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Jose María Rodríguez Olaizola
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ISBN: 978-84-2856-367-3
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Ignacio de Loyola, nunca solo
José Mª. Rodríguez Olaizola
Carta-presentación
Querido Josemari:
No sé quién es más atrevido, si tú escribiendo hoy una biografía de Ignacio de Loyola, o yo presentándola. Sin duda tú. Gustoso sumo mi atrevimiento al tuyo.
Confesarte que, cuando me enviaste el primer original de este libro, mi primera reacción fue: «Pero, ¿dónde se ha metido este muchacho?». Luego me fui metiendo yo. Hasta el final. Me metiste tú, tu manera de narrar. Lo que contabas, detalle más, detalle menos, me lo sabía. Pero lo nuevo de este libro no es la erudición, sino el arte de contar la historia recreándola, filmándola contigo dentro, como de hoy mismo.
Con lo cual me has probado que la historia es inagotable, si uno se mete en ella y la recrea. Has entendido muy bien lo del «como si presente me hallase» de Ignacio de Loyola (Ejercicios espirituales, 114). La que tú cuentas no es la historia de Pedro de Ribadeneira o la de Diego Laínez, que estuvieron físicamente presentes en muchas cosas, ni tampoco la de García Villoslada hoy, ni la de Dalmases, o la de André Ravier o la de Tellechea... Y curiosamente no excluye a ninguna ni estorba a ninguna.
Es simplemente tuya. Y esto la hace auténtica desde el título, que es el punto de mira escogido por ti para contemplar a Ignacio. Efectivamente, Ignacio nunca vivió solo. Ni cuando soñaba otros mundos ni, mucho menos, cuando Dios le abrió al suyo.
Y, como soñada o vivida por ti, o las dos cosas juntas, me gusta que confieses que esta historia te ha hecho bien. Como te volverá a hacer bien si un día, por ejemplo a los 80 años, la reescribes, porque te lo pide el cuerpo, de tanto como en esos años seguirás conociendo a Ignacio.
Y otra conclusión a la que me has llevado: Ignacio de Loyola es de hoy, precisamente leyéndolo desde hoy. Anda por nuestras calles, en nuestros medios de comunicación social, en nuestra Iglesia, en nuestra política, en nuestro arte, en nuestra ciencia, en nuestro deporte... Es todo, menos un santo para una hornacina y unas velas. Se le entiende mejor metiéndolo en nuestro mundo, como tú haces.
Total, que me has enseñado muchas cosas sobre alguien a quien creía conocer. No es la tuya una biografía científica. Tampoco fue eso lo que te pidieron. Pero, contando la historia de ayer y de otro, como de hoy y tuya, te ha salido una historia verdadera. ¡Enhorabuena!
Ignacio Iglesias, S.J.
Prólogo
¿Un nuevo libro sobre Ignacio de Loyola? ¿Otra semblanza? ¿Pero no está ya todo dicho sobre el fundador de los jesuitas? ¿Otra vuelta de tuerca, machacona y reiterativa, sobre las andanzas del «peregrino»? ¿La enésima relectura de las cavilaciones del autor de los Ejercicios espirituales en el confuso y apasionante siglo XVI? He de confesar que estas, y otras preguntas del mismo cariz se convierten en una muralla sólida que parece clavarse en tierra ante mí al pensar en acometer este empeño. «¿Para qué?», me susurra, sensato y lúcido, mi yo más pragmático. «Sugiere otro nombre, otro autor, algún especialista que lo escriba», me aconseja, certero, mi sentido común. «Lánzate», me dice, atolondrado, mi yo más impulsivo, el que a veces me conduce en la dirección más acertada y otras me precipita de cabeza al abismo. «Discierne», me dice, bienintencionado, mi yo más jesuítico, aun sabiendo que no conviene abusar de esos términos. Y así me encuentro, reflexivo y dubitativo, especulando sobre la conveniencia o inconveniencia de adentrarme en una nueva aproximación a Ignacio.
