Antonio Pavía Martín-Ambrosio

En el principio... la palabra


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Se encarnó, se hizo Emmanuel, fue despreciado, rechazado y llevado a juicio, ejecutado y, como bien sabemos, resucitó de entre los muertos. Repito, se cumplió al pie de la letra, y, sin embargo, Pablo en su misión apostólica es tal el rechazo y escepticismo que siente ante su predicación del Evangelio, que se ve impulsado a lanzar el mismo interrogante de Isaías:

      ¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian la Buena Noticia! Pero no todos han prestado oídos al Evangelio. Pues Isaías afirma: ¡Señor!, ¿quién ha creído nuestra noticia? (Rom 10,15b-16).

      Abordo el núcleo del título que hemos dado a la introducción de este libro: el crédito de la Palabra. Sí, quiero lanzar una pregunta a los lectores, que me parece esencial para el crecimiento de la fe, ¿qué crédito nos merece la palabra de Dios? En realidad nos estamos interrogando acerca del crédito que nos merece el mismo Dios, pues es inseparable de su Palabra, basta fijarnos en cómo empieza Juan su prólogo:

      En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios ( Jn 1,1).

      Quizá nos parezca extraño, nos cueste creer que Dios quiera hacer tanto por nosotros, por todos los hombres. Israel no es inmune a este escepticismo; como a cualquier mortal, a los israelitas les cuesta enormemente ver más allá de lo que abarcan sus sentidos y sus sentimientos. Recordemos cuando, agobiados por el yugo de Babilonia, se mostraban reacios a dar crédito a sus profetas cuando les anunciaban su pronta liberación; e, incluso cuando esta se lleva a cabo, se dejan llevar por el desánimo cuando les dicen que Jerusalén llegará a recuperar todo su esplendor y superará al que tenía anteriormente. Repito, les cuesta creer estas buenas noticias que Dios pone en la boca de sus profetas. Ante tanta cerrazón, Dios termina anunciándoles por medio de Zacarías que aunque estas buenas noticias les parezcan imposibles, no lo son para Él:

      Así dice el Señor nuestro Dios: «Si ello parece imposible a los ojos del Resto de este pueblo, en aquellos días, ¿también a mis ojos va a ser imposible?» (Zac 8,6).

       Hay que entrar en la nube

      Entramos de lleno en el problema de dar o no crédito a Dios, a su Palabra, a lo que Él hace por todo aquel que en Él espera, al margen de que sea más o menos creíble. Nuestro escepticismo nace de la escasa perspectiva que tenemos de las entrañas compasivas de Dios. Todos sabemos que Juan nos dice que Dios es amor (1Jn 4,8), pero, al igual que Israel, cuando estamos bajo el yugo de la prueba nos es bien difícil creérnoslo. Isaías nos anuncia que lo que Dios hace por los suyos sorprende por completo incluso a los que han aprendido a esperar en Él:

      Nunca se oyó, no se oyó decir, ni se escuchó, ni ojo vio a un Dios, sino a ti, que tal hiciese para el que espera en Él (Is 64,3).

      En este espacio inmenso entre lo que Dios quiere hacer por el hombre y lo que este cree que puede esperar de Él, emerge la grandeza sobrecogedora de la fe. Si nos adentramos en este espacio misterioso del creer, nos daremos cuenta que lo que nosotros consideramos imposible deviene en posible. No estoy hablando de milagrerías ni nada que se le parezca; por otra parte, ¿de qué nos serviría Dios si fuese tan incapaz de afrontar lo imposible como cualquiera de nosotros?

      A la luz de todo lo expuesto abordamos con temblor sagrado, que no es el del miedo sino el de la adoración, aspectos del Prólogo del evangelio de san Juan, texto que algunos consideran la puerta de entrada a la contemplación de la gloria del Hijo de Dios. Gloria reflejada a lo largo de su santo evangelio. Recordemos la feliz intuición al unir la gloria de Dios con el Evangelio de su Hijo «[...] según el Evangelio de la gloria de Dios bienaventurado» (1Tim 1,11).

