del ejercicio a la realidad. En el contexto conflictivo de la llegada de Carlos I al trono de España surgen focos de resistencia e incomodidad por la influencia excesiva de los flamencos llegados con el nuevo rey. La más conocida de estas revueltas será la de los comuneros, en Castilla, aplastada el 23 de abril de 1521 en Villalar, en las cercanías de Valladolid. A su sombra, y aprovechando el alboroto, surgen otros muchos focos de descontento y violencia. También el rey Francisco I de Francia decide plantar cara al monarca español, y para ello encuentra en Navarra el escenario perfecto, secundando al príncipe Enrique Albret, aspirante al trono de este reino.
Se habla de una guerra inminente. No cesan los movimientos de soldados. Parece llegar al fin la hora soñada por Íñigo. Hasta ahora todo lo que ha hecho es ejercitarse. Cazando o participando en torneos ha aprendido a utilizar las armas, pero siempre en escenarios ociosos, fáciles, inútiles. Si ha peleado ha sido en tugurios o reyertas puntuales, con maleantes o nobles tan aburridos como él. Siempre por motivos fútiles, desvanecidos ya. Es ahora el tiempo de luchar de verdad. Con el virrey. Por el rey. Contra Francia. Es ahora el momento de mostrar verdadero valor, de dar nuevo brillo al nombre de Loyola. Es la guerra la que hace héroes y labra futuros. Íñigo ve llegar su momento. Se desvela. Se agita mientras las noticias van llegando.
Se multiplican los focos de conflicto. Los campesinos de varias villas riojanas, contagiados de la inquietud comunera que había prendido en Castilla en ese verano, se han alzado contra sus señores. Entre ellos los habitantes de Nájera se han levantado contra el duque. Este avanza hasta la villa con dos mil hombres, entre ellos Íñigo. Combaten con arrojo y recuperan la ciudad, que saquean sin piedad, aunque Íñigo no toma parte en el saqueo. Parece considerar que el guerrero sólo combate por la nobleza, por la causa que defiende, y no por el botín. Este enfrentamiento, el 18 de septiembre de 1520, le pone por primera vez frente a la guerra, la violencia, la muerte y el triunfo. Y alimenta su heroísmo, su hambre de lucha y victoria, su impaciencia.
Tiene lugar entonces un episodio en el que no llega la sangre al río. También a la sombra de la rebelión comunera, parece inminente un conflicto bélico entre las villas guipuzcoanas. De enero a abril de 1521, durante meses frenéticos, y ante la perspectiva de una guerra civil destructiva, el virrey busca la paz, negociando con la ayuda de sus más fieles hombres, entre ellos Íñigo. Finalmente, el 12 de abril consiguen una resolución pacífica del conflicto entre las villas guipuzcoanas. ¿Se descubrió aquí Íñigo como un diplomático, negociador y hábil? Ciertamente en el futuro lo será. Probablemente su formación cortesana le ha preparado para dialogar, convencer, con firmeza o con seducción, a interlocutores poco dispuestos. Esta prueba parece superada, y un nuevo incendio apagado.
Sin embargo, la chispa está prendida. Sólo está por ver cuándo estallará el verdadero conflicto, el de Navarra. Llegan rumores de la frontera. Se habla de un ejército de franceses, de alemanes, de una invasión inminente que finalmente se produce el 12 de mayo de 1521. Los invasores avanzan ocupando sin resistencia las localidades importantes que encuentran en el camino. En pocos días llegan a los alrededores de Pamplona. Es un ejército que reúne a franceses y alemanes, navarros y vascos fieles a Enrique. La ciudad no está preparada para una resistencia larga. El duque se marcha a Segovia y envía a Íñigo a Guipúzcoa a buscar ayuda. En la ciudad quedan milicianos y pocos soldados. Cuando Íñigo regresa, junto con su hermano Martín y las tropas de refuerzo, se encuentran una ciudad asustada, poco dispuesta a luchar, y mucho más proclive a entregarse que a oponer resistencia. Martín se indigna ante ese derrotismo y se va. Íñigo se niega. Entra en la ciudad, y con sus tropas se une a los pocos defensores atrincherados en la ciudadela, un fortín en el interior de Pamplona.
Podemos imaginar las razones de su persistencia. Era fácil para Martín marchar. Volver a su casa, a su señorío, a su esposa, a su vida. Después de todo, tiene mucho que perder como para arriesgarlo si la causa se ve muy difícil. Pero para Íñigo esto es su vida. No tiene tanto que perder, y en todo caso la huida sería la verdadera pérdida para él. ¿Va a escapar, renunciando a la lucha, después de tantos años de preparación? ¿Es esta la antesala de un nuevo fracaso? ¿Qué le queda, si se aleja ahora de Pamplona? ¿Va a naufragar también en el campo militar? El orgullo y el honor hablan más alto en sus oídos que el sentido común y la prudencia. El cálculo se rinde ante el empuje de la pasión. «Habrá otras ocasiones para luchar», repiten los ciudadanos. «Es necedad el pelear ante tal desproporción», insiste Herrera, el comandante de las tropas de la ciudadela. Íñigo no puede aceptarlo. No quiere. Tal vez no sabe.
