—¿Tú crees? —me preguntó.
—Claro. —Asentí con la cabeza—. Papá dice que cuando tienes el corazón duro, un perro viejo te lo ablanda. Por eso valen tanto.
—¿Qué habrá que hacer para tener el corazón duro?
—Comer muchas piedras como las que tiene Lint —dije.
Salimos del cobertizo riendo como tontas. Flossie siguió hablando de cuánto dinero pagaría Americus.
—Seguramente más del que necesito —comentó, sonriendo de oreja a oreja.
Sin embargo, Americus no puso carteles. Lo que sí hizo fue comprar un cerdo enano en una de las granjas porcinas de la zona para sustituir a Corncob. Flossie se enfadó tanto que se acercó corriendo al cerdo y le dio un cachete en el trasero. Americus y Flossie se miraron a los ojos antes de que ella escapase.
—Ya sé lo que haremos —me dijo más tarde ese día, después de haber estado pensando sentada en el tocón de un árbol—. Le haremos a Corncob una foto.
—No tenemos cámara —le recordé.
—Bueno, entonces Trustin puede hacer un dibujo de Corncob. Eso servirá. —Alzó la voz de la emoción—. Luego le llevaremos a Americus el dibujo. A lo mejor se ha comprado el cerdo porque cree que Corncob está muerto. Le dejaremos una nota con el dibujo pidiéndole quince dólares. No, espera. Con veinte dólares bastará.
—¿Por qué no paras de hablar en nombre de las dos? —Me crucé de brazos—. Yo no lo he secuestrado.
—Te daré parte del dinero —prometió ella.
Antes de que yo pudiese contestar, añadió cuatro canicas, una bola de caramelo y el caparazón agrietado de tortuga que se había encontrado hacía poco en la orilla del río. Todo eso era como un millón de dólares para una niña desharrapada como yo. Enseguida nos escupimos las palmas y cerramos el trato con un apretón de manos. Cuando fuimos al cobertizo a explicarle a Corncob el plan, lo encontramos tumbado de lado. Tenía la boca abierta sobre un charco de espuma.
—¿Le has dado de comer? —pregunté.
Flossie se arrodilló a su lado.
—Sí. Esta mañana le di panecillos con salsa de carne.
—¿Le dejaste agua?
Ella señaló con la cabeza un viejo bote de café situado debajo de la estantería. En la superficie del agua flotaba una pequeña lata.
Leí la etiqueta a Flossie.
—Matarratas.
Ella se levantó rápido y miró el agua turbia, y a continuación la estantería debajo de la que estaba el agua.
—El veneno ha debido de caerse al agua —dijo—. Cuando el perro bebió, se envenenó. —Abrió mucho los ojos—. Está muerto, Betty.
—¿Muerto?
Me di cuenta de que Corncob no se había movido desde que estábamos allí.
—Mira que podían haberse caído cosas al agua, Betty. Esa caja de botones o esos alfileres de sombrero rotos. —Me señaló los objetos para que yo entendiese a qué se refería—. ¿Por qué tenía que caerse el veneno, querida hermana? ¿Y por qué después de todos estos años? Ese matarratas era de los Peacock. Escondido en un estante durante décadas. Si papá lo hubiese encontrado, se habría deshecho de él. Ya sabes que no soporta los venenos. Pero ha estado aquí todos estos años, sin que nadie lo descubriese, y ahora da la casualidad de que se cae del estante. ¿Por qué? Yo te diré por qué. Es la maldición de la casa.
Se llevó las manos a la cara como si estuviese en una película de terror.
—¿Por qué tuviste que dejar el bote debajo de la estantería? Es culpa tuya, Flossie.
—No. Yo no quería que el agua se calentara con el sol. Debajo de la estantería estaba oscuro y no daba el sol. Quería que el pobre pudiera beber algo fresco.
Se llevó la mano al corazón.
—Oh, tendremos que enterrar el cadáver para que nadie lo sepa, aparte de nosotras —dijo.
—Tenemos que contárselo a papá.
Saqué el bote del cobertizo y tiré el agua para que nadie más pudiese beberla.
—Por favor, Betty. Si papá lo sabe, los chicos lo descubrirán. Todo el pueblo se enterará. No quiero que me llamen asesina de perros. Además, si yo caigo, diré que a ti se te ocurrió la idea de secuestrar a Corncob. Una actriz sabe cómo mentir para que todo el mundo la crea. Nací el mismo día que Carol Lombard. Sé interpretar un papel. Vamos, Betty. Ayúdame, por favor.
Me abrazó y me miró con los ojos muy abiertos y llorosos.
—Está bien. —Cedí clavándole un dedo en el pecho—. Pero tú cavas el agujero.
—Claro. —Asintió con la cabeza—. Por mi parte no hay problema.
Cargamos el cuerpo de Corncob en la carretilla entre las dos.
—Espera. —Flossie cogió la mazorca de maíz que había usado para atraer al perro. La puso al lado de su cuerpo—. Todo el mundo debería ser enterrado con algo que le guste mucho.
Pusimos la pala a través de la carretilla y la empujamos juntas hasta que llegamos a la vía del tren.
—Así podremos ver los trenes que van y vienen —dijo Flossie mientras intentaba darme la pala.
Le recordé que yo no pensaba cavar el agujero.
—Pero me acabo de pintar las uñas, Betty.
Levantó las uñas. No tenía dinero para comprar esmalte comercial, y como no podía usar el de mamá, se le ocurrió la idea de derretir nuestros lápices de colores de cera de abeja. Usaba un algodón para aplicarse la cera en las uñas. Por ese motivo le quedaban unos hilillos que sobresalían de la cera, pero de lejos no se veía ninguna imperfección.
—Tengo las uñas demasiado bonitas para estropearlas —añadió.
—Yo también —dije, enseñando mis uñas sin pintar llenas de tierra de buscar lombrices.
Flossie puso los ojos en blanco antes de hundir la pala a regañadientes en el suelo. Como la tierra no estaba blanda, no consiguió introducir la hoja más de unos centímetros.
—Por favor, Betty. Ayúdame.
—Sabía que esto acabaría pasando —dije, cogiendo el mango de la pala. Cavamos entre las dos un agujero lo bastante amplio para depositar a Corncob.
—Lo siento, Corncob —dijo Flossie mientras dejábamos que el cuerpo del animal resbalase por un lado del agujero—. Esto no debería haber pasado. Tú no deberías haber muerto.
Sacó la mazorca de maíz de la carretilla y la lanzó encima del cuerpo de Corncob.
—¿Crees que el perro pensó que yo lo envenené? —preguntó Flossie mientras llenábamos la tumba.
—Le hiciste una cama y le diste de comer panecillos con salsa. No pensaría que una niña que hace eso sería capaz de envenenarlo —dije.
Me miró a los ojos.
—¿Crees que le dolió cuando murió, Betty?
Me acordé del charco de saliva espumosa que habíamos encontrado debajo de la boca del perro. Negué rápido con la cabeza. Ella pareció quedar satisfecha.
—Deberíamos marcharnos —dije antes de que pudiese preguntarme algo más.
Cuando regresamos al granero, papá estaba dentro buscando más clavos para terminar los viveros que estaba construyendo con ventanas viejas.
—¿Qué andáis haciendo, pareja? —preguntó cuando se detuvo a mirar la pala