la actividad esencial habría de ser vivir amándose unos a otros, en cuanto y hasta que Él regresara.
Es, pues, la fraternidad la meta para los seguidores de Jesús.
Aceptar a Jesús como «Hermano»
Dios es amor porque amar significa dar. Y Dios nos ha dado lo que más quería: su Hijo. Jesucristo es, pues, el don de los dones o el colmo de los regalos.
Si el amor es el fundamento de la fraternidad y Jesús es el centro de ese amor, es preciso concluir que Jesucristo es el Misterio Total de la Fraternidad. Y el secreto del éxito comunitario está en aceptar a Jesús, en el seno de la comunidad, como Don del Padre y Hermano nuestro.
* * *
Impresionan las insistencias de Bonhoeffer. El pastor luterano sabía por propia experiencia qué significa vivir en comunidad. Casi desde los comienzos de su actividad ministerial había sido orientador espiritual de los seminaristas teólogos de la Iglesia Confesante de Pomerania. Y en sus orientaciones comunitarias insiste, de forma casi exclusiva, en el carácter espiritual de la comunidad.
A aquel hombre, que se equilibró entre la «resistencia y la sumisión» y acabó su vida como Testigo de Jesús a manos de los coroneles de las SS, no le parecía que el hermano debe buscar a Dios en el otro hermano, como se dice hoy, sino que un hermano solamente puede llegar al otro hermano mediante Jesucristo.
Y añade que nosotros, desde la eternidad, hemos sido elegidos como hermanos en Jesucristo, fuimos aceptados en el tiempo y unidos para la eternidad.
«Sólo mediante Jesucristo es posible que uno sea hermano del otro.
Yo soy hermano para el otro gracias a lo que Jesucristo hizo por mí y en mí. El otro se ha convertido en mi hermano gracias a lo que Jesucristo hizo por él y en él.
El hecho de que sólo por Jesucristo seamos hermanos, es de una trascendencia inconmensurable. Porque significa que el hermano con quien me enfrento en la comunidad no es aquel otro ser grave, piadoso, que anhela hermandad. El hermano es aquel otro redimido por Cristo, absuelto de sus pecados, llamado a la fe y a la vida eterna.
Nuestra comunión consiste exclusivamente en lo que Cristo ha obrado en ambos. Estoy y estaré en comunidad con el otro, únicamente por Jesucristo.
Cuanto más auténtica y profunda se haga, tanto más retrocederá todo lo que mediaba entre nosotros, con tanta más claridad y pureza vivirá en nosotros, sola y exclusivamente, Jesucristo y su obra.
Nos pertenecemos únicamente por medio de Jesucristo. Pero por medio de Cristo nos poseemos también realmente los unos a los otros, para toda la eternidad»[4].
La comunidad llegará a la madurez y unidad en tanto cuanto aceptemos a Jesús como Hermano y lo acojamos como un componente, uno más, de nuestra fraternidad.
Aceptar a Jesús significa que la comunidad lo reconoce vitalmente y admite su presencia invisible y real. Significa también que la comunidad no sólo lo integra como un miembro vivo sino que, sobre todo, lo considera el elemento principal de integración.
Aceptar a Jesús significa que su presencia nos incomoda, cuestiona y desafía cuando en el seno de la comunidad hacen su aparición aquellas reacciones que perturban la paz. Aceptarlo significa también que el Hermano nos hace sentirnos realizados en nuestro proyecto de vida, que El desvanece nuestros temores interiores y nos «obliga» a salirnos de nosotros mismos para perdonar, aceptar y acoger.
Aceptar a Jesús significa que respetamos y reverenciamos a cualquier hermano como al mismo Jesús, y que nos esforzamos para no hacer, en el trato general, ninguna diferencia entre el hermano y el Hermano.
«Sin Cristo, hay discordia entre Dios y el hombre, y entre el hombre y el hombre. Cristo se convirtió en mediador e hizo la paz con Dios y entre los hombres.
Sin Cristo no reconoceríamos al hermano ni podríamos llegar a él. El camino está bloqueado por el propio yo.
Cristo ha franqueado el camino que conduce hacia Dios y hacia el hermano. Ahora los cristianos pueden convivir en paz, amarse y servirse unos a los otros; pueden llegar a ser un solo cuerpo.
Únicamente en Jesucristo somos un solo cuerpo. Únicamente por medio de Él estamos unidos»[5].
Sin Jesucristo, ¿qué será de un grupo de hombres o de mujeres, sin ningún fundamento que los una, sin consanguinidad, sin intereses comunes, muchas veces sin afinidad? Podemos imaginar un posible cuadro: el predominio de los intereses, personalismos e individualismos.
Más aún. Me atrevo a decir que la institución fraterna, sin un Jesús vivo y verdadero, es un invento artificial y absurdo, fuente de represión, neurosis y conflictos, en una palabra –como ya hemos dicho– una escuela de mediocridad y egoísmo.
Nuestro Bonhoeffer pasó año y medio preso, vigilado por la Gestapo, en la sección militar de Berlín.
Desde allí escribió a sus parientes varias cartas, que hoy son páginas de sabiduría. Más tarde fue trasladado a otra prisión y sometido a una vigilancia más estricta. Un día, su familia se dio cuenta de que Dietrich había desaparecido. La Gestapo negó toda explicación. Nunca se supo más de él. Mucho más tarde se hizo luz sobre su final: acabó sus días, como un verdadero Testigo de Jesús, a manos de la Gestapo.
«Cuando Dios se hizo misericordioso, revelándonos a Jesús como hermano; cuando nos ganó. el corazón mediante el amor, comenzó también la instrucción en el amor fraterno.
Habiéndose Dios manifestado misericordioso, hemos aprendido al mismo tiempo a ser misericordiosos con nuestros hermanos.
Habiendo recibido el perdón en lugar de juicio, estábamos preparados para perdonar al hermano.
Lo que Dios obrara en nosotros lo debíamos, en consecuencia, a nuestro hermano.
Cuanto más habíamos recibido, tanto más debíamos dar. De este modo, Dios mismo nos enseña a encontrarnos, los unos a los otros, tal como Dios nos encontrara en Cristo. “Por tanto, recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios” (Rom 15,7)»[6].
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