tendido en divanes de Cachemira, acariciado el oído por el desgranarse de un surtidor y servido por pajes negros, y eran tan palpables todas estas cosas soñadas, que al verse sin ellas se entristecían como si las hubiesen perdido.
—Pero ¿para qué hablar de tales cosas —decía Frédéric—si nunca las tendremos?
—¿Quién sabe? —replicaba Deslauriers.
A pesar de sus opiniones democráticas, le incitaba a que se introdujera en casa de los Dambreuse; a lo que Frédéric argüía que ya lo había intentado.
—¡Bah! Vuelve a la carga y te invitarán.
Como a mediados de marzo, y entre otras cuentas de importancia, recibiera la del hostelero que les servía la comida, y como Frédéric no tuviera dinero bastante, pidió prestado a Deslauriers cien escudos; la misma petición fue reiterada quince días más tarde, regañándole su amigo por los gastos que hacía en el establecimiento de Arnoux.
Efectivamente, tales gastos eran excesivos. Una vista de Nápoles, otra de Venecia y otra de Constantinopla aparecían en mitad de cada una de las tres paredes; acá y allá, escenas ecuestres de Alfredo de Dreux, un grupo de Pradier sobre la chimenea, dos números de L'Art Industriel sobre el piano y cartones de dibujo por el suelo, obstruían de tal suerte la habitación, que apenas si había sitio para colocar un libro ni tan siquiera para rebullirse. Según Frédéric, todo aquello le era necesario para poder pintar.
Trabajaba en casa de Pellerin; pero éste con frecuencia se hallaba en la calle, pues tenía la costumbre de asistir a todos los entierros y acontecimientos de que hablaban los periódicos, de modo que Frédéric se pasaba completamente solo las horas enteras en el estudio. El silencio que allí reinaba, sólo interrumpido por el corretear de los ratones; la luz que caía de lo alto, y hasta el crepitar de la estufa, todo, de consuno, le hundía al principio en una especie de bienestar intelectual.
Luego sus ojos, abandonando el trabajo, se abismaban en las desconchaduras de la pared, entre las baratijas del armario, a lo largo de las estatuas en las que el polvo amasado semejaba jirones de terciopelo, y como el viajero que, perdido en medio de un bosque, siempre, vaya por donde vaya, sale al mismo sitio, así el joven, en lo profundo de cada idea, se hallaba siempre con la imagen de la señora Arnoux.
Se había fijado día para ir a su casa; pero una vez en el segundo piso, ante la puerta, dudaba en llamar. Unos pasos se aproximaban, abrían, y al oír "La señora no está en casa", se sentía como liberado, como si le quitaran un peso del corazón.
Sin embargo, la encontró más de una vez: la primera estaba en compañía de tres señoras; otra, por la tarde, fueron interrumpidos por el maestro de caligrafía de la señorita Marthe. Además, como los hombres que conocían a la señora Arnoux no la visitaban, Frédéric, por discreción, dejó de hacerlo.
Pero no dejaba de ir, muy particularmente todos los miércoles por la tarde, a L'Art Industriel, para ser invitado a las comidas de los jueves; permanecía allí después de todos, más tiempo aun que Regimbart, hasta el último minuto, fingiendo que miraba un grabado o que leía un periódico. Al fin, Arnoux le decía:
—¿Está usted libre mañana por la noche?
Y sin esperar a que terminase, aceptaba la invitación. Parecía que Arnoux iba tomándole cariño. Le enseñó el arte de reconocer los vinos, a quemar el ponche, a hacer salmorejo de ave. Frédéric seguía dócilmente sus consejos, amando cuanto dependía de la señora Arnoux: sus muebles, sus criados, su casa, su calle.
Apenas si hablaba durante aquellas comidas, limitándose a contemplarla a ella: en la sien derecha tenía un lunarcito; sus cabellos, por delante, eran de una negrura más intensa y como ligeramente humedecidos por los bordes; de vez en cuando, y con tan sólo dos dedos, se los alisaba. Frédéric conocía la forma de todas las uñas de ella; se deleitaba escuchando el crujir de su vestido de seda al pasar junto a las puertas; olisqueaba a hurtadillas el perfume de su pañuelo; su peinado, sus guantes, sus sortijas, eran para él cosas de un alto valor, importantísimas como obras de arte, casi animadas como personas; todas se le adentraban en el alma y enardecían su pasión, que no había tenido fuerzas para ocultársela a Deslauriers. Cuando regresaba de casa de la señora Arnoux, lo despertaba como sin querer, a fin de poder hablar de ella.
