de mis antepasados. Subimos la enorme y alfombrada escalera hacia el segundo piso de los Noguera. Hay una mampara que divide el pasillo principal: por un lado, la pieza; por el otro, los salones. En un recodo del largo corredor, al lado de la mampara, hay una Virgen rodeada de flores. Es el mes de María, el único acto oficial en el año en donde se comparte con el servicio de la casa. La blancura de esa instalación parece contrastar con la solemne y austera oscuridad de los salones de la familia Noguera.
La puerta que da a la pieza de mis abuelos está abierta. Rodeamos con cuidado las dos camas, pasamos por el balcón que da a la calle Londres y nos dirigimos hacia el gran ventanal que da a la pérgola y a uno de los costados de la iglesia San Francisco. La luz es distinta aquí, como un claroscuro difícil de definir. Ni las cubiertas de mármol de los veladores con sus bacinicas, ni los gansos de porcelana, ni el costurero de pie, parecen cambiar de lugar o ser afectados de alguna manera, todo se mantiene, como si el paso del tiempo no alterara esta zona de refugio enlutado. Alfredo Noguera Opazo, mi abuelo, está sentado en un enorme sillón leyendo el diario El Ilustrado. Al frente de él está Manuela Prieto Hurtado tejiendo en el extremo de un sofá abotonado. Los separa una pequeña mesa circular cubierta por un terciopelo verde para jugar solitario. Mi mamá me dijo que mi abuelo fue el primero en instalar una fábrica de leche condensada en el fundo de Esperanza, que a la inauguración fue el presidente Pedro Montt, y cuando me lo contó siempre me imaginé que sería muy distinto a la persona que miro ahora jugando aburrido con su bastón. Algunas veces lo veo caminar hacia el Club de la Unión al otro lado de la Alameda, con las manos cruzadas en la espalda, jugueteando con su bastón con una parsimonia altanera mientras saluda a las pergoleras. Es raro verlo fuera de la casa, siendo parte de la ciudad, entre otros transeúntes, a una persona considerada tan importante por mi mamá. Una vez me leyó el memorándum de mi bisabuelo, como para que quizás tome consciencia de quién soy y dónde estamos: «El doctor don Joaquín Noguera, natural de Barcelona y perteneciente a una distinguida familia española, vino a Chile a ejercer la profesión de médico el año 1842. Se casa con la igual de distinguida señorita chilena doña Pilar Opazo para así formar un respetable hogar. Dedicado muy joven a su profesión, lució con Pilar Opazo bastantes bienes y, por qué no, bastantes bienes hizo a sus semejantes. El carácter en extremo bondadoso, su corazón sano y bien puesto hicieron del señor Noguera un héroe de la humanidad». Mi mamá con una ensayada formalidad saluda a mi abuela. «¿Cómo está, misiá Manuelita?». Manuela interrumpe su tejido y en el momento en que levanta sus ojos, siento la silenciosa jactancia de su mirada que pareciera sostener la antigua nobleza, la aristocracia castellano-vasca, hija de la estabilidad portaliana. Es nieta del presidente José Joaquín Prieto, y esa es una genealogía que se manifiesta en cada gesto y actitud. Veo que mi mamá siente ese peso, mi mamá hija de los liberales Illanes de un pequeño pueblo llamado Villa Alegre. Ella la saluda con un cuidado que revela un sentido exacerbado del ridículo, como si en la manifestación más inocente pudiera escaparse algún error. Mi abuela juega con esa severidad, la ocupa a su favor, y le responde con una sonrisa.
Mi mamá se despide de misiá Manuelita. Ahora empieza la espera. Su enlutada sobriedad contrasta con la pluma del sombrero de mi mamá. Mimí sabe que ella va a salir esta tarde como tantas otras. Siempre pensé que mis estadías en el segundo piso de la familia Noguera eran más una necesidad de mi madre que una verdadera exigencia de mis abuelos.
Miro hacia la casa de enfrente a través del gran ventanal. Hay dos niñas allí con las que a veces juego a hacer morisquetas de ventana en ventana. Pero no hay nadie ahora. Me siento resignado en el suelo junto a «Topito», el perro setter de mi tía Toya, mientras recorro con mis dedos los dibujos de la alfombra. Saco un cañonero de uno de mis bolsillos y pongo uno de los cañones apuntando hacia el perro. Manuela vuelve a su tejido. A pesar de que le faltan dos dedos, su velocidad me asombra. Se viste de una manera tan distinta a las Illanes. Sin chaquetas acinturadas ni faldas angostas. Solo un largo traje negro y una faja interior que aplasta sus pechos que parecieran llegarle hasta el ombligo. Nunca la he visto reírse, tampoco hablar bien o mal de alguien, ni demostrar forma alguna de altanería. Jamás la vi menospreciar a nadie. Y aun así todos en este lugar le tenemos miedo.
