Ana de Andrés

Shine


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alrededor del centro en el escaso tiempo que nos dejaron salir sin escolta el fin de semana antes de comenzar el taller.

      En este entorno, trabajando enferma, sin materiales y con una sala llena de «miuras», nos pareció –mi colega era un antropólogo norteamericano por cuya compañía y experiencia aún sigo dando gracias– que nuestra única contribución posible era ponernos al servicio del grupo y rediseñar el programa y las actividades para hacerle justicia. El objetivo básico se convirtió en tratar de crear una experiencia de presencia y cuidado, un espacio para parar, reflexionar y recobrar fuerzas para poder así después seguir adelante desde un mejor lugar.

      Fue una semana intensa en todos los sentidos, donde hubo muchos momentos de presencia individual y colectiva, algunos amables y otros muy duros, y poco tiempo para conversaciones o preguntas «de diseño». Mantener mi presencia y la apertura de espíritu, mente y corazón me requirió un gran esfuerzo, porque me sentía muy vulnerable, pero al mismo tiempo fue extrañamente sencillo porque era la única actitud posible con un grupo semejante.

      El momento más poderoso de toda la semana fue el jueves por la tarde. Según lo previsto en la agenda, teníamos que dedicar un tiempo a hablar sobre los efectos del estrés en nuestras vidas y sobre diversas formas de gestionarlo y combatirlo. Estaba previsto también que compartiera un análisis teórico sobre el tema adaptado a grupos de personas en situaciones parecidas a las de quienes estaban en la sala y una serie de herramientas para aprender a detectarlo e impedir que se hiciera con lo mejor de nosotros. Y, sin embargo, de pronto, todo mi material, pulcramente preparado con la colaboración de diversos expertos y cuidadosamente revisado, me pareció tan irrelevante, tan inadecuado, tan anodino para la conversación que el grupo y el instante merecían… que tomé la decisión, o más bien permití que «la decisión me tomara», de hacer algo totalmente diferente.

      Lo que hicimos fue un Wonder Wall (o «Muro de las Maravillas»), que primero visualicé en imágenes como versión reinterpretada –y desde luego opuesta en sus objetivos– del Muro de las Lamentaciones en Jerusalén, algo que nunca habíamos hecho y que concebimos sobre la marcha. Para construirlo solo necesitábamos una pared libre y unos cuantos paquetes de post–its, que conseguí de uno de aquellos señores vestidos de verde que se apiadó de mí. Lo que les pedimos fue que se prepararan para compartir las dos o tres tácticas, recursos o herramientas clave que utilizaban en su día a día para mantener su presencia, lidiar con su estrés y seguir disponibles y esperanzados a pesar de la dureza de la situación en la que vivían. Después entregué tres post–its a cada persona para poder compartirlos.

      Y entonces comenzó uno de los desfiles más hermosos que he visto en mi vida. Uno por uno, aquellos señores (y las dos señoras) vestidos con trajes de camuflaje salieron a escena a hablar de sus miedos, su dolor y su soledad… pero también de las maravillas que cada uno tenía en su caja de herramientas para mantener su presencia en condiciones que invitaban imperiosamente a la ausencia, a anestesiarse para responder a la necesidad, tan humana, de huir del sufrimiento. Se habló de espiritualidad, meditación, contemplación, oración, canto… pero también de música, baile, deporte, libros, cine, juegos, buenos vinos, conversaciones poderosas, abrazos o charlas en remoto con sus familias, especialmente con sus mujeres y sus hijos, muchos de ellos aún pequeños. Lloramos, reímos, callamos, sentimos, sufrimos, gozamos…

      En la sala había personas de muy diferentes etnias, razas, religiones, edades y disposiciones, de lo más ortodoxo a lo más heterodoxo, pero durante esas casi tres horas de silencio, solo roto por las intervenciones de cada uno de nosotros, fuimos un solo ser humano vibrando profundamente en esa presencia colectiva. A mí me cambiaron para siempre y me hicieron creer más aún en el potencial del ser humano y en nuestro poder de ponernos, sin barreras, sin miedo y sin expectativas, a disposición de la vida.

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