Lorel Manzano

Los quebrantahuesos


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del pueblo, por las ruedas de los carros sobre el empedrado, o por el canto de los grillos. ¡Algún día esta nación atrasada e ignorante va a dejar su gustito por los cuetes!, sentenció la señora en repetidas oca­siones, tambaleante de anís.

      Total que los discípulos del discípulo contrataron a dos o tres estudiantes de San Carlos para ilustrar el cráneo de la Garbancera con primorosas miniaturas en azules, rojos y do­rados: dos hombres golpeándose, la violencia; señoritas abra­zadas, la amistad, la sociabilidad; mujer orando, la devoción; mesa de viandas, la gula. Pruebas irrefutables del lugar exacto de las facultades cerebrales del hombre. Y de los vicios. Aspec­to por demás interesante para deleite de la comunidad cientí­fica que comenzaba a engendrarse en un país joven, amante de las ciencias, los avances, la enseñanza. La peregrinación no cesaba y, como se había debilitado el sol, la gente se animaba más, incluso hubo unos rebeldes que bajando el cerro del Peñón, le dieron la vuelta para volver a subir. Dicen que ahí comenzó el disturbio: quienes estaban arriba no querían bajar porque los vivales estaban dobletean­do. Los gendarmes no se dieron cuenta y ya nada pudieron ha­cer cuando la bola los rodeó. Los ojos iban del cadáver al suelo como buscando la silueta de una mujer que se levantaría con su machete de sombras para cortar la soga. Cuando sobrevino esa luminosidad intensa del último momento del día, cayeron unas aves sobre la señorita Garbancera y en un pestañeo le arrancaron la cabeza, una mano, el brazo entero. Entonces la gente se arrojó brutal sobre los garroteros, y atacaron con pie­dras y puños de tierra a las aves de torso azulado. Unas mujeres cubrieron el resto del cuerpo con zarapes, un rebozo luto de aroma, y a toda prisa seis hombres la bajaron del Peñón. Dicen que la gente desvariaba: la señorita Garbancera se había muer­to tantas veces como para morirse de veras.

      Moscas de fruta

      Bajo una jacaranda y sobre una mesa enana descansaban una canasta de mangos de Manila y una pistola calibre 45. El sol vertical de las tres de la tarde festoneaba de sombras al arma, los mangos, los platos recién traídos. Paula llamó a su marido y a sus hijos a la mesa. Agitando el trapo de cocina en el aire, les advirtió que si no le hacían caso iban a llegar las moscas. Nadie hizo caso: los gemelos corrían desgañitados al­rededor del padre, del columpio casi terminado. Al notar que algo faltaba en la mesa, Paula fue a la cocina. Encima de los mangos comenzaron a agitar las mosquitas el polvo de sus alas. Cada una sobrevolaba su mango. ¿Por qué las frutas llevan sus moscas a todas partes?

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