vuelta por completo para apoyar los brazos en mi pupitre y ponerse de cara a mí—. Me refiero a que nunca había visto a una de color.
—Y yo no había visto nunca a alguien con el culo donde debería tener la cara, pero como no te des la vuelta ahora mismo, voy a sacar la navaja de mi papá y a cortarte en trocitos para mandarte en una caja con forma de corazón a la fea de tu mamá. Entonces tendrá que escribir cartas a toda la familia para decirles en qué te has convertido y llorará y llorará hasta que tengan que sacrificarla como a un perro rabioso.
—Niña.
La voz de la profesora me sobresaltó.
El niño rio por lo bajo y se dio la vuelta.
—Niña —repitió—, aquí no hablamos de esa forma.
Alcé la vista y vi el ceño fruncido en su cara menuda.
—¿Qué le ha dicho mi papá? —le pregunté.
—Cuando te dirijas a mí, me llamarás señora.
—Bueno, ¿qué le ha dicho mi papá, señora?
—Que eres Betty Carpenter y que eres una tunanta.
—Él no diría eso.
—Pues lo ha dicho. —Cogió la regla de su escritorio y golpeó con ella contra la palma de su mano—. Ha dicho que eres una tunanta y que tengo que vigilarte porque si no te escaparás. —Movió dos dedos por el aire remedando unas piernas—. Pero vosotros tenéis tendencia a ser embusteros, ¿verdad?
Se acercó y me pasó un dedo por el brazo descubierto. Se miró el dedo como si esperase que se le hubiera manchado.
—¿Por qué tiene la piel tan oscura, señora? —preguntó una niña en el otro extremo de la clase.
—Porque se la engrasa —contestó la maestra.
—No es verdad —dije.
—Sí que lo es. —La profesora se plantó por encima de mí—. Te la engrasas y te pasas todo el día haraganeando al sol sin hacer nada y volviéndote más haragana y más morena.
—Yo no me engraso la piel.
—Mientes.
Me golpeó el dorso de las manos con la regla. Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero no quería que me viese llorar.
—Le contaré a mi padre que me ha pegado —le dije.
—Si lo haces, mandaré que traigan a tu padre a rastras y él también se llevará una zurra.
—No es verdad.
—¿Ah, no? Ponme a prueba, niña, y verás lo que pasa.
Se dio un golpecito en la palma de la mano con la regla y empezó a explicar la diferencia entre los jejenes que picaban y los genes de la herencia.
—¿Sabes lo que es el mestizaje?
Pronunció la palabra como si fuese un pecado.
Negué con la cabeza.
—Significa que la unión de los genes de tu padre y los de tu madre es antinatural —dijo—. Es como mezclar virutas de madera con leche y vendérselas al público. ¿Te gustaría beber una taza de leche que tuviera virutas, Betty?
No, señora Flecha.
—Sería muy desagradable. ¿No estás de acuerdo, Betty?
Sí, señora Espada.
—¿Y también estarás de acuerdo, mi pequeña piel roja, en que tú y tus hermanos sois las virutas de nuestra leche fresca, cremosa y deliciosamente nutritiva?
Sí, señora Navaja en mi Barriga.
Me tapé la cara con las manos. Cuando llegó el recreo, fue un alivio salir y estar lejos de mis compañeros de clase. Mientras ellos jugaban en los columpios y daban vueltas en el carrusel, yo me adentré en la alta hierba que crecía al lado del edificio. Era el único sitio del colegio que me recordaba mi casa.
—Qué rara es.
Me volví hacia la voz y vi a un grupo de niños junto a las barras para trepar. Todos me miraban. Ruthis estaba entre ellos.
—¿No vas a jugar en las barras? —me preguntó uno de los niños—. A los monos os gustan mucho. Mona, mona, mona.
Miré a Ruthis dudando de si se acordaba de la pelota roja que nos habíamos pasado. Estaba a punto de preguntárselo, pero dos niñas empezaron a susurrarle al oído.
—Hazlo —dijeron, empujando a Ruthis hacia delante.
—No puedo.
La niña se dio la vuelta hacia ellas.
Me arrodillé y le dije a la hierba:
—De todas formas, no quiero ser su amiga. Prefiero ser amiga tuya.
Pasé las manos sobre las altas briznas.
Me disponía a decirle a la hierba lo bonita que era cuando vi un ojo recién tallado en un árbol al lado de donde papá había aparcado antes.
—El Ojo Fantástico de Antaño.
Corrí hasta él.
La talla me recordaba los ojos que papá ponía a sus creaciones de madera, pero quise creer que ese ojo en concreto no era obra de su navaja. Cuando me incliné para mirar cada una de las cinco pupilas del ojo, me empujaron por detrás. Estiré los brazos mientras caía, pero no encontré a nadie que me ayudase. El pecho me rebotó contra el suelo. Antes de poder levantar la cabeza, alguien me subió la falda mientras dos niños me sujetaban los brazos.
—Basta —grité cuando me bajaron las bragas hasta las rodillas.
—No tiene —oí decir a una voz.
Los dos que me sujetaban me soltaron. Me subí rápido las bragas y cuando me di la vuelta vi que quien me las había bajado había sido Ruthis.
—No tiene ninguna —terció otra voz detrás de ella.
—¿Que no tengo qué?
Me levanté deprisa. Las lágrimas me ardían como fuego en las mejillas.
—Cola. —Ruthis apartó la vista—. Ellos me lo han mandado.
—¿Por qué pensabais que tenía cola? —pregunté, agarrándome la falda por si se repetía la escena—. No soy un perro ni un gato.
—La gente como tú tiene cola —dijo un chico.
—Todo el mundo lo dice —añadió otro.
—Idiotas —les espeté—. No tengo cola.
La profesora del recreo tocó el silbato y empezó a llamar a todos los alumnos a las clases. El grupo se disolvió. Ruthis fue la última en marcharse y me dejó sola. Me volví para mirar el ojo tallado.
—¿Ves lo que me han hecho? —le grité, pues tenía que gritarle a algo—. No has hecho nada.
Cogí una piedra, se la tiré y le di en las cinco pupilas. Como no podía hacer nada más, volví al colegio sin despegar las manos de la falda durante todo el recorrido por miedo a correr la misma suerte que antes.
Aunque ninguno de mis compañeros de clase había visto que yo tuviese cola, cuando volvimos a los pupitres todo el mundo murmuraba sobre su aspecto.
—Está llena de pelo negro y es como mi pulgar de larga —dijo una niña.
Apoyé la cabeza sobre el pupitre el resto de la jornada. Cuando sonó el timbre que avisaba del final de las clases, pasé corriendo por delante de los autobuses escolares. Vi a Flossie hablando con un grupo de niñas que parecían sus mejores amigas. Fraya andaba entre el grupo de alumnos de primero. Yo sabía que me estaba buscando.
Me metí en el bosque