es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23), y todos pecamos: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús”(Romanos 3:23–24).
Porque todos pecamos y estamos destituidos de la gloria de Dios, Él, en su infinito amor, ideó un plan para salvarnos de esa muerte. Dios mismo “fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (S. Juan 1:14). “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en El cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (S. Juan 3:16).
Este fue el plan de la Redención establecido desde tiempos eternos en nuestro favor. Como la paga del pecado es muerte, el hombre merecía morir, pero Cristo murió en la cruz como el Cordero de Dios, pagando así la deuda. Ocupó un lugar que no merecía, a fin de que nosotros ocupemos un lugar que tampoco merecemos: la vida eterna.
Como vimos, por la propia definición de la palabra, nada podemos hacer para “merecer” la gracia de Dios. Por más esfuerzo que pongamos de nuestra parte, por más que lastimemos nuestros pies peregrinando, y por más fieles q seamos a la ley de Dios, nada es suficiente. La gracia de Cristo no puede ser comprada o ganada. Pero Jesús la toma como un hermoso regalo y la coloca al alcance de nuestras manos. ¿Qué tuvimos que hacer nosotros? ¡SOLO RECIBIRLA!
Por esta razón, aquel que en su último aliento entrega su corazón al Salvador, obtiene vida eterna, como el ladrón de la cruz, que al borde de la muerte creyó de corazón en el Señor: “Acuérdate de mi cuando vengas en tu reino”, y como él, toda persona que acepta a Jesús sinceramente, recibe por gracia la salvación, tanto el que vivió toda una vida de entrega, como aquel que lo recibe en el último minuto de su vida, aunque la muerte no le de la oportunidad de demostrar su conversión mediante la obediencia a los preceptos divinos.
Y es en este punto donde nos hacemos la pregunta, si no existe ley que nos justifique delante de Dios, entonces, ¿Qué lugar ocupa la obediencia si somos salvos por gracia? ¿Cumple alguna función aún su ley? ¿No fue “clavada en la cruz”? A esto responde el pastor Fernández, en la página 13 de su libro:
“El pacto de la ley, se estableció en el Sinaí entre Dios y el pueblo Israelita, y estuvo vigente hasta la muerte redentora de Cristo”.
No existe ley entonces para los cristianos, según su entender. Y unos párrafos más adelante, dice en la página 14:
“La ley tiene por finalidad revelar al hombre su pecaminosidad y mostrarle la necesidad de un Salvador”
Cita como fundamento, (Romanos 3:20) “… ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él, porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”. Y (Romanos 7:7) “¿Qué diremos pues? ¿La ley es pecado? En ninguna manera. Pero yo no conocí el pecado sino por la ley…”
Me gustaría preguntarle al pastor Fernández cuál de sus aseveraciones es la correcta, ya que son contradictorias, o no hay ley porque solo estuvo vigente hasta la muerte de Cristo, o sí hay ley, y su finalidad es mostrarnos el pecado…
Obviamente, es el segundo párrafo el que concuerda con las Santas Escrituras. La ley es un espejo que nos muestra el pecado, no es un medio de salvación. Sin embargo, cuando nos miramos en ese espejo y nos vemos sucios, ¿Qué hacemos con el espejo? ¿Lo tomamos con ambas manos y lo pasamos por el rostro para que nos limpie? ¿O lo arrojamos a la basura para no ver que estamos sucios? En el primer caso, ¿Nos limpiará el espejo? Y si lo arrojamos para no vernos, ¿No seguiríamos estando sucios?
Lo mismo ocurre con la ley de Dios, se puede caer en el error de intentar limpiar con ella nuestro pecado, cumpliendo con cada mandamiento (justificación por obras) lo cual sería imposible, porque la ley (espejo) no limpia, solo limpia la sangre de Jesús. O podemos caer en el otro extremo, desechar la ley para que no nos muestre el pecado, y así sentirnos limpios, aunque no lo estemos, (falsa justificación por fe).
