la suegra, su mujer Olga Dmitrievna cuando tenía veinte años, y él mismo, un esposo joven y sonriente. El suegro, muy bien rasurado, rollizo, hidrópico, funcionario astuto y ambicioso; la suegra, voluminosa, de rostro pequeño y rapaz como el de un hurón, que amaba a su hija incondicionalmente y la ayudaba en todo; si la hija asesinara a alguien, la madre no soltaría una sola palabra y ofrecería su falda como el escondite perfecto. Las facciones de Olga Dmitrievna también eran pequeñas y rapaces, pero más expresivas y audaces que las de su madre. No era un hurón, sino una fiera más grande y peligrosa. El propio Nikolai Evrafych aparecía en esta fotografía con cara de buen chico, inocente y tranquilo, sonriendo con torpeza como un seminarista, y bajo la ingenua suposición de que ese grupo de pillos a los que su suerte lo había acercado le daría poesía y felicidad, y que todo lo que había anhelado cuando era estudiante lo expresaba esta canción: "No amar es destruir una vida joven .
Y de nuevo, embelesado, se preguntaba cómo él, hijo de sacerdote, educado en un seminario, hombre sencillo, brusco y sincero, había plegado su voluntad ante esa criatura insustancial, mentirosa, vulgar y perversa, un ser con características tan distintas a la suya propia.
Cuando a las once de la mañana se ponía la chaqueta para acudir al hospital, entró la doncella en la antesala.
—¿Qué desea? —preguntó.
—Me envió la señora a avisarle que se ha levantado y que le envíe los veinticinco rublos que le prometió.
En la oficina de correos
Acababan de enterrar a la joven esposa del viejo administrador de correos, Hattopiertzov. Después del acto acudimos, tal como dicta la tradición, como invitados al banquete funerario. Cuando servían los buñuelos, el viudo estalló en llanto, y comentó:
—Estos buñuelos son tan limpios y rollizos como ella. Todos los comensales coincidieron con esta opinión. En verdad era una mujer toda virtud.
—Sí; todos los que la conocían quedaban admirados —declaró el administrador—. Sin embargo, amigos míos, yo no sólo apreciaba su belleza y su bondad; estas dos virtudes van de la mano con la naturaleza femenina, y por tal razón son bastante frecuentes en este mundo. La amaba por otra faceta de su personalidad: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque me era fiel, aun con su carácter alegre y juguetón. Me guardaba fidelidad a pesar de que tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; era totalmente fiel conmigo, un viejo.
Un sacerdote, que figuraba entre los convidados, parecía bastante incrédulo.
—¿Tanto le asombra a usted? —lo interrogó el jefe de correos.
—No se trata de eso; pero en nuestra época las mujeres jóvenes son un tanto..., entendez vous...?, sauce provenzale... —¿Así que sigue incrédulo? ¡Bien!, le voy a demostrar la certeza de mi declaración. Para ayudarla a mantener su fidelidad yo aplicaba ciertas artes estratégicas o de fortificación, si me permiten expresarlo de ese modo. Gracias a mi sagacidad y mi ingenio, mi mujer no podía serme infiel en modo alguno. Yo usaba toda mi astucia para cuidar la integridad de mi matrimonio. Empleaba unas frases que son como una hechicería. Era suficiente con que las pronunciara. En lo referente a la fidelidad de mi esposa yo dormía tranquilo. —¿Cuáles son esas palabras mágicas? .. —Son muy sencillas. Yo esparcía por el pueblo ciertos rumores. Ustedes mismos los conocen bien. Le contaba a muchos: "Mi mujer, Alona, sostiene relaciones con el jefe de policía, Zran Alexiench Zalijuatski." Y eso bastaba. Nadie se atrevía a acercarse a Alona, por temor al jefe de policía. En cuanto la veían los hombres se alejaban de prisa, pues temían que Zalijuatski pudiera imaginarse algo. Ja, ja!... Se necesitaba estar loco para enredarse con ese diablo. Es asombrosa la diversidad de denuncias que ese policía era capaz de imaginar. Por ejemplo, con sólo ver a tu gato por ahí, te denunciaba por maltratar a los animales.
—¡Cómo! ¿Entonces tu mujer no tenía relaciones con el jefe de policía? —se asombran todos.
—Era un truco mío. ¡Pero me doy cuenta de que todos to creyeron!... ¡Con qué habilidad los engañé a todos!
