¡Adiós, adiós!
Y luego salgo y mientras lo hago, pienso que quiero llorar, pero el rey Lear no llora. No todavía. «Ustedes creen que me voy a poner a llorar. Se me va a romper el corazón en mil pedazos antes que yo me ponga a llorar». Se escucha el sonido reverberante de gotas que caen y que anuncian la tormenta. Prefiero combatir la hostilidad del viento que quedarme en las haciendas de mis hijas. Tengo que ser el terror de la tierra. Tengo que creer en lo que estoy diciendo, debo creer en su vida escénica, y esa es una vida que en este momento no quiero creer. Alfredo me pide que busque en mí. Lo que pasa es que no quiero ver eso que hay en mí. Por qué quiere acaso mostrar mi verdad. Qué quiere que la gente vea en mí. En qué momento el teatro se supone que tenía que mostrar la verdad. Cómo memorizar esta maldición paterna. No lo logro recordar. No lo quiero entender. Me enfrento a mi propia moral. Hay miles de personas mirándome y estoy aún solo con mi propia moral. Yo sé que Cordelia va a morir, pero el rey Lear no puede saberlo, no todavía.
Empieza la tormenta. Tercer acto. Escena cuarta. Qué refugio vamos a encontrar. Miro a Ramón Núñez. El gallo emplumado en la punta, su lengua bufonesca hacia fuera, sus labios remarcados en rojo, los colores de sus telas se sobreponen a la oscuridad. Lo miro a los ojos, le digo: «Quiero olvidar quien soy». Ramón me toma en sus brazos como si acaso fuera un niño despojado, apenas aguanta el olor de mi vestuario y mira hacia los camarines con cara de asco. Puedo ver las pequeñas resquebrajaduras de su maquillaje blanco, como grietas que surcan su cara. Mi cabeza no da más. Salgo hacia los camarines y me miro en el mismo espejo una última vez. Lear renuncia a sus hijas. A quienes he renunciado yo por todo esto. No quiero ser un mueble más en este teatro. Eugenio Dittborn está muerto. Cuando termine esta temporada, voy a renunciar. He trabajado treinta años en este teatro y voy a renunciar.
3
Al final Cordelia muere. La sostengo en mis brazos mientras miro un cielo que titila y emito un sonido continuo, bajo y agónico. Cuánto tiempo ha pasado en estas tres horas. La escalera es ahora un semicírculo horizontal azul que se balancea como un péndulo al frente de un puente levadizo. Se me nubla la vista. Miro mis manos. Yo sé lo que vive y también sé lo que muere. Si su aliento humedece el espejo, significa que vive.
Descanso mi cabeza en su pecho y me pregunto: «¿Por qué motivo ha de vivir un perro, un caballo, una rata, y en ti ni el más mínimo aliento?». Detrás mío persisten los dos telones de colores terrosos y andinos que son el desierto de este mundo. Ya no cuelgan sobre mí las pesadas capas de lino, tan solo una toga que es la desnudez de un anciano que lo ha perdido todo y una horca sobre mi cabeza que es el final de Cordelia, asesinada por una orden que como siempre, como en cada función de esta maldita obra, no fue cancelada a tiempo.
La miro imbuido en un largo y hermético silencio, un silencio que ya he sentido antes, la luz es fría y distante, salen de mi boca cuatro palabras. Digo: «Mi pobre loquita estrangulada».
Yo pude haberla salvado. Estoy seguro que pude haberla salvado. Miro su cuerpo roto y en este presente que se siente a ratos distanciado de la vida pienso en mi hija, en mi hija que murió poco después de nacer, en mi real hija, una cosita azul que vi sobre una cama clínica rodeada de médicos que corrían desde un pasillo hasta un ascensor que se cerró para no verla nunca más. Una cosita azul como el azul de esta escalera. Onfalocele suena como una palabra inconclusa, como un estómago que no alcanzó a cerrar. Y me pregunto asustado por qué la pena del rey Lear se siente más fuerte que mi propia tristeza. Yo sé lo que vive y también sé lo que muere. Yo sé lo que vive y también sé lo que muere. Me subo al semicírculo roto que es el último estertor de mi reino y digo que nunca la voy a volver a ver, repito:
Nunca.
Nunca.
Nunca.
Nunca.
