un cazo, sirvió la mezcla hirviendo en una taza de madera y la dejó en la encimera para que se enfriase.
—Si no vas al colegio, ellos ganan, Betty —dijo—. Ganan porque para ganar la guerra solo han tenido que hacerte caer.
Se sacó el diente de la serpiente de la boca y lo sujetó entre nosotros.
—Es como cuando me mordió la serpiente de cascabel —continuó—. Pensé que me había vencido, pero lo que me mordió me hizo más fuerte. Ahora te están mordiendo a ti.
Me cogió la mano en la suya y me pinchó en la palma con el colmillo.
—Ay.
Me aparté bruscamente.
—Tienes que sobrevivir a ello, Betty.
—No puedo. —Me froté la palma—. No soy fuerte como tú.
—Eres fuerte. Tienes que recordártelo. —Cogió la taza de madera—. Por eso te he preparado esto.
—Solo es ginseng.
—Y una punta de flecha —me corrigió él—. Que la convierte en la bebida de un guerrero.
Me dio la taza, todavía caliente por los lados. Miré el líquido marrón y entorné los ojos para evitar el vapor.
—Me quemará la boca —protesté.
—Ya se ha enfriado.
Clavando los ojos en el líquido, observé cómo daba vueltas antes de llevarme la taza a los labios y sorber despacio el brebaje caliente. Bebí hasta que solo quedaron la punta de flecha y el trozo de corteza.
—¿Notas el espíritu dentro de ti? —preguntó papá.
—Noto tierra en los dientes.
Me los lamí y dejé la taza.
—Pero ¿notas el espíritu, Pequeña India?
—No sé. —Lo miré fijamente a los ojos—. ¿Cómo puedo saberlo?
—Te lo enseñaré. —Me cogió de la mano y, teniendo cuidado con la pierna mala, se puso a saltar. Rompió a reír como si nunca se lo hubiese pasado tan bien—. Si te quedas quieta, Betty, te perderás algo extraordinario.
Al principio salté solo un poco, pero la amplia sonrisa de mi padre me elevó más y más del suelo hasta que los dos estábamos dando brincos como si pudiésemos tocar el cielo.
—¿Lo notas? —me preguntó—. ¿Notas el espíritu?
—Noto algo —contesté, notando el golpe seco de la caída.
—Tienes que notarlo del todo.
Me arrastró detrás de él para dar vueltas corriendo dentro del garaje.
—¿Lo notas ahora?
Se volvió para mirarme.
—Lo noto más.
—Tienes que notarlo del todo —repitió saliendo del garaje.
Sin soltarme la mano, me llevó corriendo al campo.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—A algo maravilloso —respondió él.
Nuestros pies golpeaban rítmicamente hasta que llegó un momento en que nos movíamos tan deprisa que me convencí de que había despegado del suelo.
—Lo noto —dije—. Lo noto del todo.
Y efectivamente lo notaba. Como si algo me inundase, veía pasar estelas de colores. Azul, amarillo, verde. El cielo, el sol, la hierba. La experiencia que había vivido en el colegio me había llenado el alma de nudos que ahora podía soltar en los prados. Sentí un súbito afecto por todo lo que me rodeaba que me hizo olvidar la soledad que se había apoderado de mí en el patio de recreo. Ruthis y los demás se hallaban en otra parte. Estaba segura de que podía soportar las cargas más pesadas del mundo. Ni piedras ni hierro, sino espirales y cosas que daban vueltas y giraban.
Corría tan rápido que adelanté a papá, y me dejó marchar cuando mi mano se escapó de la suya. Di la vuelta al campo antes de regresar con mi padre, que me esperaba con los brazos abiertos. Entonces comprendí adónde habíamos ido corriendo. Habíamos corrido el uno hacia el otro. Me lancé a sus brazos.
—Mi pequeña guerrera —dijo, arrimando su cara a la mía.
7
Aullarán las hienas en sus torres, en sus lujosas moradas los chacales.
Isaías 13, 22
L int tenía cara de niño. Tenía cara de niño y ojos de viejo. Tenía cara de niño y los ojos de un viejo inquieto.
—Septiembre lo calmará —dijo papá—. Y todos los miedos de Lint se irán como un zorro que escapa de noche.
Papá decía eso cada mes, como si con cada hoja nueva del calendario se abriese una puerta. Pero cuando llegó septiembre, tan fino que podía colarse entre las ramas de los árboles, Lint enfermó de lo que papá llamó el tembleque del escarabajo porque la forma en que Lint se sacudía recordaba el temblor de las larvas.
—Solo tiene cuatro años —dijo papá—. No es más que un niño. Y los niños creen que solo se les ve si se mueven. Eso es lo que está haciendo, moviéndose para que nos acordemos de verlo. Para que sepamos que está con nosotros en casa.
Como Lint seguía temblando, papá lo llevó a una lumbre que había encendido en el campo. Se calentó las manos con las luminosas llamas naranja y tocó a Lint.
—Te veo, hijo —dijo papá apretando las manos contra el pecho de su hijo.
Primero cesaron los temblores del brazo derecho y luego los del izquierdo.
—Te veo.
Los temblores de las piernas cesaron antes que los de la cabeza.
—Te veo.
Una vez que Lint estuvo inmóvil como la hierba que le rodeaba, papá dijo:
—Bien hecho. Te veo.
Lint se incorporó y sonrió. Tal vez papá pensó que su hijo estaba en condiciones de seguir desarrollándose sin problemas. Que no perdería el juicio y que su risa lo demostraría. Pero para el domingo Lint había empezado a quejarse de unos animales que tenía dentro del cuerpo.
—Debajo d-d-de la piel —le dijo a papá—. Va y viene. Me pica y d-d-duele. Noto unos cuernos de ciervo que se me clavan en la e-e-espalda, papá. Una a-a-ardilla en el brazo. Una zarigüeya en el p-p-pie. Un coyote e-e-encima de la rodilla.
Cada vez que Lint se quejaba de que tenía un animal dentro de él, papá le soplaba esa parte del cuerpo e imitaba el sonido del animal en cuestión. Cuando Lint le dijo que tenía un lobo en el codo, papá aulló. Cuando dijo que un tigre corría por su espalda, papá gruñó y enseñó los dientes. Después de que papá imitase el chillido de un halcón, Lint dijo que ese era el último animal.
Papá sabía que para querer a Lint había puentes que cruzar, y que no siempre serían fáciles de atravesar. Con el fin de prepararnos, dijo que no hablásemos de nuestro hermano con extraños.
—Solo conseguiremos que nos separen de él y lo manden fuera —nos dijo cuando Lint estaba en el campo buscando piedras.
—¿Adónde lo mandarán? —le pregunté, sin saber de qué personas hablábamos.
—A vivir en una casa de escorpiones —respondió papá—. Esos escorpiones le picarán hasta que se olvide de hablar. Es más, querrán curarlo, pero lo único que harán es echarlo de este mundo.
Cada vez que Lint decía que padecía síntomas imaginarios como dolor de pestañas o arañas en los oídos, papá lo curaba con remedios como si las dolencias fuesen reales.
—Prométeme