La conclusión es simple, la ley no puede ser desechada, no caducó al morir Cristo, ella nos muestra el pecado que hay en nosotros y nos hace ver la necesidad de un Salvador, es entonces cuando Jesús nos perdona, nos limpia, nos justifica por sus méritos en la cruz, y como a la mujer adúltera nos dice “vete, y no peques más”.
Juan dijo que “el pecado es infracción de la ley” (1° Juan 3:4), entonces podemos decir que Jesús mandó a la mujer adúltera no transgredir más el séptimo mandamiento que dice “no cometerás adulterio”. Una vez recibida la gracia, debía continuar su camino en armonía a la ley de Dios, como fruto de su nuevo nacimiento.
Es cierto que la Palabra de Dios dice “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo”, (Romanos 10:9), pero también es cierto que dice “Tú crees que Dios es uno, bien haces, pero los demonios también creen y tiemblan” (Santiago 2:19). ¿Alcanza entonces con creer? Claro que no. El creer es el primer paso hacia la salvación, pero es necesario el nuevo nacimiento y su fruto: la obediencia. La ley ya no existe en tablas de piedra para el pecador que recibió la gracia purificadora de Cristo, porque Él mismo estableció un Nuevo Pacto, no escrito en piedra sino en el alma: “Este es el nuevo pacto que haré con mi pueblo en aquel día, dice el Señor: Pondré mis leyes en su corazón y las escribiré en su mente”, (Hebreos 10:16).
En la página 15 del libro antes aludido, el autor escribió:
“La ley como medio de salvación, era un yugo imposible de llevar, antes, ahora y siempre”.
Es verdad que la ley fue siempre un pesado yugo para quienes intentaron hacer de ella su MEDIO para alcanzar la salvación, pero lo que también es verdad, aunque el autor no lo dice aquí, es que la ley deja de ser un peso para transformarse en una delicia cuando lejos de usarla como medio de salvación, se experimenta como fruto de la conversión, así lo expresó David: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmos 40:8).
Esa ley que vive en el corazón de un cristiano nacido de nuevo, incluye el cuarto mandamiento: el sábado como día de reposo, y su observancia, nos hace amar la voz de Dios diciendo: “Si retrajeres del día de reposo tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y lo llamares DELICIA, SANTO, GLORIOSO de Jehová… entonces te deleitarás en Jehová” (Isaías 58:13–14), y encontramos en sus sagradas horas alivio para el alma, una relación con Dios mucho más estrecha que la que podemos experimentar todos los días, donde trabajos y quehaceres diversos, se llevan parte de nuestra atención y tiempo.
Ante un mundo que rechaza a Dios como Creador, y encuentra en la teoría de la evolución la mejor explicación para comprender el origen de lo existente, respondemos al divino mandato del Señor, de observar su santo día de reposo, porque ese día es el que recuerda a Dios como creador “del cielo, de la tierra, del mar y de todas las cosas que en ellos hay” (Éxodo 20: 11–17), y en Apocalipsis 14:7 el mensaje del primer ángel ordena: “Temed a Dios y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado, y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas” ¿Y de qué forma adoramos a Dios como CREADOR? Observando el único mandamiento que lo proclama como tal. El sábado como día de reposo fue establecido por Dios como un recordatorio de su obra creadora, que es justamente lo que proclama el primer ángel de Apocalipsis, y pocos versículos después concluye: “Aquí está la paciencia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús”, (Apocalipsis 14:12).
Hace algunos años, en un programa televisivo, un pastor evangélico muy conocido hablaba de la ley de Dios. Yo no tenía más de diez años y recuerdo claramente aún la imagen, en un momento, encorvó su espalda simulando llevar sobre ella un gran peso que lo hacía tambalear, mientras decía que muchos cristianos caminan así por la vida, tratando de cumplir con la ley, y llevando sobre sí, un pesado yugo, haciendo referencia a los diez mandamientos. Pero si este pastor hubiese entendido que la ley de Dios es un espejo que nos muestra el pecado y