Lorel Manzano

Los quebrantahuesos


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gusto, ni a palos ni con el cincho o la cuarta de la yegua. Agradecía a Dios que la ahijada fuera feyesita, si no quién sabe a qué vicios se hubiera entregado con los salvajes. Bien pron­to le notó la torcedura: primero la fealdad, luego un carácter de mula, golpeadora y vengativa y mentirosa y burlona como chacal.

      Justamente la lengua ágil, que no dejaba de agitarse ni durante la risa, había encandilado a los borrachos eternos. Hasta la respiración perdían cuando la señorita Garbancera hacía sus retratos de la patrona fifíe enseñando a sus inditos a pronunciar Les fleurs du mal. Se mofaba de los serviles, hacen­dados, milicos, jueces; del dictador heroico, necio en enterrar a las cabezas prietas que aún poblaban el moderno rancho na­cional. La escuchaban mirando al suelo. Sonreían con lentitud. Asentían. Luego estallaban en carcajadas y se ruborizaban si los adulaba con aquello de usté tiene un esqueletito muy ale­gre. Se ponían tan contentos si la infeliz se estrellaba la cabeza contra el empedrado cuando el pulque la rendía al dolor de la orfandad. También, a veces la fraternidad del pulque termina­ba en salvajes enfrentamientos: la Garbancera les amargaba la vida si hablaba de la muerte.

      La noticia del crimen había llegado primero a las pul­querías, y aunque ahí se derramaron las primeras lágrimas, los teporochos no se pusieron de acuerdo en quiénes debían sumarse a la peregrinación sino hasta que el gentío estaba en pleno. Al verlos subir agarrados de la mano, medrosos, tembeleques a causa de la abstinencia que el camino les había impuesto, y con los ojos quebrados por un sol que la oscuridad de la pulquería les había hecho olvidar, estalló la algarabía en la bola. Hasta muerta la Garbancera atraía a sus teporochos como las frutas a las mosquitas.

      A esa la fusilaron porque de una mordida le arrancó tres dedos a un pobre cura. La muy garbancera acusaba al hombre de Dios de cabalgar los lunes por la noche a una trenzudita, contó repetidas veces un escribano primerizo de los portales. Lo había contratado para escribir su teoría sobre los huesos y, como era analfabeta, le dictaba sus observaciones. Cerraron el trato en una gallina ponedora por mes. Hacían el dictado du­rante la misa dominical, en los portales sin gente ni gritos de la vendimia. La señorita Garbancera hablaba con lentitud y el joven no podía escribir sino hasta la tercera repetición, cuando la oración ya no tenía errores. Al final, la calavera examinaba las hojas como si las leyera. No pocas veces le pidió al joven transcribirlas de nuevo, le parecían faltas la tinta muy recarga­da en esta palabra, el gancho muy jorobado de la otra. Hablaba mucho. Largo. De sus reflexiones, de lo que sus cuencas ha­bían visto al atravesar el país. De la infancia, cuando descubrió que en ella se hacía la voluntad de los huesos. Su esqueleto era grande y sólido y bueno para montar a crin y correr y brin­car las piedras del río y recorrer grandes distancias. Cuando el crecimiento llegó a su fin, era alta, huesuda, maciza. Tendía a la reflexión, a la escritura. Los textos se los llevó. A las gallinas con sus huevos nunca las vi, se quejaba el joven rencoroso.

      Quienes acudieron a socorrer al cura contaron más tarde que al hombre de Dios la Garbancera le había arrancado de una mordida los dedos más regordetes para robarle una bolsita de oro. La acribillaron a toletazos. Algunos atestiguaron que los gendarmes movilizaron pies y toletes tras los huesos de la desgraciada, y al darle alcance ni pío la dejaron decir. Pero había quienes sabían de buena fuente que la habían fusilado, pues más de una vez, durante la distribución de hojas volan­te, la Garbancera armó tales escándalos que la bola se lanzó a saquear las tiendas de ultramarinos. ¡Cabezas prietas! ¡Por eso el viejo no las quiere!, gritaba la huesuda. ¡Mil de ustedes no valen un solo francés!, se desgañitaba. Reía salvaje y en sus cuencas el caos aquel era de alegres calaveras.

      Alguna vez, sin nadie que dijera esta boca es mía, comen­zó a circular una versión demoniaca: Habían colgado a la Gar­bancera con otros bandidos, pero a la hora del sol más bravo, se tendió la silueta de una mujer en el piso, se elevó entre las ramas del árbol y con un machete de sombras cortó la soga de donde pendía el esqueleto de la señorita, dijo con permiso y se fue. Muchos se santiguaron, otros extraviaron la mirada en los cadáveres de los bandidos ligeramente bamboleados por el viento.

