había cristales de colores como piedras preciosas. Papá, que llevaba puestas las botas de trabajo, barrió los cristales cortantes y los apartó al rincón para que sus hijos descalzos pudiesen andar detrás de él sin peligro.
—Seguro que esta puerta da al cielo —dijo mientras la abría.
Nos encontramos con hilos entrecruzados de telarañas y una escalera estrecha que subía por la oscuridad.
—C-c-cierra puerta. —Lint retrocedió—. Y-y-ya.
—Tranquilo, hijo —dijo papá—. No hay nada que temer. Solo es una vieja escalera y un viejo desván. Nada más que madera y clavos.
Lint, que no quería arriesgarse, corrió al otro extremo del pasillo, desde donde nos miró asomado a la esquina.
—Primero miraremos nosotros —le anunció papá antes de volverse otra vez hacia la escalera—. El resto, tened cuidado dónde pisáis —añadió mientras empezaba a ascender.
Los escalones crujían bajo nuestros pies. Me sorprendí buscando un pasamanos al que agarrarme. Me pareció oír algo que rascaba. Una corriente fría me puso la piel de gallina, y el corazón me empezó a latir tan rápido que lo noté en las puntas de los dedos. Flossie se me acercó mientras Trustin mantenía la mano en la pistola como si estuviese a punto de disparar.
Cuanto más subíamos por la escalera, más saturado estaba el aire de un extraño aroma. El olor me recordaba la peste de una pluma de pájaro blanca que había encontrado una vez tirada a la luz de la luna.
—Seguro que los cadáveres de los Peacock están aquí —dijo Flossie justo antes de que llegásemos a lo alto.
Sin embargo, como el resto de la casa, el desván estaba bastante vacío. Solo quedaban una caja de peines usados y un bote de tierra con una etiqueta en la que ponía IMPORTANTE.
—Aquí apesta.
Flossie se tapó la nariz mientras nos separábamos para recorrer el amplio espacio.
—¿Qué es lo que hay en el suelo, papá? —pregunté al tiempo que giraba el pie y descubría unas cosas que parecían gusanitos negros incrustados en mi talón.
Papá cogió una de las partículas negras.
—Es hora de que volvamos abajo —anunció.
Un chirrido procedente de arriba nos hizo alzar la vista. Papá tapó rápido la boca de Flossie antes de que pudiese chillar cuando vio los murciélagos colgados.
Papá nos susurró a Trustin y a mí que no hiciésemos ruido mientras volvíamos de puntillas a la escalera y esperó hasta que estuvimos abajo para soltar a Flossie.
—No puedo vivir en una casa con murciélagos —se quejó ella.
—¿M-m-murciélagos? —gritó Lint desde el fondo del pasillo.
—Nos chuparán la sangre cuando estemos dormidos.
Flossie se estremeció como si los notase arrastrándose por encima de su cuerpo.
—Tiene razón, papá —añadí—. Todos nos volveremos vampiros. Tendremos que trabajar en el huerto de noche porque no podremos volver a estar al sol.
—Los murciélagos no nos harán daño. —Papá cerró suavemente la puerta del desván—. Son animales buenos.
—Pero no podemos vivir con ellos.
Flossie levantó los brazos.
—Los echaré del desván —aseguró papá—. Luego les prepararé una casita y la pondré en un poste en el campo para que, aunque no puedan vivir aquí, sientan que tienen un hogar con los Carpenter.
—¿Cómo vas a echarlos? —preguntó Trustin.
—Usando estrellas de sangre —respondió papá adoptando un tono más grave.
—¿Qué es una estrella de sangre? —quise saber, imaginándome el cielo empapado de rojo.
—Estrellas llenas de la sangre de nuestros antepasados cheroqui —contestó papá—. Su sangre era tan venerada que subía con su espíritu y se convertía en estrellas rojas que iluminaban y daban sabiduría a la gente.
—Las estrellas de sangre no existen —se apresuró a decir Flossie.
—Ya lo creo que existen, Flossie —afirmó papá—. Antes de las estrellas de sangre, no había estaciones. Una gota de sangre para la primavera. Dos para el verano. Tres para el otoño y cuatro para…
—Qué tonto eres, papá. —Flossie se adelantó simulando que se pintaba los labios con el meñique—. Vamos a ver el granero.
Flossie pasó la primera mientras papá cogía a Lint en brazos y lo bajaba por la escalera seguido de Trustin.
Me detuve delante de mi cuarto. La puerta estaba abierta, pero la habitación se encontraba vacía. Mi pijama se hallaba en el suelo, fuera de la caja, que estaba rota como si la hubiesen pisado.
En la habitación de al lado, mamá se encontraba sentada en el colchón. Mientras se frotaba las piernas, vi los familiares cuadrados apretujados entre sus medias y sus pies. En aquel entonces yo pensaba que los cuadrados eran trozos de papel para que los zapatos no le resbalasen.
—¿Dónde están Fraya y Leland? —le pregunté.
—Déjame en paz. —Se volvió y empezó a subir a gatas por el colchón—. Voy a dormir la siesta antes de preparar la cena.
—Pero ¿adónde han ido? ¿Mamá? ¿Mmmammmá?
Ella se incorporó y me miró arqueando las dos cejas al máximo como diciendo: «Como sigas molestándome, te colgaré de un árbol por ese largo pelo indio que tienes y llamaré a los cuervos para que vengan a arrancarte los ojos. ¿Es eso lo que quieres, Pocahontas?».
Bajé corriendo la escalera y por poco me caí en la curva que formaba. Alcancé a papá y a los demás. Estaban en el jardín enfrente del amplio granero. Sus altos costados se unían bajo un tejado de pizarra con la fecha «1803» pintada; cada número medía como el propio tejado.
—El año en que Ohio se convirtió en estado —nos explicó papá.
Miramos abajo y contemplamos las huellas descoloridas de manos que había en las tablas del granero. Me imaginé a unas personas mojando las manos en pintura de todos los colores y lanzándose hacia el granero con las palmas por delante. Algunas huellas estaban corridas como si una noche todo el mundo se hubiese puesto a bailar y hubiesen querido que el granero se uniese a la danza.
—Las manos son de los obreros —dijo papá, poniendo la suya encima de una huella amarilla—. O de alguien que fue incapaz de soltar.
Sonrió como si en la vida toda la felicidad dependiese de poseer un granero.
—Seguro que encuentro un poni dentro —dijo Trustin mientras él y Flossie entraban corriendo en el granero a investigar.
Lint los siguió, pero deteniéndose continuamente a coger piedras.
—¿Papá? —le pregunté—. ¿Sabes adónde han ido Leland y Fraya?
—Los vi andando por el camino cuando salimos. Creo que han ido al pueblo a ver cómo son los vecinos.
Se volvió y contempló el terreno.
—Imagina las estaciones aquí, Pequeña India. —Sonrió—. Durante lo que queda de primavera, treparás ese árbol. —Señaló el gran roble torcido del jardín—. Luego, cuando llegue el verano, te pasarás el día comiendo tomates en el primer huerto, que estará allí. —Señaló una parcela de hierba larga situada a un lado de la casa—. En otoño te sentarás en el porche de la parte de atrás y verás las hojas caer al suelo. Cuando llegue el invierno, les tomarás el pelo a los árboles y les dirás que todos parecen arañas.