Jorge Luis Marzo

Las videntes


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ellos descubren la humanidad

       Unbekanntes Land

       WGSN (Worth Global Style Network)

       El fracaso

       ¿Sueñan las máquinas con Airbnb?

       Commodity Report

       Democracias neutras

       El proyecto Wilson

       Faustina

       IV De memorias. Los pasados que no serán

       Cesare Ripa: los catálogos

       Son gatos, no perros

       Morelli y la ausencia de subjetividad

       Taxonomías

       El mapa del tesoro

       El ojo-máquina

       Las placas

       El canon

       Laocoonte y sus hijos

       Mr. Motorhead

       El arte de la tendencia

       Indemnización (Un texto de Arturo Fito Rodríguez)

       Hulk y las hormigas

       Epílogo

       Los incalculados

       Un reloj en rebeldía

       Bibliografía

       Agradecimientos

       A Ignacio Petit

      Y algún día habrá un aparato más completo. Lo pensado y lo sentido en la vida –o en los ratos de exposición– será como un alfabeto, con el cual la imagen seguirá comprendiendo todo (como nosotros, con las letras de un alfabeto podemos entender y componer todas las palabras). La vida será, pues, un depósito de la muerte. Pero aun entonces la imagen no estará viva; objetos esencialmente nuevos no existirán para ella. Conocerá todo lo que ha sentido o pensado, o las combinaciones ulteriores de lo que ha sentido o pensado.

      ADOLFO BIOY CASARES,

      La invención de Morel, 1940.

      INTRODUCCIÓN

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      Los hermanos Marzo a mediados de los años setenta.

      LAS GAFAS DE NADAR

      Cuando era chico, uno de los pasatiempos con los que más disfrutaba junto a mi hermano consistía en sentarnos en un banco de la calle y jugar a adivinar a qué se dedicaba la gente que pasaba por delante. Procedíamos de la siguiente manera: primero, nos poníamos de acuerdo en escoger a alguien. Nunca elegíamos a personas muy mayores o a chavales como nosotros. Tampoco a personas cuyas ocupaciones eran obvias, como transportistas, barrenderos o carteros. A menudo, uno u otro descartaba el objetivo propuesto por razones un tanto borrosas: acaso porque no nos inspiraban nada. Cuando habíamos acordado el personaje a escudriñar, nos quedábamos callados mientras lo seguíamos con nuestra atenta mirada. Al rato, comenzaban nuestros pronósticos. Discutíamos sobre la manera de vestir, sobre las prisas en el caminar, sobre el modo en que fumaba o se peinaba, sobre la calidad del maletín o el bolso, sobre la actitud que expresaba la mirada, cosas así. Nos sentíamos como detectives. A menudo, el uno felicitaba al otro por la sorpresa de algún argumento inesperado, pero también había veces que nos burlábamos de ideas que nos parecían una solemne tontería.

      Este es oficinista del Banesto, tiene tres hijas y veranea en Salou. Esta es profesora, está divorciada y hace mucho deporte. Este es tonto y le duele la espalda. Esta es muy guapa y debe de ser importante. Este era el tipo de dictámenes. Nos parecía que un andar lento era síntoma de desidia o desdén; que sostener el bolso en el interior del codo, a diferencia de sostenerlo con la mano, era un indicio de poder y dinero; que los bajos de un pantalón sin dobladillo eran propios de un currante de obra; que llevar gafas de sol por la tarde era un signo de estupidez. Cuando los dos coincidíamos en el diagnóstico, chocábamos las palmas de las manos, como hacen en los partidos de baloncesto.

      Un día decidimos ir un poco más allá. Quisimos comprobar si realmente acertábamos. Seguiríamos a la persona escogida para ver si podíamos certificar su ocupación o estatus. Seleccionamos a una señora que iba acompañada de sus hijos, una niña y un niño algo más pequeños que nosotros, de unos ocho o nueve años. La señora iba bien arreglada y parecía ajetreada. Iría con traje chaqueta y tacones, y con un pañuelo anudado al cuello. Recuerdo que la elegimos porque era el tipo de persona que no se veía a menudo por el barrio. Nuestro veredicto había sido que trabajaba de abogada o en algo así, y que en ese momento tenía que llevar a los niños a algún sitio, quizá a la piscina, porque llevaban unas mochilas a la espalda y la piscina no estaba lejos. Empezamos a seguirlos a una distancia que mi hermano calificó de «prudencial», yo creo que para darse aires. Mientras los teníamos enfrente, fuimos añadiendo detalles a nuestra pesquisa. Probablemente eran felices, dijimos, porque mamá siempre decía que una casa, para ser del todo feliz, debía tener la parejita. Nosotros no teníamos hermana. También descubrimos que la señora caminaba un metro o dos por delante de los niños, lo que me indujo a pensar que quizá tenía demasiada prisa o acaso era una mala madre. Mi hermano dijo que no, que los niños parecían un poco bordes y que acaso la madre pasaba de ellos.

      Los semáforos suponían un problema. No sabíamos qué hacer. Nos veíamos ridículos parándonos a unos metros de ellos. Mi hermano dijo que parecíamos delincuentes a la espera de pegar un palo. Ni siquiera podíamos disimular haciendo ver que nos atábamos los zapatos, porque calzábamos bambas sin cordones, como era preceptivo entonces. Llevaríamos ya unas cuantas calles cuando la niña se giró y nos miró.