo más bonus de entrada que ofrecían algunos de los bancos de inversión a los recién licenciados si estabas dispuesto a irte a pringar a Londres, pero seguro que sí alguna oferta de júnior de primer año a razón de un par de veces o tres el salario mínimo en alguna auditora de tamaño medio. Y eso era mucho dinero para cualquiera.
Al final no hizo ni lo uno ni lo otro.
Desistió de esos cantos de sirena y prosiguió su odisea particular, aceptando la oferta de una empresa importante de su localidad de origen para hacer de «hombre para todo», en contacto con la realidad diaria de la gente normal, tal y como él la entendía. Lo que de esa manera se garantizaba era poner fin a esa loca competición por seguir subiendo la escalera del éxito y la comodidad de saber que estaba desempeñando una labor para la que tenía una preparación mucho mayor que la requerida. Disponer de ese margen lo relajaba y le permitiría ser más feliz, que era de lo que en el fondo se trataba, aunque de cuando en cuando le quedaría el dolor sordo derivado de no saber qué habría podido llegar a conseguir de haberlo intentado con más fuerza.
Álvaro sí que se encontraba totalmente alineado y alienado por la charla que cinco años antes les había dado el profesor de Derecho Romano. Dentro de su ambicioso y determinista itinerario personal estaba perfectamente previsto desde un principio el que el camino a las «elites» pasaría por acabar incorporándose como júnior a un Gran Banco Londres, y por supuesto a residir en Londres. Lo que fuera a hacer allí era totalmente secundario. De hecho, no tenía la menor idea de qué tipo de cosas se hacían en un banco de inversión. Lo que sí que sabía era que se iba a dejar la piel, a razón de más de cien horas semanales de trabajo, comiendo y cenando en la oficina a diario para después ir de copas con los otros nacionales residentes en la City, incluyendo por supuesto los sábados y domingos. También tendría su buena dosis de noches sin dormir, trabajando toda la noche, lo que se denomina hacer un all-nighter en la jerga de los enterados. La cosa le ponía cantidad. No había nada más arriba en la escala social de recién licenciado universitario que eso.
–Oye, gordo, ¿sabes que llevo dos días de all-nighter?
–¿Y qué estás haciendo exactamente?
–Picando datos en el info memo.
–¿Y cuál es el deal?
–Pues ni guarra, gordo, ni guarra.
Para alcanzar ese estatus tan atractivo era preciso acumular cuantas más matrículas de honor a lo largo de la carrera, sin que importara mucho la asignatura en la que se sacasen, pues toda la cuestión era amasar un número superior a diez. También había que haber realizado prácticas un par de veranos en otros bancos de inversión o en alguna consultora de prestigio, y al menos ser delegado de clase un año. ¡Ah!, y sin olvidar nunca un elevado nivel de inglés, algunas nociones básicas de chino, árabe o ruso para proyectar una imagen más cosmopolita y, por supuesto, algún matiz humanitario, haber ido alguna vez a repartir comida en un comedor social, a sacar a pasear a ancianos, o algo así. Esa era la mezcla perfecta para el éxito. No fallaba nunca.
Y en el fondo era tan sencillo… Tan solo había que ir cumpliendo con cada uno de esos hitos, como quien prepara la lista de la compra, va al supermercado y tacha punto por punto lo que va comprando. Cebollas… ¡hecho!, tomates… ¡también!, apio... no sé ni lo que es, pero ¡al carrito! Nada se podría interponer en el camino de Álvaro si hacía lo que debía, si no se distraía del objetivo señalado. Y si para ello era preciso hacer alguna que otra pequeña trampa, como conseguir las preguntas del examen que iba a caer al día siguiente, copiar en algún momento a un compañero aplicado o provocar que ese mismo compañero sacase una peor nota no ayudándolo, o incluso, despistándolo amablemente, pues se hacía. Siempre, por supuesto, con esa sonrisa acompañada de palmadas en la espalda como solo lo saben hacer los que han nacido para el éxito social. Eso era lo normal, lo que todo el que quisiera triunfar a lo grande hacía. Y es que a los ojos de Álvaro esos no eran atajos, sino salvoconductos hacia la condición de gran profesional, duro, resiliente y persistente ante las dificultades, capaz de sacrificar su comodidad personal, su sueño, su salud y sus aficiones por su patrono. Todo esto estaba muy valorado en ciertos ambientes profesionales. A Bernardo nunca le había acabado de atraer esa idea de trabajar cien horas a la semana, así porque sí, haciendo algo que no estaba demasiado bien definido, a base de entrega y coraje, al estilo castrense, con «un par», obedeciendo sin preguntar. Él, desde su candidez, quería trabajar en algo que entendiera y pudiera contextualizar en un marco, con un objetivo definido. Hacer su trabajo diario para algo, en definitiva. Porque uno aprieta una tuerca para unir alguna pieza a un cuerpo principal y esa pieza cumple alguna función en ese todo, ¿no? Y es que el mundo moderno de los servicios profesionales había evolucionado o involucionado de tal manera que hasta un operario de una cadena de montaje de principios del siglo pasado entendía mejor lo que estaba haciendo y para qué servía. Si yo le pongo una biela al Ford T, mi siguiente compañero en la cadena la unirá al árbol de transmisión y después otro añadirá las ruedas y, allá al fondo, si nos fijamos con atención, veremos el coche ya listo para circular.
Ahora uno llegaba a la oficina por la mañana, no excesivamente temprano –pues daba mejor imagen el retraso producido por el trasnoche en la oficina que madrugar para aprovechar el tiempo–, hacía lo que le decían y, a base de repeticiones, lo acababa dominando de manera eficiente. Sin embargo, rara vez alguien se tomaba el tiempo de explicarte qué narices estabas haciendo y para qué. Y si preguntabas, peor. Otros menos problemáticos y más dóciles serían mejor valorados por esa inicial, más temporal y ficticia, mayor eficacia laboral. Lo malo para Bernardo era que los estudios de Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales no daban para muchas florituras intelectuales ni filosóficas. Todos los trabajos que se le presentaban le resultaban bastante prosaicos. Aparte de la descartada vía de los bancos de inversión (en gran parte también por llevar la contraria), podía opositar para juez, notario, registrador de la propiedad o civil, quizá abogado del Estado. También podía acudir a cualquiera de las oposiciones regionales que se ofrecían en toda ciudad pequeña, lo que le garantizaba casi con plena certeza sacárselas,