La ciudad se entrega sin pelear. Sólo permanecen firmes, por el momento, los soldados de la ciudadela. Parlamentan con el enemigo. Los franceses quieren la rendición. Herrera está dispuesto a negociar una capitulación honrosa. Sólo Íñigo argumenta en contra. Es tan persuasivo, tan convincente, tan apasionado en su discurso que los oficiales y el propio gobernador, antes decididos a entregarse, se ven espoleados a luchar y a continuar resistiendo, encerrados en la ciudadela, por orgullo, por fidelidad a su causa y lealtad a su rey.
Se encomiendan a Dios, cada quien con las palabras que le brotan del alma. La lucha comienza. Es el 20 de mayo de 1521. Pese a la evidencia, la lógica y el número, la defensa resiste. Unos pocos hombres, en una fortaleza no excesivamente sólida, aguantan el tipo ante el empuje de 12.000 soldados, bajo un persistente fuego de bombardas. Íñigo lucha. Le va la vida en ello. Grita, anima, ataca, se detiene para tomar impulso, vuelve a la carga...
Entonces siente un golpe brutal. Al principio ni siquiera se da cuenta del dolor. Sólo mira hacia abajo y ve sangre, y siente que las piernas no le sostienen, y mientras pierde pie y se precipita hacia el suelo, rodeado de humo y alaridos, piensa que al menos le queda esta muerte, esta despedida, este final glorioso digno de su casa y de su nombre.
Una bala de cañón, pasando a través de la almena, ha destrozado su rodilla y le ha causado también daño en la otra pierna. Para él la batalla ha acabado. La fortaleza aún resistirá, pero poco, hasta que la artillería pesada de los franceses termine derribando los muros. La derrota es absoluta. Dentro se amontonan cadáveres y heridos en un horrendo cuadro, como siempre ocurre cuando vence la sangre, cuando el hombre lucha con el hombre, cuando la guerra se convierte en el grito salvaje que sirve a unos pocos para alcanzar sus fines.
Tras la rendición vienen las negociaciones. La celebración de los triunfadores, ebrios de victoria. La entrega de los vencidos que se mantienen en pie. Las primeras curas para los que aún tienen esperanza. Las oraciones para el resto.
Íñigo no ha muerto. Mal que le pese, son las piernas lo que se le ha quebrado. Tal vez han muerto sus sueños y su orgullo. Yace en el suelo de la fortaleza, herido el cuerpo y perdido el ánimo. Ni muerte ni gloria. Sólo derrota. Es un mal balance para el soñador y una dura lección para el hombre.
Sí ha ganado el respeto de sus enemigos, que reconocen en él a un rival digno, a un luchador que ha demostrado valor y energía. Durante unos días le atienden, le tratan los médicos, le visitan amigos y rivales. El herido mantiene el tipo. Sufre en silencio, y únicamente cuando se queda solo una nube de desesperanza y tristeza parece abatirse sobre él. ¿Qué ha hecho en la vida? Nada. ¿Qué ha conseguido? Nada. ¿Qué le queda, tras largos años queriendo labrarse una vida en este mundo? Tan sólo buenas palabras y palmadas en la espalda. Tan sólo elogios compasivos, que son tan hirientes como puñales para quien aspira a ser admirado, no compadecido. ¿Qué ha hecho mal? Nada. A ratos reza, pero mecánicamente. Dios está demasiado lejos de sus inquietudes y los espacios en que su vida se desenvuelve.
Cuando el dolor remite y parece fuera de peligro se decide que vuelva a Loyola. Allá, en su tierra, con su familia, podrá restablecerse despacio. Íñigo duda, pero es la suya una duda vencida de antemano. En realidad no tiene otro sitio adonde ir. Dos hombres preparan una camilla con palos y telas. En ella recogen a Íñigo. Abandonan Pamplona, y el menor de los Loyola siente, al dejar atrás la ciudad, que no le queda nada.
2 El «mejor» santo del mundo
Es de noche. Hace frío en Montserrat. Hace ya tiempo que casi todos los peregrinos se han ido a acostar. Un caballero, noblemente vestido, se acerca a la Iglesia. Lleva en la mano derecha una espada envainada. Una daga cuelga de su cinto, y su mano izquierda sostiene con dificultad un trozo de tela arrugada y un