que harían palidecer de envidia a señores y vasallos; se soñaba al lado de reyes, al mando de ejércitos, y escuchaba su nombre cantado en poemas y gestas. Sin duda son sueños naturales en un adolescente que siente que tiene todo al alcance de la mano: el vigor y apostura de la juventud, la nobleza del nombre, la seguridad de quien nunca se ha estrellado...
El mundo cortesano era, sin duda, mucho más atractivo que la vía clerical. En el nuevo Estado que va surgiendo bajo la mano firme de Fernando el Católico un muchacho puede soñar con llegar alto si juega bien sus cartas. Juan Velázquez de Cuéllar, mayordomo de la reina Isabel y Contador mayor de Castilla era un hombre poderoso y rico, y gozaba de la confianza del rey. Su esposa, María de Velasco, fue durante un tiempo gran amiga de doña Germana de Foix, la segunda mujer del rey. Su casa se convierte para Ignacio en la puerta por la que sale del cerrado valle de Loyola y entra en el ancho mundo, vertiginoso y vibrante, de la Europa renacentista.
El refinamiento y el lujo de un palacio real son muy superiores a la comodidad de la casa familiar en Loyola. Se acostumbra el joven Íñigo a vivir entre tapices y alhajas, imágenes y joyas, vajillas de plata, sábanas de Holanda, etiqueta cortesana y sirvientes siempre prestos a atender a los señores.
Allí se forma como cortesano y como soldado. Con otros compañeros, como los hijos de Velázquez de Cuéllar, o Alonso de Montalvo, paje como él y amigo querido en estos años de descubrimientos y maduración, aprende las artes militares y se prepara para ocupar puestos administrativos. Se acostumbra al lenguaje cortés y diplomático. Se forma en retórica, poética y música. Adquiere una delicada caligrafía que le servirá siempre, también cuando, décadas después, escriba, infatigable, cartas que habrán de llegar a cada rincón del mundo. Aprende en estos años a cabalgar y a manejar armas para la caza y para la lucha.
En Arévalo transcurren su adolescencia y primera juventud. Poco sabemos de él en esta etapa. Posiblemente Ignacio habló con cierto detalle de ella al narrar su autobiografía, muchos años después, al Padre Cámara. Pero todo lo referente al período anterior a su conversión ha quedado reducido a una línea, dicen las crónicas que por mandato de san Francisco de Borja, tercer General de los jesuitas, que no estaba muy conforme con que el mundo conociese la parte menos piadosa de la vida del fundador. Esa solitaria línea («Hasta los veintiséis años de edad fue un hombre dado a las vanidades del mundo») abre la puerta a las especulaciones... ¿Qué podemos imaginar? Pues amoríos primeros, sueños de gloria y poder, episodios violentos, competencia entre iguales para alcanzar visibilidad y aprecio. De hecho, es en 1515 cuando tanto Íñigo como su hermano Pero son juzgados, en Azpeitia, por un delito serio que no conocemos, y se libran alegando la inmunidad clerical. Se va perfilando ante nosotros un joven impulsivo, vital, enérgico y dispuesto a jugar bien sus bazas, una y otra vez.
¿Qué ideales llenarían su corazón y su cabeza? ¿Los de la caballería, con su exaltado orgullo y su mundo de hazañas y honores? ¿Los discursos humanistas que comienzan a provocar a los pensadores de la época? ¿Los relatos aventureros, con noticias, aún vagas, de tierras lejanas recién descubiertas y lugares exóticos colmados de riquezas? Es muy posible que una mezcla de todo esto vaya llenando la cabeza del joven al tiempo que crece, vive, ama, lucha, ríe y sueña.
Allá transcurren los años, entre torneos y banquetes, entre lecciones y acontecimientos. De vez en cuando la corte viene a Arévalo. Otras veces es la familia la que se desplaza a Burgos o a Sevilla, a Valladolid o a Toledo, siguiendo al rey. Tal vez de lejos ve Ignacio a personajes encumbrados en su época: al rey Fernando «el Católico», a su segunda mujer, doña Germana de Foix, a Juana, la reina loca, encerrada en Tordesillas o a su hija, la hermosa infanta Catalina; todas ellas son presencias que hacen que el muchacho se sienta importante, poderoso, fuerte, ambicioso y capaz...
