Alejandro Quecedo del Val

Gritar lo que está callado


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res con el único fin de saciar el hambre del ser humano, nació también nuestra huella ecológica. Desde entonces, nuestra relación con el planeta se ha tornado más violenta hasta convertirse en una historia de subyugación y dominación.

      El final del siglo XVII y el siglo XVIII suponen la antesala del Antropoceno. En esa época se fraguó el paradigma ideológico que justificaría lo que es ya injustificable. Los ilustrados buscaron un nuevo paradigma de pensamiento con el que lograr la emancipación de las estructuras de poder vigentes durante el Antiguo Régimen, derrotar el absoluto eclesiástico, el despotismo y la superstición. Y en su afán dieron con el progreso, entendido como mejora de la condición humana, la crítica y la razón.

      Sin embargo, junto al progreso dos nuevos vectores de cambio se consolidaron en las sociedades europeas: el capitalismo y la burguesía. Como aliados inseparables, no dudaron en apoderarse de la idea de progreso como justificación ideológica de su conquista de la sociedad occidental. Como consecuencia de esta apropiación, la praxis del progreso quedó lejos de la idea ilustrada. El capitalismo corrompió la idea de progreso desechando su connotación humanista y espiritual. Los medios devoraron los fines. Ya la condición humana no estaba en el centro del progreso, sino el capital. La cultura occidental es heredera directa de la idea capitalista de progreso: nos gobernamos con la falsa ilusión de que el crecimiento económico equivale a progreso. Pero no nos engañemos, el progreso económico (que por otro lado está monopolizado por una élite) no equivale al progreso espiritual ni al progreso ético. Más bien al contrario. Nuestras vidas se han prefigurado al servicio de la producción y padecemos de un notable analfabetismo a la hora de consumir. Sacrificamos buena parte de nuestra vida por producir y consumir productos de un valor mucho menor que la vida sacrificada. Pero el potencial destructivo de esta noción alienante se disparó cuando dimos por cierta la falacia de que el crecimiento material podía ser eterno, que lo conseguido hoy no desaparecerá mañana y que los límites son innecesarios. Desde entonces, vivimos contra la vida misma.

      Sin embargo, el desenlace trágico del Antropoceno no se fragua hasta la Revolución Industrial: el primer triunfo total del capitalismo y su corrupta idea de progreso en Occidente. La Revolución Industrial, auténtico inicio de la Crisis Ecosocial, supuso también un punto de no retorno en el desarraigo humano de la naturaleza. Como en toda revolución, un nuevo panteón de referentes es necesario y el capitalismo se torna en una especie de religión civil donde lo sagrado es el dinero y el camino a la salvación su idea de progreso. Y, puesto que el dinero es lo sagrado, todo merece la pena de ser sacrificado con tal de que la economía crezca. A mayor gloria del dinero, reinventamos nuestra condición natural hasta el punto de desestabilizar todo el planeta en nombre del progreso, de la civilización, la industria y la producción. Lo que en un principio eran simples normas económicas acabó por convertirse en un medio estratégico con el que adueñarnos del planeta, de nuestra alma, y una justificación ideológica para perpetrar auténticas atrocidades contra las comunidades que no rendían culto a la nueva religión civil.

      La invisibilización intrínseca a esta «economía del exceso» ha teñido el progreso de sangre. Joseph Conrad puso en boca de su personaje Mr. Travers las siguientes palabras: «Y si la raza inferior debe perecer, es, una vez más, un salto hacia el perfeccionamiento de la sociedad, lo que es el objetivo del progreso.» Resulta escalofriante la falta de ficción que hay en estas líneas. Conrad sintetizó en el raciocinio de este personaje la ambición bajo la que las potencias europeas colonizaron, masacraron y saquearon África. El nombre de progreso se ha usado como justificación en masacres y genocidios como los perpetrados por la Corona belga en el Congo.

      No obstante, los procesos de expulsión no son siempre tan alejados como los perpetrados durante el colonialismo. También los sufrimos en nuestras propias comunidades, las supuestas beneficiadas por el progreso. Durante los años veinte, la ciudad americana de Pittsburgh se sometió a una transformación urbana con el fin de garantizar el acceso de los automóviles a la ciudad. En este proceso sucumbieron los transportes públicos, los espacios peatonales y centenares de niños fueron atropellados por los coches que conducía la clase media-alta. El progreso no pudo ser frenado por las manifestaciones multitudinarias de miles de ciudadanos en 1921. Años más tarde, cuando el automóvil comenzó a ser más asequible, la población que pudo permitírselo no dudó en pasar de ser víctima a usuario del progreso. Pittsburgh ejemplifica un proceso seguido por el resto de las remodelaciones urbanísticas de grandes ciudades que implican con frecuencia la expulsión e invisibilización de los colectivos más vulnerables dentro de las comunidades beneficiarias del progreso.

      Sin embargo, como ocurrió en Pittsburgh, la invisibilización de los desfavorecidos por el progreso no es siempre posible. Si esto ocurre, no se duda en desvalorizar sus vidas. Cuando en 2018 Matteo Salvini evitó el desembarco del Aquarius y los migrantes embarcados, aulló triunfante: ¡He evitado que carne migrante llegue a nuestras costas! No se habla de vidas, no se habla de personas, se habla de carne porque su identidad no es digna, según quienes corean y guardan silencio ante los gritos de Salvini, de compartir el corrupto progreso occidental.

      La idea de progreso ha sido corrompida hasta tal punto que ha hecho coherentes conceptos contradictorios como el progreso de las guerras, que han sido un importante aliado del progreso capitalista. Ya que los métodos productivos creados para el conflicto dibujan un futuro ultraproductivo y ultraindustrial sin límites, la industria bélica ha de reconvertirse en industria civil al finalizar el conflicto. Los pesticidas no son el resultado de una rigurosa investigación para evitar hambrunas: son la rentabilización económica de las industrias petroquímicas y sus esfuerzos por desarrollar gases químicos mortales durante la Primera Guerra Mundial. Entre 1940 y 1944 la producción estadounidense se triplica. Al finalizar la guerra, la industria se resiste a reducir las cotas de producción. El nailon de los paracaídas se usa para redes de pesca de varios kilómetros de largo, llegando con ellas la pesca industrial. Los tanques serán reconvertidos en tractores, excavadoras y otros vehículos que contribuirán al aumento de la deforestación y la insostenibilidad de la agricultura. Los gases de efecto invernadero se disparan.

      Parecía que tras la Segunda Guerra Mundial la reconversión industrial había llevado el progreso productivo a su culmen, en realidad sólo era el comienzo. El progreso no se conmociona ni se paraliza ni se replantea nada tras los horrores del Holocausto. El comienzo de la Guerra Fría tan sólo hace el ansia por el progreso más desmedida al convertirlo en el campo de batalla donde el bloque Comunista y el Capitalista