Anton Chejov

La dama del perrito y otros cuentos


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ultrajado que se sentía y, sumamente inquieto, empezó a pasear por toda la casa. Su orgullo lo impulsaba y sentía un desprecio absoluto por lo plebeyo. Con los puños apretados y el rostro contraído por la repugnancia se preguntaba por qué él, hijo de un sacerdote, educado en un seminario, que era serio y sincero, cirujano de profesión, se había dejado dominar ignominiosamente por esa criatura débil, insignificante, abusiva y perversa.

      —¡Pie diminuto! —murmuró estrujando d telegrama—. ¡Pie diminuto!

      Del periodo en que se enamoró y se desposó con su amada y de los siete años posteriores sólo quedaba el recuerdo de una cabellera larga y fragante, de suaves encajes y de un pie efectivamente diminuto y grácil. De las caricias recibidas todavía evocaba en la cara y en las manos una sensación de sedas y encajes... y nada más. Nada más, excepto histeria, gritos, quejas, amenazas y mentiras, mentiras insidiosas y descaradas. Recordaba que en la casa de sus padres, allá en la aldea, entraba por casualidad un pájaro y empezaba a derribar cosas y a lanzarse en forma insensata contra los cristales de las ventanas. Así también su mujer, que provenía de un mundo que él desconocía, había entrado en su vida y la había destruido. Los mejores años de su existencia habían sido un infierno, inútiles y grotescas sus esperanzas de felicidad, estaba enfermo, su casa estaba adornada como la de una ramera barata, y de los diez mil rublos que ganaba al año, ni siquiera alcanzaba a enviarle diez a su madre; y, además, adeudaba quince mil más, en pagarés firmados. Incluso si en su casa se hubiera aposentado un grupo de pillos, su vida no le parecería tan irreparable, tan definitivamente arruinada como lo estaba junto a esa mujer. Empezó a toser y sofocarse. Necesitaba meterse en la cama y entrar en calor, pero no se decidía. Siguió recorriendo habitaciones y sentándose a la mesa. Dejó resbalar el lápiz por el papel y escribió sin fijarse: "Una prueba de esta pluma... pie diminuto..."

      A las cinco de la mañana disminuyó su tensión. Entonces se culpó a sí mismo de todo lo sucedido. Intuyó que si Olga Dmitrievna se casaba con otro capaz de ejercer buen influjo sobre ella... tal vez llegaría por fin a ser buena y honrada. En todo caso, él no era buen psicólogo y desconocía el alma femenina. Por si fuera poco, era simple, poco interesante...

      "Mi vida se apaga —reflexionaba—; soy un cadáver y no debo estorbar a los vivos. Ea realidad, dadas las circunstancias, sería una insensatez insistir en mis supuestos derechos. Aclararemos las cosas; que vaya a reunirse con su amante... Le daré el divorcio y me declararé culpable..."

      Finalmente llegó Olga Dmitrievna y, tal como estaba, con capa blanca, gorro de piel y chanclos, entró en la antesala y se tendió en un sillón.

      —¡Qué odioso, ese gordo! —exclamó, con la respiración agitada y entre sollozos—. Es deshonesto, hasta repugnante —dio una patada en el suelo—. No es posible, no es posible.

      —¿Qué ocurrió? —preguntó Nikolai Evrafych al mismo tiempo que se le acercaba.

      —Me acompañó Azarbekov, el estudiante, y extravió mí bolso, que contenía quince rublos. Me los había prestado mamá.

      Lloraba de verdad, como una chiquilla. El llanto no sólo había empapado su pañuelo, sino hasta los guantes.

      —¡Qué remedio queda! —suspiró el médico—. Lo ha perdido y así seguirá, eso es definitivo. Cálmate. Necesito que hablemos.

      —No soy una millonaria para tirar el dinero de ese modo. Dice que me lo devolverá, pero sospecho que no lo hará. Como es pobre...

      El marido le indicó que se tranquilizara y se concentrara en lo que le iba a decir, pero ella insistía en mencionar al estudiante y los quince rublos perdidos.

      —Bueno, mañana te doy veinticinco, pero ahora escucha, por favor —dijo él, molesto.