Deslauriers, que dormía en un cuartito, junto a la pileta, lanzaba un prolongado bostezo, y Frédéric se sentaba a los pies de la cama. En primer lugar hablaba de la comida, y a continuación refería mil detalles insignificantes, en los que observaba señales de desprecio o de cariño.
Una vez, por ejemplo, ella había rehusado su brazo para tomar el de Dittmer, desolándose Frédéric.
—¡Oh, que tontería!
O bien le había llamado "amigo mío". "¡Entonces la cosa marcha!", pensaba él.
—Pero yo no me atrevo —decía Frédéric.
Perfectamente; no pienses más en ella. Buenas noches.
Y volviéndose del lado de la pared, tornaba a dormirse. Aquel amor le resultaba ininteligible, considerándolo como una última flaqueza de adolescente, y por no bastarle ya su intimidad, sin duda, pensó en reunir una vez por semana a los amigos comunes.
Llegaban el sábado, como a eso de las nueve de la noche. Las tres cortinas estaban cuidadosamente corridas; ardían la lámpara y cuatro velas; la caja de tabaco, llena de pipas, se veía en medio de la mesa, entre las botellas de cerveza, la tetera, un frasco de ron y algunas pastas. Se discutía la inmortalidad del alma y se establecían paralelos entre los profesores.
Una noche, Hussonnet se presentó con un mozo fornido, de apocado continente y con una levita de mangas demasiado cortas. Era el muchachote aquel que el año último reclamaron como camarada en la Comisaría.
Como no le fue posible entregarle a su jefe la caja con los encajes perdida en la refriega, aquél le acusó de robo, amenazándole con llevarlo a los Tribunales; ahora estaba de dependiente en una casa de transportes. Hussonnet se lo había tropezado aquella mañana en la esquina de una calle y lo traía porque Dussardier, por reconocimiento quería ver "al otro"
Alargó a Frédéric la petaca, con todos los cigarros aún, pues la había conservado religiosamente, con la esperanza de devolverla. Los jóvenes le invitaron a volver, y así lo hizo.
Todos simpatizaban. En primer lugar, su odio al Gobierno tenía la fuerza de un dogma indiscutible. Unicamente Martinon trataba de defender a Luis Felipe; pero los demás se le echaban encima agobiándolo con los lugares comunes de los periódicos: la fortificación de París, las leyes de septiembre, Prithard, lord Guizot, y esto de tal manera, que Martinon, temiendo ofender a alguno, se callaba. En siete años de colegio nunca se hizo acreedor a un castigo, y en la Facultad de Derecho sabía congraciarse con los profesores. Llevaba por lo general una gruesa levita color de almáciga y chanclas de goma; pero una noche se presentó con traje de recién casado: chaleco de terciopelo, corbata blanca y cadena de oro.
El asombro aumentó cuando se supo que venía de casa del señor Dambreuse. En efecto, el banquero Dambreuse acababa de comprar al padre de Martinon una partida considerable de madera, y como el buen hombre le había presentado a su hijo, el banquero invitó a comer a los dos.
—¿Había muchas trufas? —preguntó Deslauriers—. ¿Y has abrazado a su esposa, entre cortinas, sicut decet?
Con esto, la charla derivó hacia las mujeres. Pellerin no admitía que hubiese mujeres hermosas —prefería los tigres—; además, la hembra del hombre era un ser inferior en la jerarquía estética.
—Lo que a ustedes les seduce en ella es precisamente lo que la rebaja como idea; es decir, el seno, los cabellos.
—Sin embargo —objetó Frédéric—, una abundante cabellera y unos grandes ojos negros..
—¡Conocemos la cantilena! —exclamó Hussonnet—. Basta de andaluzas! ¡Yo estoy chapado a la antigua! ¡Dejémonos, en fin, de charlatanerías! Una mujer elegante y casquivana es más entretenida que la Venus de Milo. ¡Seamos