José Luis González-Balado

Pablo VI


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ante todo en español y en España.

      Quienes hemos tratado de confeccionarla y la firmamos somos conscientes de que, en España, por lo menos en determinados ambientes no muy sinceramente religiosos, antes aún que católicos, Pablo VI no fue tan conocido ni comprendido, aceptado ni amado, como lo fue y sigue siendo en otros países y ambientes que, en cuanto a católicos y a sinceramente religiosos, pasaban y siguen pasando por serlo menos que nosotros los españoles. Algo que, nos parece, no deja de tener y de haber tenido su vertiente paradójica y... contradictoria.

      Muy verdad es que quizá no sea el caso de revolver un pasado que, por supuesto todos o por lo menos la inmensa mayoría, deseamos ver superado, no sin aceptar la responsabilidad individual y colectiva que a unos y a otros no deja de afectarnos para su superación. Es lo primero y principal que sentimos nos anima a aprender del ejemplo sereno de un hombre tan ejemplar y tan hombre que se llamó y sigue siendo recordado como Juan Bautista Montini, pero sobre todo y aún más como Papa Pablo VI.

      Quisiéramos ante todo dejar aquí constancia quienes hemos escrito esta biografía –conscientemente escasa, por personal inadecuación nuestra más que por tibieza de deseo y convicción, con respecto a un gran Papa culto, humilde y santo–, de que compartimos íntimamente el deber de hacer justicia a la heroica y paciente ejemplaridad cristiana de Juan Bautista Montini/Pablo VI.

      Una ejemplaridad que, hasta donde nos sea posible, nos proponemos, o más bien quisiéramos, reflejar en las páginas de este libro. Somos conscientes, no obstante, de que es muy difícil, por no decir imposible, describir con adecuación, mediante palabras y expresiones lamentablemente pobres, las virtudes practicadas con ritmo creciente, a lo largo de toda una vida: de niño y adolescente precozmente ejemplar; de joven seminarista íntimamente convencido y decidido a seguir la llamada de lo Alto; de sacerdote resuelto a entregarse de lleno al servicio directo y exclusivo de las almas: un sacerdote sin embargo que, por heroica obediencia, tuvo que ¡y supo! ver en una entrega absorbente, a dedicación plena, a una tarea de «burocracia vaticana» la heroica inversión vital de su vocación de sacerdote, que en ningún instante de su vida se olvidó de serlo y lo fue durante una veintena de años jóvenes; que fue un aparente, sacrificado y generoso «burócrata», trocado luego de repente, por aceptada obediencia, en Arzobispo de la archidiócesis más difícil y exigente de la Iglesia, convertido de manera heroica, sólo aparentemente improvisada, en pastor profesional, sucesor de santos grandes y remotos que le dejaban una herencia inmensa; de santos remotos y grandes nunca olvidados, que fueran y seguían llamándose, en la hagiografía cristiana, San Ambrosio y San Carlos (Borromeo); y de beatos más recientes en camino de ser declarados santos –ya lo han sido–, frescos en el recuerdo de todos con los nombres de Ildefonso Schuster y de Carlo Ferrari.

      Arzobispo pastor sin ejercicio previo de pastoreo, inmediato ni remoto, Juan Bautista Montini se vio obligado a ser sucesor de unos y de otros. Fue Arzobispo y lo hizo bien, heroicamente bien, al frente de la Archidiócesis más difícil y poblada de la Iglesia que se llamaba (y sigue llamando) Milán, con sus abundantes cinco millones de habitantes, todos católicos menos cien mil de ellos, con sus 1.200 parroquias, sus (entonces) 2.500 sacerdotes, (ah, y con cinco obispos auxiliares como ayudantes...). Milán, una capital de provincia y región –la Lombardía– esencialmente industrial, de las más de Europa, con las consiguientes enormes dificultades y problemas...

      Lo hizo bien, vaya que sí, el Arzobispo Montini, a quien, desde por aquellos años, acaso nadie había apreciado tanto y profesado tan sincera, serena y creciente admiración y amistad como el que fuera visitador apostólico en las remotas –más por entonces que... por ahora– Bulgaria y Turquía, enviado en 1925 para largo por Pío XI, y que sería después nuncio en Francia, enviado en 1945 por Pío XII, Giovanni Roncalli.

      La amistad entre ellos nació, parece ser, porque por aquellos años Juan Bautista Montini era la «mano derecha secretarial» de los papas Pío XI y Pío XII, a quienes muy humildemente representaba y a cuyas órdenes fielmente estaba el visitador, primero, y nuncio apostólico, después, Giovanni Roncalli. El cual Roncalli puntualmente informaba y dócilmente pedía orientaciones por carta al Papa cada vez que necesitaba sus directrices o refería sobre sus contactos con los gobiernos o con la modesta escasa jerarquía de la reducida porción religioso-católica en Bulgaria y Turquía, primero, y más numerosa en la católica Francia después.

