conciencia de sí mismo.
Al tomar conciencia de sí mismo, el hombre comenzó a sentirse solitario, como expulsado de la familia, que era aquella unidad original con la Vida. Aun cuando forma parte de la creación, el hombre está, de hecho, aparte de la creación. Comparte la creación, junto a los demás seres –pero no con ellos– como si la creación fuese un hogar, pero, al mismo tiempo, se siente fuera del hogar. Desterrado y solitario.
Y no solamente se siente fuera de la creación, sino también por encima de la misma. Se siente superior –y, por consiguiente, en cierto sentido enemigo– a las criaturas, porque las domina y las utiliza. Se siente señor, pero es un señor desterrado, sin hogar ni patria.
Al tener conciencia de sí mismo, el hombre toma en cuenta y mide sus propias limitaciones, sus impotencias y posibilidades. Esta conciencia de su limitación perturba su paz interior, la gozosa armonía en la que viven los seres que están más abajo en la escala vital.
Al comparar las posibilidades con las impotencias, el hombre comienza a sentirse angustiado. La angustia lo sume en la frustración. La frustración lo lanza a un eterno caminar, a la conquista de nuevas rutas y nuevas fronteras.
«La razón –dice Fromm– es para el hombre, al mismo tiempo, su bendición y su maldición»[2].
3. Solidaridad
Esencialmente relación
Desde las profundidades de su conciencia de finitud e indigencia, surge en el hombre, explosiva e inevitable, la necesidad y el deseo de relación. Si, en hipótesis, imagináramos un hombre literalmente solo en una selva infinita, su existencia sería un círculo infernal que lo llevaría a la locura, o el tal sujeto regresaría a las etapas prehumanas de la escala vital.
Al perder el vínculo instintivo que lo ligaba vitalmente a las entrañas de la creación, emergió en el hombre la conciencia de sí mismo. Entonces se encontró solo, indigente, desterrado del paraíso, destinado a la muerte, consciente de sus limitaciones. ¿Cómo salvarse de esa cárcel? Con una salida. La necesidad de relación deriva de la esencia y conciencia de ser hombres.
Al tomar conciencia de sí mismo, nacen en la persona dos vertientes de vida: ser él mismo y ser para el otro. La única salvación, repetimos, es la salida (relación) hacia los demás. Hablamos de «salida» porque, cuando la persona se autoposee, toma conciencia de sí misma, se siente como encerrada en un círculo. Habría otras «salidas» para liberarse de ese temible círculo: la locura, la embriaguez –que es una locura momentánea– y el suicidio. Pero estas «salidas» no salvan sino que destruyen. Son alienación.
Si ser soledad (interioridad, mismidad) es constitutivo de la persona, también lo es, y en la misma medida, ser relación. Es, pues, el hombre un ser constitutivamente abierto, esencialmente referido a otras personas: establece con los demás una interacción, se entrelaza con ellos y se forma un nosotros: la comunidad.
* * *
Los demás tienen también su «yo» diferenciado, inefable e incomunicable. Los demás son también misterio. Yo tengo que ver en ellos su «yo»; ellos tienen que ver en mí mi «yo». Los demás no son, pues, el «otro», sino un «tú». Yo no debo ser «cosa» para ellos, ni ellos tienen que ser «objeto» para mí.
Del hecho de que los demás sean un «tú» –por consiguiente, un misterio sagrado– surgen las graves obligaciones fraternas, sobre todo ese decisivo juego apertura-acogida, y también aquellos dos verbos que san Francisco utiliza, cuando habla de relaciones fraternas: respetarse y reverenciarse. ¡Qué formidable programa de vida fraterna: reverenciar el misterio del hermano!
Dicen que la persona hace la comunidad y que la comunidad hace la persona. Por eso mismo, yo no encuentro contraposición entre persona y comunidad. Cuanto más persona se es, en la doble dinámica de su naturaleza, la comunidad irá enriqueciéndose. Y en la medida en que la comunidad crece, se enriquece la persona como tal. Ambas realidades –persona y comunidad– no se oponen, pues, sino que se condicionan y se complementan.