      Era de mala sangre, decían. Pero la señorita Garbancera se mofaba de quienes tanto valoraban la sangre, cuando la vida misma residía en los huesos. De ahí su desprecio a los hom­bres que ahogaban sus esqueletos bajo tremendas carnes, de las mujeres con cuerpo de gallina: buche grande, patas flacas. De sus iguales se burlaba aún más. ¡Garbanceras!, les grita­ba. Todas chirgas de maltragadas imitando a las mademoiselles con las panzas gorgoreándoles. No aceptaba los refinamientos, pero un buen día, después de que los empulcados la habían llorado y olvidado, se apareció hecha un primor. Un sombrero con plumas irreales de tan hermosas le embellecía el cráneo y un vestido de encaje con moños y listones resaltaba tanto la narizota como el talle infinito. Llevaba una bolsita de monedas y un ave de tierra lejana en el hombro. No faltó quien la consi­derara un espectro ni quien se hincara a rezar. ¡Habladurías de teporochos!, exclamó alegremente la Garbancera, repartiendo oro entre los suyos. Entonces contó que se había fugado con tres dedos gordos entre los dientes para hacer justicia a una criaturita. Según ella, huyó con unos disidentes del famosísi­mo Circo Teatro Orrín.

      La Garbancera murió fusilada, dijeron unos empulcados que presenciaron cuando los guardianes de la paz la arrastra­ron al paredón. Se necesitaron nueve hombres, decía un viejo limosnero agitando las dos manos en el aire. Era fuerte como un animal. No cedía. Lucha que también excitó a los mucha­chos en el uso de riatas y toletes. El sonido de sus huesos al­borotadores era insoportable para la patria. Dios nos guarde, decía la madrina a quien tuviera la paciencia para escuchar la repetición del descubrimiento fatal: una santa mañana, al salir de misa, la vio en el portal de los escribanos. Ahí estaba muy alegre, bien sentadita mirando al piso dizque pensando. Desde entonces se le enfiebró el riñón a la madrina, sufría hasta de vértigos cuando rezaba, luego los calambres del hígado, los ahogos nocturnos, sumados a otros males igual de recalcitran­tes que hallaban gravedad con el solo recuerdo de la Garban­cera.

      Los empulcados sí la querían. Entre hipos y con sus tecomates en alto brindaban en honor a su quijada monumental, a la voz tersa con que entonaba corridos y fandangos. Cómo los alegraba. Hasta dormidos la escuchaban; siempre volvían a la vigilia con espíritu renovado. A veces, después de mucho parlotear, ella también caía en el sopor. Se tumbaba en la mesa, despuntaba un sueño breve y abría los ojos para repetir sus his­torias. Recordaba a un hombre tendido en el camino. Llevaba tiempo muerto, pero de su cuerpo no brotaban gusanos sino mosquitas de fruta. Sobrevolaban una mezcolanza de mangos con flores violetas que le florecían en el estómago, atravesado por dos tiros. Un cadáver irreal de tan precioso que los artis­tas, apasionados por la Garbancera, no lograron representar aunque muchas veces se los describió. Un grabador la quiso bien. Ella lo señalaba en una foto medio fantasmal de tan aca­riciada. Un panzón entrado en años y un chico al lado de un sombrerudo posaban en la entrada del taller. Los teporochos no le creían, pero la sola idea despertaba las más extravagan­tes imágenes. Según la Garbancera, paseó su esquelética figura para inspiración del grabador entre carteles de toros, de tea­tro, de circo; y mientras posaba, se entretenía con las ilustra­ciones de las cajetillas de cerillos, cuentos infantiles, silabarios y novenarios en el miserable cuartucho con cartones pegados en las ventanas a modo de cristales. Nada podía leer con sus ojos analfabetos, pero de todo se daba idea para hermosear sus meditaciones en torno a los huesos.

      Como ella misma contó, se fue con los del circo, pero en un trueque misterioso pasó a manos de un frenólogo instruido por un discípulo directo del mismísimo Dr. Franz Gall. En un suspiro, la señorita Garbancera se vio fregando pisos, va­ciando letrinas, alimentando caballos. Las faenas las realizaba después del mediodía, pues por las mañanas unos discípulos del discípulo acudían a la mansión para analizar en conjun­to las protuberancias craneales de la calavera. Todo lo hacía sin desatender las exigencias de la señora: por las tardes los criados debían reunirse en la cocina para escuchar la lectura en voz alta que la frau fifíe llamaba recital. Prendían las ocho patas de la araña con velas aromáticas como hacían en los vie­jos tiempos, cerraban las ventanas bajo la orden de impedir la entrada de cualquier mal aire. Cocidos o no, los estofados se quedaban sin flama para que los borboteos no interrumpieran una voz atravesada por grandes penas a la hora de acomodarse a la lengua alemana. La señora deseaba sorprender con una