Héctor Rodríguez

Yo fui huérfano


Скачать книгу

fue aquí donde probé por primera vez el sabor de un helado de crema.

      Resulta que unas de las tardes bastante calorosas, permanecíamos sentados en el patio central del Instituto, no fuimos al mar porque había muchas nubes y la celadora tenía miedo que pudiera llover y no sea cosa que nosotros estemos en la playa, hecho que era muy común que eso ocurriera

      No sé dónde lo compró, pero la celadora estaba comiendo un helado en esos vasitos que también se pueden comer, y mientras tanto nos miraba cómo nos portábamos nosotros.

      Lo hacía con una cucharita de madera cuyo uso antes era común, yo sentadito y callado la observaba atentamente y con muchísima curiosidad, no sabía qué cosa saboreaba, se ve que le dio lástima mi actitud porque atinó a darme una cucharadita con helado. —

      ¡Sentí una sensación en mi boca tan particular!…

      Mi lengua y el paladar se enfriaron de golpe y el sabor a crema y vainilla, que jamás había probado, me dejaron estupefacto, no lo podía creer, pero sólo me dio una, me quedé con las ganas de seguir comiendo helado porque la celadora terminó tomándoselo todo, pasó mucho tiempo para que volviese a probar lo que era un helado.

      Las vacaciones en Mar del Plata llegaron a su fin, habremos estado un mes, luego retornamos al Instituto, no recuerdo cómo fue el regreso, sólo que me di cuenta cuando me desperté al día siguiente en el Asilo, habíamos comenzado la rutina de siempre.

      En la mañana temprano nos levantaban, íbamos al baño a higienizarnos, habitualmente lo hacían las mismas celadoras porque nosotros éramos muy torpes y mojábamos todo el baño.

      De ahí a tomar el desayuno, que consistía en una taza de lata en cuyo interior contenía mate cocido cortado con algo de leche y acompañado con un pedazo de pan bastante viejo, no te servían otra cosa, además teníamos hambre y no mirábamos lo que nos daban, lo comíamos igual.

      EL CHOCOLATE

      Era costumbre que, antes de tomar el desayuno, una vez por mes, la celadora preguntara en voz alta:

      —¿Quién cumple años este mes?…

      Por supuesto, algunos levantaban la mano, tal vez ni siquiera sabían cuándo cumplían años, yo era uno de ellos, pero la mano la levantaba todos los meses el día que la celadora hacía esa pregunta.

      —¿Qué pasaba ese día tan especial?…

      A todos los que cumplían años ese mes, los separaban en una mesa del comedor y les servían chocolate con leche acompañado de unas riquísimas masitas.

      —¡Por Dios, eso no me lo podía perder!…

      Por eso levantaba la mano todos los meses, lo extraño era que las celadoras no se daban cuenta de que yo levantaba la mano siempre, o al menos eso creo yo.

      Tal vez se hacían las otarias para dejarme disfrutar de tan hermoso momento, al fin y al cabo, a ellas no les costaba nada.

      En cierta oportunidad, junto con otro compañerito que era más loco que yo, nos metimos en la cocina, que era pequeña y se encontraba a continuación del comedor, ahí guardaban todos los alimentos de consumo inmediato que traían de la cocina mayor, la que abastecía a todo el Instituto.

      Por suerte, la celadora no estaba en ese momento, así que aprovechamos a revisar y hurguetear en todos los cajones y también en las alacenas que no eran muchas, fue grande nuestra sorpresa cuando encontramos varios paquetes con barras de chocolate, eran las que nos daban los fines de mes con motivo de nuestro cumpleaños.

      — ¡Qué festín nos hicimos!… mi compinche me decía:

      — ¡Tomá, aquí hay más!... Teníamos que dejar algunas para que la celadora no se diera cuenta.

      Comimos a rabiar, las barras eran gruesas y grandes y nos habremos mandado cinco o seis cada uno.

      —¡Qué bestias!… ¡qué estómago de fierro teníamos!...

      Era la primera vez que comía chocolate puro y negro, la marca del chocolate hoy sigue en vigencia, todos la deben de conocer, sólo que ahora vienen más finitas y menos barras en cada envase.

      Es una manera de cobrarte lo mismo por menos cantidad.

      LOS CASTIGOS

      Era costumbre que, cuando pasaba la celadora cerca de nosotros, levantásemos el brazo para cubrirnos de algún “cachetazo” que pudiera venir, ellas no te avisaban, si estabas cometiendo alguna falta, ahí nomás te zampaban uno sin ningún miramiento ni aviso previo, ibas a parar al piso y sobre la marcha te gritaban:

      —¡Parate, guacho de mierda!…

      —¡Te voy a dar a vos hacerte el gracioso!…

      Había varios tipos de castigos, todo dependía de la celadora que estaba ese día.

      Algunas te ponían en penitencia en un rincón del salón, mirando hacia la pared durante largo rato, y guay de moverte de ahí.

      Otras te daban tremendas palizas que te dejaban desecho por un buen rato, además de insultarte en todos los idiomas.

      Pero la peor de todas, al menos para mí, era cuando nos teníamos que bañar, ellas se encargaban de hacerlo, uno por uno, porque naturalmente nosotros todavía éramos muy chicos y no sabíamos bañarnos solos.

      Las muy “guachas” iban llamando de a uno, mientras el resto esperaba afuera en un pasillo.

      —¡González!…

      Él iba al baño, le sacaba toda la ropa y ya tenía la bañera llena de agua, ahí metía a cada chico y lo enjabonaba y refregaba con un trapo, en ese entonces no había esponjas, después lo enjuagaba bien, lo secaba y le volvía a poner la ropa mandándolo al pasillo.

      El problema era cuando el chico que llamaba había cometido una falta de conducta, que para ellas cualquier travesura merecía un castigo.

      —¡Martínez!…

      —A éste, directamente lo agarraba de los pelos, le quitaba la ropa, lo tomaba de los dos pies y las manos y lo zambullía en la bañera ahogándolo por varios segundos que se hacían interminables, lo único que podía hacer era patalear desesperadamente porque si gritaba se tragaba toda el agua, mientras escuchaba:

      —¡Vas a aprender a portarte bien, desgraciado!…

      Cuando alcanzaba a sacar la cabeza del agua, atinaba a gritar…

      —¡Me voy a portar bien!

      —¡Me voy a portar bien!, qué… gritaba ella y lo volvía a meter debajo del agua.

      Cuando volvía a sacarle la cabeza del agua tenía que decir:

      —¡Me voy a portar bien, señorita!…

      Recién ahí, lo enjabonaba, lavaba y secaba, ponía la ropa y continuaba amenazándolo que volvería a ahogarlo la próxima vez que se portara mal.

      Yo recibí dos o tres veces ese castigo y puedo asegurar que no se lo deseo a nadie.

      Nunca entendí qué era “portarse mal”; ¿acaso era charlar, reírse, correr, saltar, esconderse, y todas las cosas que hacen los nenes de esa edad?…

      Bueno, un rotundo SÍ para las celadoras, eso era considerado “mala conducta”, sólo se podía hacer cuando ellas lo permitieran, así que “cuidadito con portarse mal”, era una desobediencia y como tal merecía un castigo.

      Y desde luego, tenían un horario para permitir “jugar” a los chicos, fuera de él, la boca cerradita, nada de muecas y estar sentadito o paradito sin moverse del lugar, esa era la disciplina que nos imponían, así que nos teníamos que acostumbrar, obedecer si no queríamos ligar una paliza.

      LA VESTIMENTA