distintivo de los liderazgos capaces de transformar sus entornos. Por tanto, si queremos merecer y ejercer por derecho propio papeles de liderazgo tenemos que fabricar el tiempo para cultivar presencia y gravitas. Ambas requieren de mucha disciplina personal, más y más a medida que aumenta el grado de complejidad de los desafíos. Son también el sustrato donde surge la magia y florece la verdadera contribución de los grandes, porque más allá de eso, como solía decir un CEO con el que trabajé, «lo demás es carpintería», por mucho trabajo diligente que esa carpintería requiera.
Esta presencia tiene asimismo una connotación muy literal: se trata de hacerla aparente, cuidando nuestro «continente» y la impresión que provocamos en el otro –que ojalá sea de calma y solidez, en lugar de aparecer desbordados o a punto de desbordarnos buena parte del tiempo–, si queremos transmitir la sensación de estar atentos, en un solo sitio a la vez y «completos». Confieso que este es un tema en el que me ha tocado trabajar a menudo con mis directivas, que a menudo no se ponen a sí mismas por delante en su lista de prioridades y con algunos, aunque menos, de mis directivos.
Esta presencia se transparenta en nuestro rostro, en nuestra postura y en nuestro cuerpo, pero también en nuestro discurso, en su temática, en nuestro tono, en nuestras «formas» y en nuestra capacidad para no pretendernos multitarea22, concentrar nuestra atención en ser, vivir cómodamente en los silencios para poder crear y compartir espacios de creatividad. Suele ir unida además a la capacidad para ir más allá de lo obvio y para escuchar profundamente, una habilidad tan fundamental en especial en los momentos más difíciles.
Sin embargo, este rasgo está, paradójicamente, bastante ausente en nuestras instancias de poder. Creo que coincidiréis conmigo en que una vez se llega arriba, la cosa debería dejar de ir de demostrar constantemente cuánto hemos trabajado y trabajamos para merecer estar ahí para tratar más bien de descubrir e impulsar dinámicas productivas, de entender cuál es el juego y quiénes los jugadores, y de comportarse como alguien que está en esa mesa por derecho propio. Eso permitiría que nuestros órganos de decisión y gobernanza lo fueran de verdad, que pudieran darse encuentros «entre adultos» más allá de las tan habituales posiciones defensivas y que fueran posibles el pensamiento y el diálogo incrementales, tan necesarios en esos momentos.
La gestión de las emociones
El cultivo de nuestra presencia es también clave para salir del mundo líquido de las emociones, que, aunque tan reales cuando las vivimos, a menudo tienen la cualidad de hacernos entrar en ebullición para enfriarse después. Existe un detallado cuerpo teórico desarrollado por expertos en la materia sobre las emociones y su espacio en los equipos y en las organizaciones23, así que no me voy a detener en el tema. Sí puedo decir que el autoconocimiento, la conexión –ojalá sabia y madura– con las propias emociones y el gestionarlas con cierto arte son requisito previo para alcanzar y conservar la lucidez necesaria. De hecho, el consejo de los sabios es no intentar huir de las emociones fuertes, sino aprovechar la oportunidad que representan para ir hacia ellas, profundizar en nuestro entendimiento y fortalecernos.24
En torno a este tema, una de las conclusiones de mi trabajo con personas de diferentes culturas es precisamente que en la forma y el grado de expresión de las emociones sí existen diferencias sustanciales basadas, al menos en parte, en la cultura de la que procedemos y en las reglas que esa cultura plantea. Esas reglas, con respecto, sobre todo, a la aceptación y expresión de las emociones promovidas por culturas distintas son campo abonado para el desencuentro. Ampliar el registro que nos es natural de comprensión y expresión de las emociones es por tanto necesario para hacer posible una coexistencia más armoniosa con uno mismo y con los otros.
Aún recuerdo el empeño que ponía un general hindú, extremadamente formal y exquisitamente caballeroso, al descubrir por primera vez los rudimentos básicos del mundo de las emociones, en desarrollar su propio kit de supervivencia para principiantes. Su descubrimiento le llevó, entre otras cosas, a demostrar a los miembros de su equipo el valor que tenían para él, haciendo cosas tan radicales como por ejemplo organizar encuentros informales para contrarrestar la soledad y las duras condiciones en el país en guerra en el que trabajaban. Todavía me enternece su fascinación al descubrir la eficacia de estos encuentros como estrategia para resolver problemas antes de que escalaran. También su empeño en organizarlos superando su incomodidad para intimar e incluso su falta de vocabulario para mantener conversaciones fuera de lo estrictamente profesional. Recuerdo igualmente el asombro de un experto asesor político sudanés, que justo en el otro lado del espectro entendió que lo abrupto y falto de empatía de su estilo de liderazgo era un elemento paralizador para sus subordinados, y que algunos incluso lo vivían como acoso.
