y me dijo que me calmase.
—Te odio.
Le golpeé con mis pequeños puños.
—Tranquila —dijo atrayéndome hacia él.
Sepulté la cara contra su hombro y lloré.
—Han dicho que tengo cola, pero no es verdad. No tengo.
—Pues claro que no tienes, Pequeña India.
Me convenció de que levantase la cara de su hombro. Me quitó las lágrimas de la mejilla con los dedos como si quitase garrapatas de ciervo.
—Iba a ir al bosque a por ginseng —dijo—. ¿Quieres venir?
Me sequé la nariz en la manga de su camisa antes de asentir con la cabeza.
—Espera, voy a buscar el bolso.
Entró en el garaje para coger su bolso con cordón lleno de bolitas que había confeccionado con ramas.
—¿Lista? —preguntó.
Me ofreció la mano y nos adentramos en el bosque los dos juntos. Él iba señalando los árboles a medida que pasábamos por delante.
—Ese de ahí es un viburno negro, Betty. Es originario de Ohio. Los pájaros se comen sus frutos en verano. Y ese es un cedro rojo de Virginia. Fíjate en que tiene la corteza raspada. Eso quiere decir que un ciervo ha estado aquí restregando los cuernos. Cuando vayas a recoger corteza (venga, haz memoria, Betty), ¿por dónde tienes que quitarla?
—Por el lado que le da el sol —contesté.
—Exacto. ¿Y qué raíces tienes que coger siempre?
—Las que apuntan al este.
—Muy bien.
—¿Lo ves? Lo sé todo. No hace falta que vuelva al colegio. Di que no tengo que volver, papá. —Le tiré de la mano—. Por favor.
—Ah, ya hemos llegado.
Se separó de mí y echó a andar hacia los chirimoyos de Florida, donde al ginseng le gustaba crecer.
Dejando atrás las plantas jóvenes del pie de la colina, papá subió por la escarpada ladera hasta las plantas más maduras, que ya estaban listas para su recogida.
—Ayúdame a encontrar un ginseng que tenga tres puntas —me dijo—. Así sabremos que no es su primer año.
Busqué entre las plantas hasta que encontré tres puntas. Tuve cuidado de contarlas en voz alta.
—Eso es —dijo papá—. Eres una buscadora de ginseng como la copa de un pino.
A pesar del dolor de su pierna derecha, se arrodilló porque consideraba que eso era lo que tenía que hacer. Formaba parte de un ritual consistente en pedir permiso al ginseng antes de poder arrancarlo. Me puse de rodillas a su lado mientras él cerraba los ojos y empezaba a mover los labios en silencio. Observé cómo lo hacía. Tenía las cejas muy fruncidas; su concentración se apreciaba en la forma en que inclinaba la cabeza hacia la tierra y no hacia el cielo. Me preguntaba si algún día yo podría hablar con la naturaleza tan íntimamente como él.
Lo imité cerrando los ojos y apoyando las manos en el suelo. Al principio no sabía qué decir, de modo que me limité a sentir. La tierra blanda que se deslizaba entre mis dedos. La luz cálida del sol en mis hombros. Las plantas que se mecían agitadas por el viento y me rozaban los lados de las piernas. Se adueñó de mí la sensación de que mis dedos podían estirarse y transformarse en ríos, y mi cuerpo quedarse tan inmóvil que se convirtiera en una montaña. Antes de que me diese cuenta, mis labios empezaron a moverse. Estaba preguntándole a la tierra de dónde venía y diciéndole de dónde venía yo. Todo ello me hizo volver al ginseng, cuya bendición solicité justo antes de abrir los ojos.
Vi a papá mirándome con una sonrisa en los labios.
—Vamos a empezar, Betty —dijo.
Primero cogió los frutos rojos de la planta y los echó en mi mano. Empleando el destornillador que llevaba en el bolsillo, cavó en torno a las raíces hasta que se desprendieron y se aseguró de mantener todos los pelillos intactos al sacar el ginseng. Eligió una bolita de su bolso. La estrujó antes de echarla al agujero.
—Bueno, Pequeña India. —Se volvió hacia mí—. Ahora pon la semilla.
Aplasté con cuidado los frutos de ginseng antes de echarlos al agujero de la misma manera que él había estrujado la bolita. Los frutos contribuirían a la estabilidad de la población de ginseng. La bolita era la aportación de papá por la bendición de la Madre Naturaleza.
—Hemos dado gracias a la tierra —dijo, llenando el agujero.
En el trayecto de vuelta a casa con la cosecha, papá arrancó una pequeña tira de la corteza de un tulípero. Volvimos al garaje, que él había estado transformando en su taller botánico. Ya había construido una encimera y una estantería nueva en la pared del fondo. En el rincón había una pequeña cocina de leña que había instalado y en la que preparaba infusiones o decocciones que luego guardaba en los frascos alineados en la encimera.
—Necesito el diente.
Alcanzó la lata situada hacia el fondo de la encimera. Dentro estaba el diente de la serpiente de cascabel que le había mordido al sacarla de mi cuna cuando yo era un bebé.
—El espíritu de la serpiente de cascabel está en este diente —dijo papá—. Un espíritu que estuvo a punto de matarme cuando el colmillo de la serpiente se clavó en mi carne. Es un espíritu que tiene mucho poder. Sss, sss —silbó, imitando a la serpiente de cascabel.
Sacudí su sonajero de calabaza mientras él llenaba una cazuela de agua del cubo del suelo.
—Siempre agua del río —puntualizó—. Acuérdate, Betty.
Se puso a dar vueltas al diente de serpiente en su boca y lo asomó por encima del labio hasta que yo rompí a reír. A continuación, llevó la cazuela de agua a la cocina.
—Tiene que estar caliente como el sol —especificó.
Mientras él metía más troncos en la cocina para encender lumbre, yo dejé el sonajero de calabaza para coger una rama de pino. La sumergí en el agua y me espolvoreé las gotitas en la frente.
—Siempre agua del río —repitió él mientras molía la raíz de ginseng con el martillo.
Puso la raíz y las hojas, acompañadas de un trozo de corteza de tulípero, a hervir en el agua y les añadió unas hojas de ginseng partidas para que flotasen por encima.
Sacó dos vainas secas de acacia de tres espinas de una lata y las echó al agua hirviendo. Las vainas endulzarían el líquido. Supuse que la bebida estaba destinada a alguien que no toleraba el sabor amargo. Mientras removía la mezcla, siguió con la lección.
—Para el resfriado, la Prunus virginiana.
—Perú… ñus… —traté de repetir el nombre lo mejor que pude.
—El nombre común es cerezo de Virginia.
—Bueno para el resfriado —dije, y él asintió con la cabeza.
—Para la fiebre —añadió—, Castanea pumila.
—Casca…
—Castanea pumila. Nombre común, castaño enano.
Hizo una pausa para mirar la telaraña del rincón.
—¿Sabes que puedes utilizar una telaraña para que una herida deje de sangrar? —me preguntó—. Acuérdate de todo esto, Betty.
Se apartó del agua hirviendo para coger una lata de puntas de flecha. Eligió una del color de la arenisca y la echó en la cazuela.
—Así la fuerza de la punta de flecha pasará