mais la plus fondamentale, par laquelle on peut définir la spiritualité. Ce qui entraîne pour conséquence ceci: que, de ce point de vue, on ne peut pas avoir de vérité sans une conversion ou sans une transformation du sujet» (2001: 16).
La transformación toma dos vías que pueden permitir acceder a la verdad o ser iluminado por ella: ascesis (askēsis) y amor (erōs), respectivamente. Los cursos de Foucault se centran en la filosofía platónica, neoplatónica y estoica, así que es difícil averiguar a qué se refería exactamente cuando habló de un cambio radical en la fase metódica, cartesiana, en la que el propio sujeto de conocimiento devenía, según él, el principal problema en el proceso de búsqueda de la verdad.13 La fórmula más convincente está en los cursos: con Descartes, la espiritualidad o purificación en busca de la verdad se equipara con el principio gnoseológico. Es decir, el principio gnoseológico se funde con la espiritualidad a partir de Descartes. La búsqueda y el control serán interiores y no garantizarán ya el acceso a un orden estable.
Este esfuerzo purificador, agudizado en la modernidad, será relevante para el desarrollo del intelectual. El filósofo ilustrado, como señalé al principio de este capítulo, avanza guiado por la luz de la razón laica, aunque sin rumbo fijo, en una búsqueda de orden especialmente compleja, tal vez porque carece, como el deseo del melancólico, de un destino fijo, por serle desconocido el origen. Avanza, además, depurado de las pasiones que todavía acechan al resto. Conocimiento y autocontrol como constante ineludible. La evolución de la estética moderna, posterior a la filosofía cartesiana, podría derivar de esta obsesión por controlar el cuerpo, por «cuidarlo» («le souci de soi», dirá Foucault), en el intento del sujeto por elevarse a la trascendencia, a la moral, al reino espiritual en el que reina el desinterés.
Aisthetikós, derivado de aisthánesthai, remite etimológicamente a la experiencia sensorial de la percepción. En 1750 Baumgarten la entiende todavía según esta acepción: la define como scientia cognitionis sensitivae, pero añade que es una scientia inferioris precisamente por estar relacionada con los sentidos. Sus órganos: ojos, piel, oído, nariz y boca, constituyen el límite entre el interior y el exterior. Se trata de un límite prelógico y prelingüístico, y por lo tanto previo al sentido y a la representación mental de las realidades con las que contacta.14 La función de esa «ciencia inferior» es filtrar el flujo de la realidad captado por los sentidos. La estética moderna, o sus órganos, empieza a dibujarse como una prótesis gracias a la cual la razón puede lidiar con el flujo heraclíteo de nuestra experiencia diaria (según la feliz expresión que Eagleton toma de Husserl: «heraclitean flux which is our daily experience» [1990: 18]).
Conocimiento y control vuelven a aparecer ligados. La concepción estética moderna es resultado lógico del tipo de sujeto que la experimenta, la concibe y la teoriza. La relación con la espiritualidad, tal y como la definía genealógicamente Foucault, es evidente. Además, si esta incluía la idea de devenir otro, no debe extrañarnos que este proceso de interiorización estética conduzca a la autogénesis (véase Buck-Morss, 1992), es decir, a la creación por parte del sujeto de un nuevo sujeto capaz de controlar su cuerpo, lo que sucede a su alrededor e incluso de dotarse a sí mismo, y, de nuevo, a lo que sucede a su alrededor, de una finalidad: Homo telos. Básicamente la premisa platónica en el Alcibíades. El control completo de las pasiones, las emociones y las sensaciones lo convierte, además, en un ser autocontenido que establece una relación unidireccional con la realidad: él puede actuar sobre ella, como sujeto activo, pero no sucede lo mismo a la inversa, porque el sujeto activo devendría pasivo. Para lograr su objetivo, debe eliminar toda reacción no controlada de su cuerpo: la filosofía absorbe la estética y la mente absorbe los sentidos, en una evolución que ya asomaba en Descartes. Los sentidos y las sensaciones, explica Eagleton (1990), sufrieron, por lo tanto, un continuo proceso de