      —Debo cambiarme la ropa —dijo ella llorando—. No puedo hablar formalmente con el abrigo puesto. [Qué raro! Él le quitó el abrigo y los chanclos y, al hacerlo, captó el olor a vino blanco, el vino con el que le gustaba acompañar las ostras (a pesar de su esbeltez comía y bebía mucho). Ella entró en su habitación y regresó con otra ropa, el rostro empolvado y los ojos arrasados de lágrimas. Se sentó y se arrebujó con su amplia y suave bata de noche, entre cuyos pliegues color de rosa el marido sólo podía ver sus cabellos sueltos y un pie delicado dentro de una pantufla.

      —¿De qué quieres hablar? —preguntó ella, mientras se mecía en el sillón.

      —He encontrado esto por casualidad... —dijo el médico y le entregó el telegrama. Ella lo leyó y se encogió de hombros.

      —¿Y qué? —respondió, meciéndose con más rapidez—. Es una simple felicitación de Año Nuevo. Ahí no hay secretos.

      —Te aprovechas de que desconozco el inglés. Sí, no lo comprendo; pero consulté un diccionario. Este es un telegrama de Ris. Brinda por su amada y le manda mil besos. Pero olvidemos esto, dejémoslo —continuó el médico de prisa—. No quiero formular ningún reproche ni dar un espectáculo. Ya hemos tenido bastantes. Es hora de acabar... Escucha lo que te digo: eres libre y puedes vivir donde se te antoje.

      Sólo se percibía el silencio. Ella rompió a llorar.

      —No es necesario que finjas y mientas —agregó Nikolai Evrafych—. Si quieres a ese muchacho, adelante. Si pretendes reunirte con él en otro país, ve allá. Eres joven, estás sana, mientras que yo ya soy un inválido y no viviré mucho tiempo. Bueno, creo que me entiendes. Estaba agitado y no pudo continuar. Olga Dmitrievna, llorando, y con el tono con que se habla cuando se compadece uno de sí mismo, confesó que amaba a Ris, que había paseado con él fuera de la dudad, lo había visitado en su habitación del hotel y que, en efecto, ahora quería ir al extranjero. —Ya comprobaste que no te oculto nada —respondió con un suspiro—. Soy sincera por completo. E insisto en que seas generoso y me des el pasaporte.

      —Ya te dije que eres libre.

      Ella cambió de posición para estar más cerca de él y escudriñar su rostro. No confiaba en él y ahora deseaba leer sus más recónditos pensamientos. No confiaba nunca en nadie y, por nobles que fueran las intenciones de una persona, ella siempre pensaba en motivos ruines y cobardes y propósitos egoístas. Y ahora, cuando examinaba la cara de su marido, éste creyó percibir ea el fondo de su mirada una pálida lucecilla, como la de los ojos de los gatos.

      —Bien, ¿cuándo me entregarás el pasaporte? —preguntó en voz baja.

      Él, sin pensarlo, hubiera querido decir "nunca", pero se contuvo y contestó: —Cuando quieras.

      —Sólo estaré un mes.

      —Te irás con Ris para siempre. Te doy el divorcio, me declaro culpable y Ris puede casarse contigo. —¡Pero yo no quiero el divorcio! ¡En absoluto! —dijo Olga Dmitrievna con viveza y con asombro—. No te pido el divorcio. Dame el pasaporte, eso es todo.

      —Pero, ¿por qué no aceptas el divorcio? —preguntó el médico, que comenzaba a irritarse—. ¡Vaya que eres extraña! Si estás verdaderamente enamorada y él corresponde, lo mejor que pueden hacer es casarse. ¿Se puede dudar entre el casamiento y el adulterio?

      —Vaya, ahora comprendo —replicó ella, alejándose de su marido con un gesto perverso y vengativo—. Te entiendo a la perfección. Te has fastidiado y ahora quieres deshacerte de mí obligándome a divorciarnos. Muchas gracias, no soy una estúpida. No acepto el divorcio y no me separo de ti, ¡no y no! En primer lugar, quiero conservar mi posición social —agregó de prisa como si temiera que la interrumpiera—; en segundo, ya cumplí veintisiete años y Ris sólo tiene veintitrés. Dentro de un año se cansa de mí y me abandona. Y en tercer lugar, no estoy segura de cuánto pueda durar mi enamoramiento... Así que ya lo ves. No me separo de ti.

      —¡Entonces te expulsaré de aquí! —gritó Nikolai Evrafych, pateando con furia—. ¡Te echo, desvergonzada, perdida!

      —¡Eso está por verse! —replicó ella y abandonó la habitación.

      La luz del día se veía en el patio desde hacía un rato. El médico, sentado todavía a