* * *
En este juego de apertura-acogida, yo tengo que ser simultáneamente oposición e integración en mi relación con un «tú». Me explicaré. En una buena relación tiene que haber, en primer lugar, una oposición, es decir, una diferenciación: tengo que relacionarme siendo yo mismo. De otra manera, habría una absorción o fusión, lo que equivaldría a una verdadera simbiosis, y eso a su vez constituiría la anulación del «yo».
Cuando la relación entre dos sujetos se establece en forma de absorción, ya estamos metidos en un cuadro patológico: se trata de una enfermedad por la que los dos sujetos se sienten felices (subjetivamente realizados), el uno dominando y el otro siendo dominado. En los dos queda absorbida y anulada la individualidad. Y esto ocurre mucho más frecuentemente de lo que parece.
En la verdadera relación tiene que haber integración de dos integridades y no absorción. Tiene que haber unión, no identificación, porque en toda identificación cada uno pierde su identidad. En la absorción se da un desdichado juego de pertenencia y posesión. Ambos sujetos son dependientes. Ninguno de los dos puede vivir sin el otro.
Los dos tratan de escaparse del aislamiento, el uno haciendo del otro una parte de sí mismo y el otro haciéndose pertenencia. Persona madura es aquella que no domina ni se deja dominar. Y esta clase de personas no maduras puede asumir, alternada y casi indistintamente, la función de ser dominados o de dominar. Renuncian a su libertad para instrumentalizar o para ser instrumentos de alguien.
Ser relación significa, pues, tendencia, apertura o movimiento hacia un «tú», pero salvaguardando mi integridad, siendo yo mismo. Como dice Fromm, esta relación constituye la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos. En una palabra, nuestra relación debe constar de oposición y de implicación.
Encuentro
Cuando los dos sujetos navegan –cada uno por su parte– en la corriente apertura-acogida, nace el encuentro, que no es otra cosa sino apertura mutua y acogida mutua. Tenemos en el diccionario una bella palabra para designar el encuentro: es la palabra intimidad.
¿Cómo nace la intimidad? Si nos ponemos a la tarea de percibir nuestra mismidad, va a acontecer lo siguiente: comenzamos por desligarnos de todo (inclusive recuerdos, preocupaciones...) menos de mí mismo. Como en círculos concéntricos de un remolino, vamos avanzando, cada vez más adentro, hacia el centro. No es imaginación, menos aún análisis; es percepción.
Y en la medida en que se van esfumando todas las demás impresiones, vamos a arribar, al final, a la simplicidad perfecta de un punto: la conciencia de mí mismo. En este momento podemos pronunciar, verdaderamente, el pronombre personal «yo». Y en la simplicidad de ese punto, y en ese momento, quedan englobados los millones de componentes de mi persona: miembros, tejidos, células, pensamientos, criterios... Todo queda integrado en ese «yo» mediante el adjetivo posesivo: mi mano, mi estómago, mis emociones...
En una palabra, la persona es, primeramente, interioridad. Pero esta palabra es un tanto equívoca. Diría, más exactamente, que la persona es interiorización, esto es, el proceso incesante de caminar hacia el núcleo, hacia la última soledad de que hablaba Escoto. Toda persona, auténticamente hablando, es eso.
* * *
Ahora bien, dos interioridades que «salen» de sí mismas y se proyectan mutuamente dan origen a una tercera «persona», que es la intimidad, que no es otra cosa sino el cruce y proyección de dos interioridades. Ya estamos en el encuentro.
Vamos a explicarnos con un ejemplo. La intimidad que existe entre tú y yo –esa intimidad– no «es» tú, no «es» yo. Tiene algo de ti; tiene algo de mí. Es diferente de ti; es diferente de mí. Es dependiente de ti; es dependiente de mí. Hasta cierto punto, es independiente de ti; es independiente de mí. Digo esto, porque nos nació una «hija», como fruto de nuestra mutua proyección. Y, ¡oh maravilla!, nuestra «hija» –la intimidad– se nos transformó sin saber cómo en nuestra «madre», ya que ella –la intimidad–