      Nos acercamos, pues, al Prólogo de Juan como nuevos Moisés en su ascensión al Sinaí. Digo como nuevos Moisés. Como bien sabemos, Jesucristo es la plenitud de Moisés, y nosotros, sus discípulos que participamos de la plenitud de nuestro Señor, también tenemos nuestro Sinaí al que ascender y en el que nos es dado contemplar la gloria de Dios; contemplación que es fruto de la encarnación, como testifica Juan: «La Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria» ( Jn 1,14).

      Subimos, pues, a nuestro Sinaí: el Evangelio de la gracia de Dios. Ascendemos hacia él sintiendo la cercanía de Moisés, uno de nuestros padres en la fe, y nos damos cuenta de que así como se encontró con una nube tenebrosa que se interponía entre él y Dios, lo mismo sucede con nosotros. Oigamos el relato catequético que nos brinda el autor del libro del Éxodo:

      Dijo Yavé a Moisés: Sube hasta mí, al monte [...] y subió Moisés al monte. La nube cubrió el monte. La gloria de Yavé descansó sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió por seis días. Al séptimo día, llamó Yavé a Moisés de en medio de la nube [...]. Moisés entró dentro de la nube y subió al monte (Éx 24,1218).

      Es cierto, tenemos que mirarnos en Moisés porque no hay encuentro con Dios sin nube tenebrosa que se interponga. Al igual que a Moisés, Dios nos invita a subir hacia Él por medio del Evangelio. Hasta ahí nos podría parecer normal, sí, hasta que nos percatamos de la nube que no es que nos corte realmente el paso, pero sí se interpone con la intención de hacernos desistir de nuestra ascensión hacia Dios.

      Estas nubes no son otra cosa que la tentación, todo tipo de pruebas; a veces se nos presentan como algo tan irracional que tenemos que adherirnos con amor a la Palabra y hacer nuestra la pregunta que oímos a Isaías y a Pablo: «¿Quién dio crédito a nuestro anuncio?». Hoy recorremos el Prólogo de Juan con todos nuestros sentidos, con toda nuestra razón y mente, y es cierto que nos parece oír a Juan repitiendo ¿quién da crédito a este anuncio, a este Prólogo del evangelio que el Espíritu Santo susurra a mis oídos?

       Porque el que busca, encuentra

      Si nos detenemos a pensar con calma nos damos cuenta de que en general, unos más otros no tanto, somos dados a creer en los milagros. Quizá experiencias muy personales de cosas extraordinarias que nos han sucedido y en las que hemos visto el aliento de Dios, facilitan la aceptación de hechos extraordinarios y portentosos. Podemos también creer más o menos en las apariciones, aunque la excesiva proliferación de estas en las últimas décadas les puede haber restado credibilidad.

      Ciertamente todo esto entra en el ámbito de lo creíble; pero creer que Dios, el que ha hecho el cosmos con sus millones de galaxias, se haya encarnado en una naturaleza humana sin dejar de ser Dios, eso es una gran nube que cubre y rodea la cima del Sinaí, el lugar de nuestro encuentro con Dios, el Dios vivo. Esa es –repito– la nube y también la madre de otras nubes subsidiarias. La encarnación de Dios da pie al grito por excelencia de la predicación evangélica «¿quién creyó, quién se aviene a creer esta Buena Noticia?».

      A partir de este primer escollo que dificulta que demos crédito a la Palabra, nos encontramos con otros no menores como, por ejemplo, el testimonio de Juan quien, en nombre de los demás apóstoles, proclama que ha contemplado la gloria de Dios, expresión bíblica que indica que es partícipe de ella. Por su parte, el apóstol Pedro escribe que le es dado al hombre participar de la naturaleza del mismo Dios:

      Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y poder, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina (2Pe 1,3-4b).

      En la misma línea nos dice Juan en su Prólogo que a todos aquellos que reciben la Palabra –hablamos de un recibir que implica acoger, abrazarse a ella– esta les da poder para hacerse hijos de Dios, poder para engendrarlos como hijos suyos.

      A estas alturas nos preguntamos si esto que nos dice Juan no traspasa los límites de lo que se puede creer razonablemente; si podemos –repito, razonablemente– dar crédito a la Palabra, no ya a la que nos trasmite Juan, sino, y por extensión, a todo el Evangelio del Hijo de Dios.

      La respuesta no es fácil, pero aun así puedo