Y el péndulo poco a poco se desequilibra y balancea con cada palabra y yo me desequilibro con él. El péndulo de este mundo. Recuerdo estar solo junto a un ataúd blanco camino al Cementerio General y no entiendo la situación, no entiendo por qué estaba tan solo, quizás por la extraña ambigüedad que rodea la muerte de algo que acaba de nacer. Con los pocos estertores que me quedan de voz me dirijo a Kent y le digo que mire a mi hija, que miren sus labios, que de verdad la miren, y me sigo balanceando y les digo que miren su cuerpo muerto otra vez, y siento que mi cabeza ya no puede más, me acuesto en el péndulo y grito: «¡Reviéntate, corazón…, explota de una vez, por favor!», y mi corazón al final explota y me muero, y el doctor Ricardo Franck se me acerca y me dice que la niñita murió, que es mejor así, que de lo contrario su vida hubiera sido un tormento, y tiene razón, Ricardo siempre tiene la razón, pero esa es una ecuación que no puedo aceptar y mis hijas, la María Piedad y la Amparo, están junto a mí y mi cuerpo se balancea de un lado hacia otro en el azul de una escalera rota. Pienso que mi historia no es nada comparado con las tragedias que tengo que vivir en este escenario, no he vivido guerras, no me han torturado, no he traicionado a nadie, no he hecho absolutamente nada, entonces, por qué Alfredo Castro insiste que busque dentro de mí, qué ve él que no estoy logrando ver yo, qué estoy sintiendo aquí que no puedo sentir en otro lado.
Era de noche cuando volví a mi casa. Volví a un nido vacío. La Claudia y yo. Los estudiantes en el público ya no dicen nada. No dicen nada porque ya no pueden más de aburridos y borrachos, y abandono la vida a la cual Lear ya no tiene derecho de existir en la más total de las abulias, y por alguna razón la gente aplaude, porque creen que el teatro es un deber que hay que resistir. La gente aplaude su resistencia, no me aplaude a mí.
Una de las enfermeras me dijo que la había bautizado poco antes de morir, que la llamó Claudia como su madre. Yo le digo Claudita. Y eso me calma, porque solo algo que tiene un nombre puede morir de verdad.
Tendré que volver mañana. Siempre hay que volver mañana. Salgo a saludar y, entre gritos y vítores, hago una última reverencia, la reverencia de un muerto, para poner fin al rey Lear de Shakespeare. Y en ese preciso momento, el momento en que mi cabeza se inclina, en que pienso que esta temporada no va a terminar nunca, me pregunto asustado si acaso voy a poder nacer de nuevo.
1
Despierto con el cántico de los monjes franciscanos. Me asomo tras el visillo de la ventana de la pieza de mis papás y veo la procesión salir de la iglesia San Francisco camino a la intersección que une Londres con París. El despunte del sol acentúa las sombras de los edificios, las cruces a lo alto de San Francisco y las torres del San Ignacio. El sonido de las campanillas de los monaguillos se une a los gritos de las pergoleras que ofrecen ramos a los fieles en el bandejón central de la Alameda. La imagen de la Virgen es transportada a un paso lento sobre los adoquines aún húmedos de la calle Londres, avanza a través de las curvas estrechas que a ratos pareciera que giran en sí mismas, y todo esto ocurre a metros de mi vista, protegido por la ciudadela de tres pisos que es la casa de la familia Noguera.
La penumbra persiste en la pieza de mis papás. Todo es silencio aquí. Incluso cuando hay más de cincuenta personas, entre tíos y familiares lejanos, esperándome al otro lado de la puerta. Solo a ratos se escucha el sonido de los autos sobre los adoquines de la calle Londres, el deambular de la procesión franciscana y las campanas del reloj de pie de mi abuelo. Mi ropa recién lavada tiene el olor a humo que deja las estructuras de mimbre sobre la ceniza caliente. En la cómoda de madera, junto a la imagen de la Virgen que decoraba el altar mayor de la iglesia San Francisco, hay un espejo ovalado en el que no me alcanzo a ver. Trato de escalar la cama de mi papá. Yo sé que su cama es una montaña de hielo blanco y azuloso que deforma las proporciones de esta pieza color sepia. Yo sé que su cama nada tiene que ver con los tapices de las sillas o los muebles de encina. También sé que si miro el espejo sobre esta montaña que poco a poco escalo voy a aparecer en el reflejo, y en esa certeza se sostiene todo lo que soy. Pero de pronto irrumpe una luz: mi mamá me sorprende en la mitad de mi escalada. Veo su sombra alargada por la luz ámbar que se filtra desde la puerta ahora entreabierta. Mi mamá se acerca. Me toma en brazos y me deposita en el suelo. Me mira a los ojos. Veo su silueta en contraluz. Y