Después de esta ostentosa declaración todos guardamos silencio durante un buen rato. Nos sentíamos ofendidos de que este viejo gordo y de nariz voluminosa se hubiera burlado de nosotros.
—No te saldrás con la tuya. Espero que te cases otra vez. Te aseguro que no nos volverás a engañar —murmuró alguien.
Veraneantes
Una pareja de recién casados recorría incesantemente el andén del lugar de veraneo. Él la tomaba del talle; ella se estrechaba contra él y ambos se veían felices. A través de los jirones de nubes, la luna parecía mirarlos con el ceño fruncido. Era muy posible que sintiera envidia y despecho por su tediosa y forzosa virginidad. En la quietud del aire se sentía el aroma de las lilas y las acacias. Más allá de las vías, un pájaro cantaba con agudos chillidos.
—¡Estar aquí es magnífico, Sascha! —dijo la recién casada—. ¡Casi podría pensar que estamos soñando! ¡Ese pequeño bosque nos contempla con calidez y cariño! ¡Hasta los postes telegráficos nos cobijan con su firmeza!... Al verlos, Sascha, siento vida en el paisaje y confío en que allá, en alguna parte, hay otras personas, una civilización... ¿No te llega a embelesar el débil ruido de un tren que pasa? —Claro que sí, pero... ¡tus manos están muy calientes! Tal vez es porque tienes muchas preocupaciones. Varia... ¿Qué vamos a cenar hoy?
—Tenemos sopa de verduras y pollo. Un pollo alcanza para los dos; y te traje de la ciudad sardinas y un poco de pescado ahumado.
La luna hizo un guiño cuando se ocultó tras una nube, como si hubiera aspirado rapé. El espectáculo de la felicidad humana le hacía pensar en su soledad..., una especie de lecho solitario más allá de los montes y los valles...
—¡Ya llega el tren! —dijo Varia—. ¡Qué gusto me da!
En el horizonte aparecieron tres ojos brillantes, y el jefe de la estación salió al andén. Las luces de los guardavías se desplazaron de un lado a otro de los rieles.
—Esperemos a que parta este tren y vayámonos a casa —dijo Sascha bostezando—. ¡Apenas puedo creer lo bien que vivimos juntos, Varia!
La oscura silueta del monstruo humeante se arrastró silenciosamente junto al andén y se detuvo. A través de las ventanillas de los vagones, en una especie de penumbra, vieron pasar rostros cansados, sombreros, hombros... —¡Mira! —dijo una voz desde uno de los vagones—. ¡Ahí está Varia! ¡Y su marido!... ¡Vinieron a esperarnos! ¡Vamos con ellos! ¡Vareñka!... ¡Vareñka!... ¡Aquí!
Del vagón salieron dos niñas y se colgaron del cuello de Varia. Después de ellas bajaron una robusta matrona, de edad avanzada, y un caballero, alto y esbelto, de patillas canosas. A continuación, dos muchachos en edad escolar cargando el equipaje; poco después, la institutriz, y, por último, la abuela.
—¡Aquí estamos! ¡Aquí estamos, estimado amigo! —empezó a decir el señor de las patillas, estrechando la mano de Sascha—. Seguramente nos esperaban desde hace mucho tiempo. ¡Me parece verlo, estabas enfurruñado porque tu tío no llegaba! ¡Kolia!... ¡Kostia!... ¡Niña!... ¡Fifa!...
¡Hijos!... ¡Abracen a su primo Sascha!... Todos hemos venido a verlos y a pasar tres o cuatro días con ustedes. ¿Verdad que no es molestia?... ¡Anda, con nosotros no debes mostrarte tan ceremonioso!
El matrimonio estaba verdaderamente aterrado por la inesperada llegada del tío y de toda su familia. Mientras su pariente hablaba y repartía besos, la imaginación de Sascha se desbocaba con el siguiente cuadro: se veía a sí mismo y a su mujer ofreciendo a los invitados sus tres habitaciones, sus muebles y sus mantas.
Veía cómo desaparecían devorados en un segundo el pescado ahumado, las sardinas y la sopa de verduras. Contemplaba a los primos arrancando las flores, derramando la tinta. Imaginaba a la tía hablando todo el día de sus enfermedades (su solitaria y su dolor de estómago) y de que al nacer ostentaba el título