Estado de gracia o «flow»
Una externalidad positiva de esa presencia es precisamente el poder dar un paso atrás, para traer a la conciencia lo que a menudo es inconsciente y desarrollar una capacidad de observación profunda de nosotros mismos que nada tiene que ver con la tan extendida corriente de auto–referenciamiento25 que vivimos. Solo desarrollando la cualidad contraria, es decir, la propriocepción26 de la que hablaba David Bohm, lograremos que el observador que está dentro de nosotros pueda dictarnos nuestro comportamiento para permitirnos una reacción consciente, proporcionada, efectiva y en el instante, en lugar de abandonarnos a la suerte de nuestros juicios, hábitos o emociones… y de nuestro pasado. Un observador como el de esos pocos seres cuya presencia constituye en sí misma una enseñanza, que han aprendido a vivir más allá de la constante oscilación entre confusión y claridad que es nuestra vida y que después de años de trabajo parecen vivir en una especie de estado de gracia.
Desde este estado de gracia (flow, o fluir, para aquellos a quienes os resulte más cercano este concepto)27, nuestra presencia y nuestras acciones tienen la capacidad de ser realmente transformadoras y podemos parar el tiempo y el espacio, y hacérselo sentir a los que tenemos cerca. Este estado de gracia lo hemos vivido todos individualmente en algún instante, aunque haya sido por un corto espacio de tiempo, y seguramente en algún momento y en algún lugar también de forma colectiva. Son esos momentos de cruce de umbral, que de alguna forma grande o pequeña nos transforman para siempre y nos permiten darle la vuelta a situaciones, proyectos, equipos, organizaciones… y a nuestras vidas. Esos momentos de presencia individual o colectiva, de presencing28, nos cambian y lo cambian todo, y hacen que merezca la pena todo lo que viene después, incluyendo el trabajo duro, las frustraciones, la inseguridad, los fracasos y las decepciones.
Conectar con esa presencia a voluntad requiere mucho trabajo personal y una relación sana con nosotros mismos, con nuestras fortalezas y con nuestras limitaciones. No hacerlo, o descruzar el umbral una vez atravesado, por miedo, ignorancia o desidia, nos hace vivir en lo que, si somos sinceros con nosotros mismos, sentimos como fracaso personal, que gestionamos de cara al exterior mediante una dosis más o menos elevadas de cinismo e hipocresía. El castigo ineludible de esa traición es una vida más o menos inocua, en la que nunca podremos desarrollar del todo nuestro potencial. Por eso intento trabajar con jóvenes, especialmente con los que tienen la vocación de dedicarse al servicio público, para que puedan ahorrarse parte del tiempo malgastado persiguiendo vidas inocuas. La externalidad positiva es que la reflexión permanente a la que me fuerzan con su todavía «sabia inocencia» me mantiene conectada con mi propia presencia.
Esta sensación de fluir, ese saber que todo es posible si así lo decidimos y que hay orden al otro lado del caos, es un punto de inflexión. Aprender a vivir desde ahí y apreciar las promesas de este estado, actuando desde esa sabia inocencia y volviendo a ella a nuestro antojo, es un arma poderosa. Ese fluir del que hablo no solo nos lleva a ser extremadamente conscientes, sino que nos impide permanecer en situaciones de adormecimiento (laisser aller o ausencia, en palabras de Otto Scharme29), o dedicarnos «a ver series» mientras la vida transcurre en paralelo. Este fluir es también el único lugar desde el cual son posibles las auténticas transformaciones.
Un momento de pura presencia, de puro fluir, que guardo entre mis mejores recuerdos, lo viví con el consejero delegado y con el director general de una gran multinacional española. El consejero delegado nos recibió a los dos en su lugar del Olimpo para la conversación de lo que en coaching llamamos «encargo», en la que estaba previsto que coachee, supervisor