civilización y los seres humanos terminaron creando una segunda naturaleza, controlada y refinada, que desplazó a la original, inmediata. Es el sujeto, en definitiva, que critican Adorno y Horkheimer, siguiendo a Nietzsche y desde presupuestos marxistas, en la Dialéctica de la Ilustración. Adorno lo reconocía ya en Odiseo, en el que veía a un prototipo (Urbild) del sujeto burgués, y entendía, por tanto, que la Odisea podía ser leída como una «prehistoria de la subjetividad» moderna.15 Buck-Morss (1992) apunta que la ilusión extrema de control la desarrollan hombres castrados, real o simbólicamente, ya que los genitales son el mayor índice de irracionalidad e imprevisibilidad en su cuerpo. Hombres, por tanto, porque la historia del intelectual moderno se basa fundamentalmente en el sujeto masculino.16
Filósofos y letrados en el entresiglo del XVIII y XIX. Los verdaderos protointelectuales
Es curioso notar cómo los filósofos, hombres de letras, protointelectuales en el entresiglo XVIII y XIX, se acogen a este modelo que se sitúa por encima de la vida, del cuerpo; un modelo abstracto de humanidad difícilmente alcanzable. Lo hemos visto en el filósofo ilustrado, tal y como lo define la Encyclopédie, y será igualmente evidente en algunos de los pensadores más célebres de Alemania en el entresiglo XVIII/ XIX. Kant, por ejemplo, representa el epítome de este tipo de subjetividad interiorizada y ascética. En la Crítica de la razón práctica (1788), que trata de demostrar la existencia de una moral universal, los sentidos han perdido toda función, pese a que en la Crítica de la razón pura (1781, 1787) eran fuente ineludible de conocimiento. El ser moral, autocausado, espontáneo e insensible, debe estar libre de toda contaminación sensorial. La vida queda, por lo tanto, sacrificada a la idea: en términos kantianos, la necesidad se sacrifica a la libertad, porque el imperativo categórico es, todavía entonces, como el ser moral, inaccesible a los sentidos. El sujeto trascendental kantiano está, por lo tanto, purificado de toda sensación y emoción que pueda poner en riesgo su autonomía, su libertad, no solo porque lo relacionan ineluctablemente con el mundo, sino también porque lo convierten en un ser pasivo, inactivo, que reacciona a los estímulos exteriores y a emociones «incontrolables» como la alegría, la tristeza, la piedad o el deseo.17
Los escritos tempranos de Fichte abogan por la sumisión del yo empírico al yo puro, según explica en Algunas lecciones sobre el destino del sabio (1794). Es decir, del yo limitado por el no-yo debemos pasar al yo puro, que domina a su yo empírico y lo que es exterior a él por medio de la cultura, gracias a la transformación en conceptos tanto de la naturaleza, el no-yo, como de su límite individual, el yo empírico. Es este esfuerzo lo que nos permite ser independientes de lo empírico y ascender al máximo en la escala humana hasta la purificada y espiritual categoría de «sabio» (Gelehrte). El yo empírico, y con él la naturaleza, queda dominado por el yo puro. El hombre como aspiración ideal se sitúa por encima del hombre como entidad natural. El mito del hombre sobre la realidad del hombre. Y el destino del sabio es hacer partícipe de este ideal a la sociedad en la que se inserta.18
Molinuevo (1990: 124-125) glosó el modelo de subjetividad expuesto por Fichte en esas lecciones, un modelo que Buck-Morss (1992) definió como sujeto «anestesiado», al tiempo que señalaba la utilidad política de esta subjetividad insensible relacionándola con los avances médicos del XIX en el campo de la anestesia. Un sujeto impasible, un médico o un estadista, puede operar con más eficiencia sobre un cuerpo, físico o social, también anestesiado física o simbólicamente, sea para estudiarlo, sanarlo o modelarlo de acuerdo con un ideal. Molinuevo (1990: 125) es algo más duro al calificarlo sencillamente de deshumanizado y sometido a una ética enferma y delirante que sacrifica la vida en aras de la razón, de un ideal que puede ser erróneo.
La kantiana Crítica del juicio (1790) trató de restaurar la cesura entre libertad y necesidad, entre el sujeto moral trascendental y su sensibilidad,