Héctor Rodríguez

Yo fui huérfano


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pertenecían a los curas franciscanos, esos que usan sandalias y sotana marrón claro.

      No recuerdo que nos hayan llevado a paseos fuera del Asilo, salvo cuando fuimos a Mar del Plata, porque yo tenía muy buena memoria y seguramente me estaría acordando si así fuera.

      LA CAPILLA

      Al final de ese largo pasillo que conocimos, estaba “la iglesia”, ahí le decían “la capilla”, cuando la conocimos por primera vez me pareció inmensa, observaba las estatuas, los bancos reclinables, el altar, una inmensa cruz, algunas velas encendidas y una gran cúpula en el techo.

      Desde luego nosotros todavía no sabíamos nada de religión, sólo mirábamos con asombro todo eso sin saber su significado.

      La cuestión es que en poco tiempo comenzaron a llevarnos a esa capilla, tendríamos cuatro años aproximadamente, ahí estaba un señor con una sotana larga, negra y cuello blanco, cuando comenzó a hablarnos dijo:

      —¡Hijos míos!…

      Yo me quedé boquiabierto, no entendía nada.

      ¿Qué significaba tanta amabilidad, tanta calidez?...

      El lenguaje que empleaban las celadoras con nosotros eran unas bestias, totalmente hostiles y jamás un cariño, nos habíamos acostumbrado a que eso era lo normal.

      El “padre”, así le decíamos a los “curas”, porque esa era la manera con la cual debíamos dirigirnos, comenzó su obra de “evangelizarnos”.

      —¡Aquello que ven allá es una cruz, donde fue crucificado Jesús!…

      —¡Esa otra estatua es la Virgen María, madre de Jesús!…

      —¡El de al lado es José, padre de Jesús!…

      Y así nos iba nombrando a todos los santos.

      Nosotros hasta ahí simplemente escuchábamos y mirábamos todo lo que nos enseñaba, por supuesto estoy simplificando mucho para no hacerlo tan largo.

      Después, en visitas posteriores, la cosa se puso más interesante.

      —¡Ustedes tienen que portarse bien, porque hay un cielo que está lleno de ángeles donde van los niños buenos, un purgatorio donde deben redimir sus pecados y un infierno, que está lleno de fuego, donde van todos los que se portaron muy mal!…

      —Ya eso nos hizo asustar bastante.

      —¡También existe un Dios, todo poderoso, infinitamente sabio y bueno que fue el que creó el universo!…

      —¡Y cuidado, además existe un diablo muy malo que nos incita a pecar para llevarnos al infierno!

      —¡Bueno, bueno!, a partir de aquí nuestras cabecitas comenzaron a imaginar de todo, para peor, las visitas a la capilla se repetían de manera más seguida y eso no hacía más que incrementar nuestros miedos, incertidumbre y qué sé yo cuántas otras cosas.

      —¡No tienen que mentir, decir malas palabras, pegarle a un compañerito!, etc., etc., etc., ¡porque eso es pecado!.

      ¡Uy, entonces nosotros hasta ahí habíamos cometido un montón de pecados! ¿Quién nos iba a salvar del infierno?.

      Por suerte había una solución: era “confesarse”.

      ¡Aaahhh!… menos mal.

      —¡Entonces puedo pecar todo lo que se me antoje, total después me confieso y quedo liberado de culpa y cargo para no ir al infierno, de esa manera me aseguro que al final voy a ir al cielo siempre, ¡sí o sí!…

      —¡Mirá qué vivo que soy!…

      Al menos todos podríamos pensar así, pero no, cuando uno es chico cree a pie juntillas todo lo que le dicen los mayores, no discute ni interpela nada, más cuando lo dicen seriamente y de esa manera te van inculcando la fe, evangelizarnos, cristianizarnos, adoctrinando, y no sé cuántos “sinónimos” más.

      Evidentemente éramos muy inocentes, no sabíamos nada de nada.

      Esto lo pude comprobar con mis nietos cuando eran pequeños, les decía alguna “broma” poniendo cara de serio, muy ceremonioso y ellos me respondían:

      —¿Sí?... como queriendo reafirmar mis dichos porque creían que era algo cierto.

      —¡No, tesoro, es un chiste, una chanza, lo digo en broma!…

      —Pero, abu, no nos hagas asustar...

      A todo esto, ya el “padre” nos había enseñado el padrenuestro, el avemaría, el credo, y otras oraciones y además cómo teníamos que confesar nuestros pecados. Consistía en arrodillarse en una casilla de madera llamada “confesionario”, con ventanillas donde no podías ver al “padre” y decirle todos los “pecados” que habías cometido.

      Generalmente eran las “malas palabras”, “pelearse con otro chico”, “romper un vidrio” y todas otras cosas que ya no me acuerdo.

      Para perdonar tus pecados tenías que rezar un padrenuestro, tres avemarías y alguna que otra oración y prometerle a Dios que nunca más ibas a repetir todo lo que confesaste.

      Lo cierto es que esa promesa nunca se cumplía porque por “H” o por “B”, siempre te la pasabas pecando, era inevitable, el trajín de los acontecimientos ineludiblemente te llevaba a pecar.

      —¿Quién podía evitar que en un momento de bronca no te mandaras una puteada o mala palabra?

      MI PRIMERA DUDA

      En la introducción, comencé haciendo varios interrogantes y prometí que, en el desarrollo de este relato, en algunas partes, volvería sobre ellos, aclaro que estos me los hice muchísimo tiempo después.

      —Si Dios es tan poderoso, infinitamente bueno y fue el creador de todo…

      —¿También creó al diablo?... de ser así,

      —¿Para qué lo hizo?...

      —¿Acaso para tentarnos a pecar?...

      —¿Y probar nuestra fuerza de voluntad para no caer en el pecado?...

      —¿Y aquél que era débil, sin fuerzas para evitar el pecado, inexorablemente se iba al infierno?...

      —Se me ocurre que esto no puede ser así.

      La fe que me inculcaron desde niño hizo que yo creyera siempre en la existencia de un ser superior, si eso es verdad o no, todavía no lo sé.

      Sin embargo las dudas y preguntas son muchísimas, sobre todo cuando fui adquiriendo más información sobre este tema, desde chico tuve la percepción de haber vivido siempre, es decir, desde antes de nacer, tal vez a todos nos haya ocurrido esta sensación, que sólo se develará el día que pasemos para el “otro lado”,… si existe ese “lado”.

      LAS VISITAS

      Habitualmente los domingos venían familiares a visitar a los internados, por supuesto, no a todos, yo era uno de ellos, porque jamás había recibido una visita.

      Ellas esperaban en la Dirección del Instituto, las celadoras recibían la comunicación de los chicos que eran visitados y de inmediato comenzaban a llamarlos.

      ¡González, Fernández, Aguirre!, … etc.,—Ahí no se acostumbraba a llamarte por tu nombre, siempre era por el apellido, por eso hasta yo mismo desconocía cuál era mi nombre.

      Desde el pabellón los trasladaban por el pasillo largo hasta la Dirección donde se encontraban con sus familiares, estos generalmente los llevaban al enorme parque que estaba al frente del Colegio, donde había muchos bancos y un hermoso césped bien cortadito y pasaban la tarde disfrutando de su compañía.

      La visita duraba dos o