Sin embargo este período cortesano terminará peor de lo esperado. Nada hacía presagiar, en los primeros años felices de Íñigo en Arévalo, que su protector, el poderoso Velázquez de Cuéllar, caería en desgracia. Y, a pesar de todo, así fue. En los primeros años de reinado de Carlos I, el joven monarca, ignorante de las tradiciones castellanas, quiso imponer algunas medidas chocantes. Entre ellas convertir a Germana de Foix, la viuda de su abuelo, en señora de Arévalo. La oposición de Velázquez de Cuéllar a la medida, contraria a los antiguos privilegios reales de la villa, que no se debía desvincular de la corona, le lleva a perder, en 1516, el favor del monarca y su posición en la corte. Morirá en agosto de 1517, gastado y fracasado.
El camino cortesano parece, de momento, complicarse para Ignacio. Y si es un camino tan fugaz, tan efímero y volátil, donde hoy eres señor y mañana no eres nadie, tal vez no merezca la pena seguir labrándose un futuro en él. Si un hombre honrado y noble, como don Juan, puede perder el favor de los reyes por permanecer fiel a lo que cree justo y legítimo frente a decisiones caprichosas de los monarcas, y con ello se desmorona lo que ha construido en toda una vida, ¿no es este un camino demasiado arbitrario? ¿Merece la pena seguir peleando por un puesto, un nombramiento, un lugar en la corte? Algo semejante debe impulsar a Íñigo para inclinarse, en este momento, por la vía militar. O tal vez no le quedó otro remedio. Sin valedor, sin influencias suficientes, sin haber tenido aún tiempo para demostrar su capacidad, veía cerrarse ante sí las puertas de la administración del Reino.
Sin embargo el tropiezo no resulta tan trágico. Entre las últimas disposiciones de su protector está recomendar a Íñigo al duque de Nájera para que lo acoja como parte de su Casa. No parece mal arreglo para el joven, que con veinticinco años de edad, y pasado el tiempo de preparación, necesita ejercitar lo aprendido y avanzar, con paso firme, en el mundo.
El camino militar
En 1517 Íñigo se aleja definitivamente de Arévalo y se dirige a Pamplona para encontrar a don Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera y virrey de Navarra. Allí pasa a formar parte de la casa del duque, lo que le permitirá irse adentrando en el camino militar, en un tiempo de agitación y luchas que va a exigir, sin duda, buenos soldados y hombres bien preparados.
Navarra es en este momento un reino por el que los monarcas franceses y los españoles llevan años luchando, en pleno proceso de consolidación de sus nuevos estados. Y un reino además dividido por luchas intestinas entre clanes adictos a la corona castellana (beamonteses), y clanes opuestos a ella (agramonteses). En 1517 Navarra es parte del reino de Castilla, pero una parte no consolidada y constantemente amenazada con revueltas internas o con invasiones externas. Se trata sin duda, como Nápoles o Milán, de una pieza importante en el gran tablero de juego en que se va perfilando la política europea al inicio del siglo XVI. A su capital, Pamplona, llega Íñigo a finales de 1517, dispuesto a participar en la apasionante partida diplomática y militar que está teniendo lugar.
Dos episodios particulares conocemos de esta etapa, y nos permiten vislumbrar en qué se iba convirtiendo el joven Íñigo, que llega a la casa del duque ávido de gloria, de mundo y de vivir con intensidad. Esos episodios nos hablan de un joven orgulloso y pasional.
Descubrimos al joven orgulloso cuando, poco después de su llegada, es atacado por un grupo de hombres en las calles de Pamplona. ¿Por qué le atacaron? ¿Tal vez los agresores pertenecían a un bando rival en las luchas de clanes que enemistaban a las familias más poderosas de Navarra? ¿Tal vez estaban molestos con algún rasgo o actitud del recién llegado? El caso es que tratan de avasallarlo. La reacción de Íñigo no es pusilánime. Saca la espada y los pone en fuga. Ciertamente no es este un hombre dispuesto a dejarse amedrentar. Está antes preparado para la lucha que para la rendición.
Lo pasional asoma en su solicitud de permiso de armas, presentada al rey en 1518. El motivo era que sentía su vida amenazada. Y la causa de dicha amenaza no era otra que un lío de faldas. La enemistad de un criado, un cierto Francisco de Oya, desde los tiempos de Arévalo y presumiblemente por causa de una mujer, termina llevando a Íñigo a solicitar del rey el permiso de portar armas para defenderse, temiendo que el tal Francisco decida zanjar el asunto a la brava. El permiso le será concedido en 1519 y prorrogado al año siguiente. En este episodio percibimos al joven galante, en cierto grado mujeriego y de nuevo preparado para la pendencia.
¿Arrogante o simple hijo de su época? ¿Bravo o pendenciero? ¿Digno o vanidoso? ¿Orgulloso o insensato? Tal vez todas esas