      Los informes y demandas de orientación del visitador y nuncio Roncalli iban dirigidos a los papas respectivos, pero era más frecuente que raro que un papa y otro los pasasen para lectura y adecuada respuesta al Sustituto y Prosecretario de Estado Juan Bautista Montini: el cual formulaba respuestas muy medidas siempre a su casi paisano lombardo en la versión oficial, permitiéndose en muchos casos añadir expresiones de sincera y creciente estima que era más bien amistad. Lo cual explica que el Roncalli de Bérgamo, que llevaba con muy dócil obediencia su nada fácil tarea de representación en partes tan entonces remotas de Europa, no dejaba de apreciar el toque de amistad personal que su vecino de Brescia deslizaba como remate de las cartas oficiales.

      La amistad entre ambos parece ser que surgió de aquellos contactos tan simples, pero se maduró por otros a lo largo de los años, basada más en una recíproca percepción de la sincera bondad por cada uno del otro, aun en la lejanía, que en la frecuencia de contactos, volcado cada uno de ellos, en entrega generosa y total a sus misiones apostólicas. Tuvieron, sí, ocasión de algunos encuentros personales, que fueron muy pocos y breves: cuando, una vez al año y, en períodos difíciles de guerras como la Segunda Mundial, cada dos o tres años, el visitador apostólico Roncalli pasaba por el Vaticano para referir al papa y saludar de paso al Prosecretario. Y tuvieron alguna más, pero no muchas, cuando el de Bérgamo había sido nombrado Cardenal-Patriarca de Venecia (enero de 1953), poco antes de que el de Brescia (noviembre de 1954) hubiese sido, de manera más sorpresiva, nombrado Arzobispo (¡que no cardenal!) de Milán.

      No tardó en morir Pío XII (9 de octubre de 1958), el que los había nombrado arzobispos de Milán y de Venecia a uno y a otro. Con su muerte, la de Pío XII, había llegado la hora de que fuese elegido, por el Colegio cardenalicio, un sucesor del Papa muerto. Roncalli, hombre sincero que interpretaba la sinceridad como rectitud, se dejó –y ya lo había hecho en alguna ocasión, de manera inocentemente discreta– escapar que él no veía mejor sucesor del Papa fallecido que en el Arzobispo de Milán. El cónclave –a pesar de que el número total de cardenales era escaso: 51– resultó largo y difícil: cuatro días (del sábado 25 al martes 28 del mismo mes de octubre) y once votaciones. Resultó elegido Angelo Roncalli con el nombre de Juan XXIII. Sobraban razones para pensar que el nuevo Papa hubiese preferido ver a Juan Bautista Montini en su puesto, porque lo consideraba más capacitado. No obstante, aceptó con humildad su cargo. Se da como probable –nosotros lo damos, con muy sinceras razones– que el que fue elegido para suceder al Papa muerto, el tan ejemplar Papa Buono Giovanni XXIII, hubiese empezado votando al que era Arzobispo de Milán. Sólo que Pío XII lo había nombrado sucesor de los mencionados San Ambrosio, San Carlos Borromeo, y candidatos a beatos y santos Ildefonso Schuster y Carlo Ferrari, pero no lo había nombrado cardenal, título y responsabilidad vinculada a la presidencia religiosa de la también denominada Archidiócesis Ambrosiana. Y aunque el cardenalato no sea condición esencial previa para Papa, sí es indispensable para ser elegido tal. Porque en la hipótesis de que, no siéndolo, el elegido recibiera el número suficiente de votos y viviese, un suponer, en la periferia de Roma, tal que en Castelgandolfo, y peor si... en la isla de Lampedusa, el cónclave tendría que suspenderse en tanto el elegido tendría que desplazarse a Roma y ser investido cardenal como condición previa.

      Pero ocurrió una cosa llamativa a la que quizá se vuelva a aludir, de manera superflua para los que recuerden este detalle. Nada más ser elegido Juan XXIII, una cosa muy significativa que hizo fue nombrar primer cardenal de su pontificado al Arzobispo de Milán, Juan Bautista Montini. Lo cual, que si Montini no fue por ello más cardenal que ningún otro de los primeros 23 que nombró el Papa Juan XXIII en su primera promoción cardenalicia, a los que se sumaron dos promociones más con un total de 45 nuevos cardenales: sí, de todos ellos, Juan Bautista Montini fue el primero –primer cardenal de Juan XXIII–, lo que no constituyó ningún motivo de orgullo para él que cifraba su entrega a Dios en razones más profundas, como bien sabía su entrañable