Si estás leyendo estas páginas es señal de que me he lanzado, y tal vez a este prólogo siga un libro, de mejor o peor calidad (tú lo tendrás que juzgar), sobre san Ignacio de Loyola. Por ahora, comparte conmigo las reticencias, las abundantes objeciones que me provocan fatiga sólo de pensar en escribirlo.
La cuestión principal es esta: ¿No está ya todo dicho? Desde todas las perspectivas y puntos de vista imaginables, la vida, obra y pensamiento de Ignacio han sido objeto de innumerables estudios. Desde la ferviente alabanza y desde el odio febril. Desde su autobiografía y la inmediatez de las décadas posteriores a su muerte hasta estos inicios del siglo XXI, que siguen viendo aproximaciones al peregrino de Loyola. Una y otra vez se ha vuelto sobre su figura desde las inquietudes de distintas épocas (y ello comprende enfoques tan peculiares como el análisis de su liderazgo para ejecutivos agresivos de nuestros tiempos). Hay sesudos estudios históricos, ensayos sobre su psicología, tesis innumerables que profundizan en la relación de Ignacio con su época, congresos para estudiar sus escritos, monografías sobre aspectos de su personalidad y su obra, artículos de prestigiosos pensadores que analizan pormenorizadamente la significación del peregrino. Y si se trata de intentar sintetizar todo esto en una obra sugerente que permita aproximarse con fluidez y hondura a la persona, creo que esa síntesis, abundante y literaria, ya la hizo Ignacio Tellechea, bajo el encabezado de Ignacio de Loyola, solo y a pie, con tal sensibilidad y rigor a partes iguales que durante décadas seguirá siendo una obra de referencia.
Ante tal abundancia documental uno ha de preguntarse, con honestidad, para qué (o cómo) volver sobre la figura de Ignacio. Evidentemente no se trata ahora de hacer un trabajo enciclopédico de erudición ignaciana, dedicando arduos esfuerzos a releer «todo» lo escrito y entresacar párrafos en un orden que pretenda ser original. O uno es un verdadero sabio –no es el caso–, o se corre el peligro de terminar haciendo un impecable trabajo de cortar y pegar, en el que lo más digno sería la bibliografía consultada (y, en consecuencia, recomendada). Tampoco puedo pretender un planteamiento muy especializado. Esto por dos razones. En primer lugar, no creo ser especialista en ninguna de las áreas que permitirían dicho enfoque (historia, psicología, filología, espiritualidad ignaciana...). En segundo lugar, una semblanza –que es de lo que aquí se trata– tiene que evitar el excesivo énfasis en una dimensión si quiere contribuir a un acercamiento comprehensivo a la persona presentada.
Hasta aquí todo me conduce, irrevocablemente, al «no». Solucionaría la papeleta con una amable carta a la editorial, la sugerencia de algunos nombres alternativos y la tranquilidad de no tener que afrontar este reto. Sin embargo, hay también motivos para intentarlo.
Evidentemente, como cualquier jesuita, me siento heredero de Ignacio de Loyola, y creo que hoy sigue siendo significativo para nuestro mundo. No soy un apologeta del santo, del que valoro muchas cosas, pero también puedo criticar algunas otras. De hecho, irme encariñando con él ha sido un proceso gradual y sobrio, y conozco gente que manifiesta por Ignacio una devoción mucho más filial y emotiva que la que yo puedo expresar. Honradamente soy de los que en el noviciado me sentía muy conmovido al conocer a una figura como san Francisco de Asís, libre, radical, pobre y sencillo; o san Francisco Javier, apasionado, misionero, afectivo e infatigable. En cambio, no me emocionaba tanto imaginarme a san Ignacio redactando cartas y constituciones desde su cuarto en el centro de Roma, por más que el maestro de novicios tratase de hacerme descubrir la hondura del