Antonio Pavía Martín-Ambrosio

En el principio... la palabra


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también les pareció una locura, pero tuvieron que rendirse a la evidencia, y nos lo dieron a conocer como confesión y testimonio de fe.

       Hijos por su gracia

      A continuación oiremos los testimonios de Juan y también de Pedro. Vamos al de Juan:

      Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! [...] Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (1Jn 3,1-2).

      Por su parte, Pablo testifica que los creyentes hemos sido bendecidos por Dios, elegidos para ser sus hijos, a causa de Jesucristo, conforme a la riqueza de su gracia:

      [...] por cuanto nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo (Ef 1,4-5).

      Santo Tomás de Aquino, inspirándose en este y otros textos semejantes neotestamentarios, nos dice que «la gracia de Jesucristo nos diviniza».

      El hecho es que Jesús confiere a sus discípulos la cercanía y aproximación que tiene con su Padre. Se acercó, llamó a unos hombres concretos «para que –como puntualiza Marcos– estuvieran con él« (Mc 3,13-14a). «Y la Palabra estaba con Dios», y los discípulos de la Palabra hecha carne también por el hecho de estar con el Hijo. Justamente por llegarse junto al Hijo de Dios, utilizando la expresión de Jeremías, y desde la confianza, la sabiduría y la fuerza recibida por el Señor y Maestro, revestidos del Espíritu Santo, pudieron jugarse la vida por él y por su Evangelio. Como vemos, el cumplimiento de la profecía de Jeremías alcanza no solo al Señor Jesús sino también a los suyos.

      Por supuesto que, como todo judío, los apóstoles conocían las profecías de Jeremías, pero, como ocurre normalmente en estos casos, nunca les dio por pensar que les alcanzara a ellos. El Señor se lo había recordado como parte esencial de su llamada-misión:

      [...] quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? (Mc 8,35-36).

      Nos imaginamos a estos hombres asombrándose de la sabiduría y buen hablar de su Maestro pero sin moverse un milímetro de su tesis: no hay duda de que estas palabras de Jesús no van con nosotros. Efectivamente, una cosa era seguir a Jesús, y otra hacerle caso en todas y cada una de sus palabras. No sabían estos pobres discípulos que su Señor les estaba ofreciendo una promesa que se haría efectiva en su entrega de la vida por ellos.

      Lo entendieron cuando su impotencia ató sus corazones a la realidad: en su arresto, juicio y condena a muerte no fueron ni mejores ni más generosos que el resto de Israel. Solo a la luz del Espíritu Santo recibido fueron entendiendo gradualmente que el seguimiento era la forma de estar con el Hijo de Dios, y que podían seguir sus pasos porque estaba con ellos en su andadura.

      Fue entonces cuando comprendieron que eran hijos de la Palabra y que, por medio de la misma, se cumplía en cada uno de ellos la revelación que el Espíritu Santo había hecho a Juan: «[...] y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios». Se sabían en Dios por medio de su Señor y Maestro porque su Palabra acogida se había adueñado de ellos hasta el punto de «recibir el poder de llegar a ser hijos de Dios» ( Jn 1,12). De ello hablaremos en profundidad y con detenimiento cuando, si Dios quiere, interpretemos catequéticamente este versículo del Prólogo. A estas alturas solo me queda añadir la felicísima definición que hace Pablo del Evangelio de Jesús, lo llama «el Evangelio de la gracia» (He 20,24).

      Solo así, entendido como gracia y promesa, puede el hombre, todo hombre, por supuesto también nosotros, pasar del primer escepticismo de los apóstoles –recordemos: «estas palabras de Jesús no van con nosotros»a abrazarnos a ellas con el gozo del Espíritu Santo como los creyentes de Tesalónica, los que acogieron la predicación de Pablo:

      Por vuestra parte, os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones (1Tes 1,6).

      2

      Vosotros estáis conmigo

      Ella estaba en el principio con Dios ( Jn 1,2).

      Pasamos ahora a enlazar catequéticamente el hecho de que la Palabra está en el principio, es decir, antes de los siglos en Dios, con la nueva creación del hombre en Jesucristo de la que nos habla el apóstol Pablo:

      El que está en Cristo, es una nueva creación (2Cor 5,17a).

      Sirviéndonos de la analogía, podemos decir que Dios crea a sus hijos por medio de la Palabra ( Jn 1,12) en una dimensión atemporal; por eso, creados por la Palabra eterna, sus hijos llevan en sí el sello eterno. Nos atrevemos a afirmar entonces que en este sentido Jesús les dice a sus discípulos que están con él desde el principio ( Jn 15,26-27). Se trata de la nueva creación, de la nueva dimensión del tiempo proyectada por el Eterno a lo eterno. Así son los hijos de Dios desde el principio por su nueva creación.

      Sin embargo, a todo corazón y mente moralista, como son los nuestros, les asalta una duda ante lo que Jesús les dice a sus discípulos. Recordemos que está hablando en el contexto de la Última Cena, con lo que ello supone de incertidumbres y temores que ya conocemos. Jesús les dice también:

      Mirad que llega la hora en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo ( Jn 16,32a).

      Repito, es nuestra inclinación moralista la que hace aflorar la duda, el interrogante. ¿Cómo puede Jesús decir a estos hombres «estáis conmigo», expresión que indica adhesión y fidelidad, para añadir más adelante «os dispersaréis y me dejaréis solo, me abandonaréis a mi suerte»? ¿Estamos ante una contradicción de Jesús o será que su forma de pensar y juzgar, así como la de su Padre, está a años luz de la nuestra? (Is 55,8-9).

      Nos encontramos, pues, ante una contradicción que se agudiza si nos hacemos eco de estas otras palabras dichas por el Hijo de Dios a sus discípulos, también a lo largo de la Última Cena y recogidas por Lucas:

      Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas (Lc 22,28).

      Si anteriormente nos asaltó la duda, ahora nos quedamos realmente perplejos. En el mismo ambiente tenso dada la inminencia de su huida y abandono al que siempre han llamado Maestro y Señor, este les elogia por haber perseverado-permanecido con él en sus pruebas.

      Es evidente que el juicio y alcance de la mirada de Jesús es bastante diferente al de los nuestros. Él, que les ha llamado, sabe perfectamente hasta dónde podían llegar haciendo acopio de amores, adhesiones y generosidades; y hasta ahí llegaron, hasta las líneas rojas que daban paso a su pasión. Líneas rojas que solamente les será posible traspasar por la fuerza del Espíritu Santo enviado por el Hijo de Dios, una vez vencido el estigma y el abismo infranqueable de la muerte.

      El caso es que hasta darse de bruces con el dique de las líneas rojas, los apóstoles hicieron suyas, al menos en parte, las afrentas con las que afrentaron a Jesucristo como había sido profetizado (Sal 69,10). Es cierto, le amaban y le eran fieles hasta donde llegaban sus fuerzas, y Jesús no les pedía más. Dieron pruebas de su amor no solo cuando fueron testigos de sus milagros, sino también cuando ante sus ojos fue rechazado, insultado, despreciado, etc. Recordemos que fue tachado de ignorante, loco, embaucador, blasfemo, y aun así seguían con él. Por eso les dijo «habéis estado conmigo en mis pruebas».

       Fidelidad que abre puertas

      Jesús entró solo con su Padre en la muerte. Resucitado, absorbió las líneas rojas que impedían a sus discípulos perseverar en su seguimiento.