Mis abuelos no hablan entre ellos. Pareciera que ya se dijeron todo lo que se tenían que decir. Tampoco me hablan, ni me abrazan, ni me regalan juguetes, como si acaso no estuviera ahora con ellos y eso exalta la lentitud del tiempo. Su indiferencia no la interpreto como una falta de cariño. Más bien hay una silenciosa pedagogía en esa distancia que, a pesar de mi aburrimiento, asumo sin reproche alguno. Mi presencia significa algo que nadie pareciera poder nombrar, como si evocara un recuerdo en ellos que yo no viví. Y en esa mirada siento el peso de una compasión que no entiendo. Como si me quisieran, pero al mismo tiempo nos estuvieran haciendo un favor a mi mamá y a mí. Un favor que nadie quiere asumir.
Se escuchan gritos en la Alameda. Una marcha más del Frente Popular. Mi abuelo se levanta y mira hacia la ventana mientras juguetea con el bastón entre sus dedos, con una nerviosa velocidad que evidencia la certeza de que Chile, tal cual lo conocía, se va a acabar. Mi abuela permanece sentada tejiendo sus mañanitas mientras los bajos retumbantes de los gritos y los pasos sobre la Alameda hacen vibrar los ventanales. La calle Londres se mantiene impasible. La ciudadela de mis abuelos se protege a sí misma como un invernadero de comedimiento y serenidad que nos resguarda de los vientos inesperados de las nuevas marchas radicales, de la carestía de bencina, del tifus exantemático, de los tísicos, de la peste blanca, del alcoholismo, del estrabismo, de las casas de tolerancia, del meretricio, de la sífilis, de los conventillos, del saqueo, de la mortalidad infantil; por eso mis tíos insisten que ya es hora de irse hacia Providencia. Es como si las paredes se construyeran a base de mistificaciones y olvidos y la calle Londres fuera tan solo el resultado de una serie de pactos implícitos que se transmiten en la forma de una advertencia. No le compren nada en la calle al niño. Los helados de bocado envueltos en papel encerado están hechos con las aguas estancadas del Mapocho. Si adentro todo se pliega, afuera todo parece desbordarse, y entre inflexiones, pliegues y estiramientos Santiago se siente como una ciudad cada vez más infinita, pero una infinitud que nada tiene que ver con el progreso. Siento la inflexión que conforma toda mi vida aquí. Veo la manera en que estas murallas separan lo legible de lo ilegible. Los palacios, las casas, son lo que quedó del sueño salitrero, la oligarquía después del primer centenario despertó en esta pesadilla séptica que es Santiago ahora. Y entre todo esto se yergue la iglesia San Francisco con una penumbra interior que contrasta con el ruido de la Alameda, y es como cruzar un umbral en donde la actitud y los gestos de las personas de pronto cambian y me enamoro de su sangrienta imaginería colonial, del relato de Cristo que es el único cuerpo roto y desnudo de todos los cuerpos rotos y desnudos que habitan la ciudad que me dejan ver. Todo lo que está fuera de la calle Londres es un gran cuerpo prohibido para mí. Nosotros somos la clase que tenemos que dar el ejemplo. Es una de las pocas frases que me repite mi abuelo. Tenemos que ser el ejemplo de algo que no me atrevo a ver.
Mi abuelo me contó una vez que toda casa santiaguina que se respetara tenía carruajes en la cochera. Mi papá y mis tíos partían rumbo al San Ignacio con sus caballos y en eso mostraban su alcurnia a través de los cascos y palafrenes en la plaza de Armas antes de que la remodelaran. Y detrás de ese cuento se esconde una misma afirmación, que es que vivimos tiempos inciertos, en tiempos del Frente Popular, en donde las noticias del día anterior son eclipsadas por las noticias del día siguiente. Siento la distancia que me entregan los muros de piedra, los salones, los pasillos, los ventanales gruesos, los duros quicios de las puertas, la enorme escalera de madera hacia mis abuelos, el frío atrapado en esta casa, los abrigos negros de mis tíos en el tercer piso, sus caras rasuradas, sus cuellos almidonados y rígidos. Casi puedo escuchar sus comentarios sobre la diferencia entre Santiago y la hacienda de Esperanza, porque allá siempre sobra lo que aquí falta. Y entonces las conversaciones son siempre las mismas: la nueva decadencia del parque Cousiño, la constante sensación de acechanza, la cursilería del Santa Lucía, la horrible remodelación de la plaza de Armas, las góndolas que bajan por la Alameda que parecen conventillos con ruedas, los vendedores de ropa usada, el confuso cambio de nombre de la Alameda por Bernardo O’Higgins, la inútil necesidad de ensanchar Ahumada, el caballo espantoso que monta Bolívar. Nadie parece conocer el valor constitutivo de su propia clase. Todo parece desbordarse. Los nuevos advenedizos, los nuevos profesionales, los nuevos técnicos,