Tiffany McDaniel

Betty


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y nos hubiese metido en Su bolsillo.

      Un trueno resonó en el cielo. Lint salió corriendo del granero en dirección a papá mientras yo miraba las nubes grises que se acumulaban sobre el linde del bosque.

      —Parece humo de un incendio —observé.

      —A lo mejor una tormenta no es más que eso. —Papá miró a las nubes entornando los ojos—. Más vale que lo metamos todo en casa antes de que empiece a llover.

      Lint y yo seguimos a papá hasta la entrada de la finca, donde cogió un colchón del techo del coche y se lo puso encima de la cabeza. Lint imitó a papá y se dirigieron al porche andando al mismo paso.

      Yo me volví hacia la propiedad de al lado. En el jardín perfectamente podado había una niña con la cabeza llena de cortos rizos rubios atados con una cinta blanca. Tenía una gran pelota roja entre los brazos. Hizo botar la pelota de goma muy por encima de su cabeza.

      —Tengo siete años —le dije cuando me hube acercado lo suficiente.

      —Yo seis —contestó ella.

      Su vestido era de un azul precioso, y sus calcetines tenían volantes azules a juego.

      —Me gustan tus calcetines —comenté.

      Ella sonrió. Miré detrás de mí para ver a quién sonreía. Cuando me di cuenta de que el gesto iba dirigido a mí, le dediqué una sonrisa. Ella hizo botar la pelota roja hacia mí. La atrapé y se la devolví. Nos la pasamos varias veces más. Cuando ella reía, sonaba como una campanilla.

      —Tírala más alto —me pidió.

      La tiré todo lo alto que pude.

      —Eres mi mejor amiga —dijo al coger la pelota.

      —Y tú la mía.

      Me puse a saltar dando palmadas.

      —Jugaremos todos los días —prometió ella mientras me devolvía la pelota.

      La atrapé justo cuando se abrió la puerta mosquitera recién pintada de su casa de piedra. Un hombre, vestido con un pantalón azul pastel, salió señalándome.

      —Devuélvele la pelota. Ahora mismo —me ordenó—. Este no es un barrio de ladrones.

      —Estamos jugando —dije.

      —Estamos jugando, papá —asintió la niña.

      —No he mangado nada —procuré añadir.

      —«Mangar» es una palabra de bárbaros —dijo él tirando de su hija—. Venga, devuélvenos la pelota.

      Le lancé la pelota. Me fijé en que no tenía las manos ni la invisibilidad de un hombre pobre. La esfera de su reloj de muñeca reflejaba el sol emitiendo un deslumbrante punto de luz. Parecía que sus fríos ojos hiciesen lo mismo.

      —¿Querido? —Sonó una voz de mujer cuando la puerta mosquitera se abrió por segunda vez. Dio la impresión de que la extraña descendía flotando al jardín y pasaba junto a las cinias plantadas hasta situarse detrás de su marido. Lanzando una mirada por encima del ancho hombro de su esposo, le preguntó—: ¿De dónde ha salido?

      —He salido de ahí detrás. —No me importó contestarle yo misma señalando nuestra casa—. Nos estamos instalando.

      Los pendientes de perlas de ella temblaron cuando agarró el antebrazo del hombre.

      —¿Una familia de color? —Dejó escapar un grito ahogado—. Cuando una familia de color se mudó al barrio de mi madre, me dijo que cambió hasta el sabor del agua.

      —No me extraña —asintió él, antes de señalar la pelota con la cabeza—. Ha intentado robarla.

      —No podemos quedarnos la pelota ahora que la ha tocado. —La mujer cogió a la niña en brazos—. La gente de color siempre tiene enfermedades. Sus gérmenes estarán por toda la pelota.

      —Tienes razón.

      Él la soltó rápido y sacó un pañuelo inmaculado para limpiarse las manos.

      —Ruthis, tienes que tener cuidado con quién juegas, querida. —La madre meció la cabeza de la niña contra su hombro mientras la metía en casa—. Los niños sucios te contagiarán cosas sucias.

      Una vez que su esposa y su hija estuvieron a salvo dentro de casa, el hombre se dirigió a mí dando palmadas.

      —Largo de aquí. Vamos. Largo.

      Dio palmadas más fuerte, como si yo anduviese a cuatro patas y arrastrase la barriga por el suelo.

      —He dicho que largo.

      Pisó el suelo con fuerza y dio una zancada hacia mí.

      Volví corriendo y me quedé en la entrada de nuestra casa. Él subió a su porche sin quitarme el ojo de encima. Mulló las almohadas a rayas verdes del mueble de mimbre blanco antes de entrar.

      Decidí al instante regresar a su jardín y coger la pelota. Me pareció oír otra vez la puerta de la casa, pero no dejé de correr hasta que estuve al resguardo de las altas hierbas de nuestra finca. Recorrí el camino de entrada botando la pelota mientras pensaba en el hombre y en la forma en que había dado palmadas con sus manos blancas y limpias.

      THE BREATHANIAN

       Rompen una ventana en mitad de la noche

      Los cristales rotos crujían bajo los pies de los empleados del comercio Papa Juniper’s cuando empezaron a limpiar esta madrugada tras descubrir que un gran cristal del escaparate se había hecho añicos debido a un disparo. Varios vecinos se presentaron ante la policía para declarar que habían oído un disparo en las inmediaciones en torno a la 1:30 de la madrugada.

      Cuando le preguntaron por el acto vandálico, el sheriff manifestó: «En Breathed nos tomamos muy en serio los destrozos intencionados».

      Testigos presenciales aseguran que vieron una figura que huía del comercio después de que se oyese el disparo. No existe una descripción clara del sospechoso.

      El vecino Grayson Elohim, de Kettle Lane, acudió a ver los daños.

      «Es una lástima ver la ventana rota —declaró—. Era de cristal del bueno».

      Los restos hallados en la escena que en un principio se consideraron rastros de sangre fueron identificados más tarde como kétchup derramado de un frasco roto.

      6

      A la sombra de tus alas escóndeme.

      Salmos 17, 8

      Recuerdo el olor dulce de la tierra y de las ramas de calabaza, largas como mis piernas y mis brazos, mientras estaba tumbada en el huerto. Los tallos espinosos, el sonido de la tierra al moverse con las piedras. Miraba el verde oscuro de las hojas de calabaza como si mirase unos ojos verde oscuro. La planta era todavía demasiado pequeña para dar fruto. Había brotado de las semillas de papá, pero la estación ya estaba tocando a su fin cuando nos instalamos en la casa. Aun así, papá creía que tendríamos cosecha antes de las primeras heladas.

      —Caramba, qué calabaza más grande —dijo la voz de papá, y acto seguido una rociada de agua fresca me cayó en la cara.

      Abrí la boca y bebí el agua de la manguera que él sostenía en la mano.

      —Te envidio, Betty —comentó—. Eres libre como una planta.

      —Tú también puedes ser una planta, papá —dije.

      —Está bien. Voy a probar.

      Cuando se tumbó a mi lado, el sol bañó nuestras caras.

      —¿Te gusta nuestro huerto, Betty? —preguntó.

      —Me