Héctor Rodríguez

Yo fui huérfano


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ya cansado, el padre me dijo:

      —¡Hijo mío, Dios perdona tus pecados, pero no vuelvas a hacerlo más!…

      En ese momento pensé:

      ¡Uy, a ver si se lo alcahuetea a la celadora y ésta me revienta a cachetazos!…

      Pero no, después me enteré que la confesión era algo secreto que nadie se debía enterar, por último me dijo.

      —¡Ve al banco y reza un padrenuestro y tres avemarías!…

      Desde luego a todos nos decía lo mismo.

      Ya con la conciencia tranquila, me tenía que cuidar de no volver a pecar, por lo menos hasta el día siguiente en que debía comulgar.

      ¡Qué difícil compromiso!…

      ¡Había tentaciones por todos lados!…

      Y encima el resto del día se me hizo larguísimo, pero lo logré, no sé cómo la habrán pasado los otros compañeros que también estaban en la misma situación.

      Al día siguiente, bien temprano, ya era domingo, nos levantaron y, en primer lugar, a los que debíamos tomar la comunión, nos dieron un uniforme espectacular, una camisa blanca y almidonada, pantaloncito corto azul marino y una especie de saquito mangas largas y solapa al cuello, haciendo juego con el pantalón, además corbata azul muy delicada, y para rematarla, un moño blanco muy sedoso colocado en el brazo izquierdo, supuestamente del lado del corazón, también zapatos negros de cuero muy brillantes y medias blancas.

      Para comulgar, era obligatorio estar en ayunas, así que partimos del pabellón sin desayunar, acompañados por la celadora hacia la capilla, siempre por ese largo corredor interno, llegamos y nuestra sorpresa fue mayúscula cuando entramos en la iglesia, había flores por todos lados, velas encendidas y luces por doquier y además ya estaba llena de gente murmurando, que no sé de dónde salieron.

      Muy coquetos con nuestra vestimenta nueva, fuimos trasladados por los pasillos internos de la capilla hasta llegar a los primeros bancos frente al altar, en cierto modo éramos los homenajeados porque tomábamos la primera comunión y todas las miradas estaban puestas en nosotros.

      De pronto comenzó a escucharse una música suave y casi celestial y que hacía eco en todos lados de una manera singular, instintivamente casi todos miramos hacia arriba para ubicar de dónde llegaba esa hermosa melodía y pudimos ver en la parte superior, al fondo, un conjunto de barras o caños altos por donde salía el sonido.

      Más tarde supe que a ese instrumento musical lo llamaban “armonio”.

      Se empezó a escuchar una campanilla tocada por un “monaguillo” y detrás de él venía el padre vestido con un atuendo espectacular propio para esa ocasión.

      Y ahí nomás se inició la santa misa, que a nosotros nos resultó familiar porque ya habíamos concurrido en otras ocasiones hasta que llegó el momento tan esperado.

      El padre, con toda la liturgia y la ceremonia, levantó una copa grande, seguramente bañada en oro o algo así, porque brillaba como los dioses, y estaba llena de “hostias”.

      Después de decir unas palabras en latín.

      Aclaro que toda la misa, en esa época, se decía en latín, nadie entendía un pepino lo que oraba, incluso un gran libro llamado Las Sagradas Escrituras que tenía sobre el altar estaba escrito en latín y lo gracioso era que los monaguillos también respondían igual en cada ocasión.

      Bajó la copa y se adelantó hacia nosotros mientras una celadora nos indicaba que debíamos arrimarnos en fila india a un reclinatorio frente al altar.

      De fondo, nos acompañaba esa música celestial, la sensación extraordinaria que todos sentíamos en ese momento era indescriptible, evidentemente estábamos compenetrados en ese acto con total devoción.

      El padre comenzó uno a uno a darnos la hostia, más o menos yo tenía idea de que era redonda, blanca, finita y relativamente pequeña porque la había visto en misas anteriores, desconocía su sabor.

      Cuando me tocó a mí, saqué la lengua y sobre ella el padre apoyó la hostia, metí con cuidado la lengua en mi boca tratando de no lastimarla con mis dientes, que en ese entonces eran muy filosos, porque me habían dicho que estaba recibiendo el “cuerpo de Jesús”.

      Ahí pude probar el sabor, era bastante agradable, se disolvió rápidamente y la tragué, respiré profundamente y como los demás retornamos a nuestro banco para orar.

      El padre continuó dando hostias prácticamente a todos los presentes, así que ese acto tardó bastante en completarse.

      Luego siguió con la misa hasta terminarla, por último, nos vino a saludar a nosotros, los que habíamos tomado la “primera comunión”.

      Colocándonos a cada uno, el dedo pulgar de su mano en nuestra frente y diciendo:

      —¡Dios te bendiga, hijo mío!…

      —¡Amén!…

      Esa acción me sorprendió porque ahí demostró el padre lo excelente persona que era y en cierto modo cómo nos apreciaba, era un “gran tipo”.

      Cuando salimos de la iglesia, varios familiares de algunos chicos, que acompañaban a los presentes, fueron a saludarlos, abrazarlos, besarlos y todo eso.

      Yo, junto con otros dos o tres más, observábamos desde lejos, ya estábamos acostumbrados a que nadie viniese a visitarnos, éramos los mismos “huérfanos” de siempre.

      Posteriormente, estábamos sin desayunar, nos hicieron un agasajo extraordinario en un salón adornado con guirnaldas y diversas figuritas colgantes, para tomar un exquisito chocolate con leche acompañado de masas y muchas cosas ricas.

      Nunca me olvidé de este momento porque fue muy especial, si se quiere, fue el primer agasajo importante en mi corta vida, incluyendo por supuesto el acto de tomar la “primera comunión”.

      PLAZA DE MAYO

      Durante el mismo año en curso, 1946, cierto día del mes de octubre, estábamos jugando “al don pirulero” con la maestra jardinera en el patio central del pabellón, todos sentaditos en el suelo, era de mañana con un sol radiante, de repente aparece la celadora acompañada con un señor vestido muy elegante con traje y corbata.

      Como es lógico, todos detuvimos el juego y de paso los mirábamos a ambos, vimos cómo la celadora, mientras conversaba con el señor, señalaba con el dedo a González y a mí.

      Tanto él como yo, nos mirábamos y girábamos la mirada hacia ellos sin saber de qué se trataba el asunto, de pronto nos hicieron seña para que fuéramos ahí y así lo hicimos.

      El señor nos observó atentamente y asintió con la cabeza como aprobando la elección que la celadora había hecho, de inmediato trajeron dos uniformes de “granaderos” para probarnos.

      Pantalón largo de una tela especial color azul con raya al medio, camisa blanca de poplín almidonada, una chaqueta especial como usan los granaderos, medias blancas y botas negras o borceguí, no sé qué era, ah, y también guantes blancos.

      Como decía en otras oportunidades, el talle de esos uniformes nos cayó a la medida tanto a González como a mí, cosa que siempre ocurría con cualquier otra ropa que nos pusieran porque todos éramos de igual estatura.

      Nosotros no entendíamos nada lo que estaba pasando, sólo obedecíamos órdenes.

      Como ya era la hora de almorzar, nos rogaron que por favor no mancháramos los uniformes mientras comíamos, de todos modos, nos pusieron a los dos un delantal enorme para evitar cualquier salpicón de comida en nuestra ropa.

      Parece que tenían mucho apuro porque de inmediato nos llevaron por los extensos pasillos internos de los pabellones mientras se iban agregando a nosotros otros chicos, también vestidos de granaderos hasta completar casi