depende entonces de la posición que ocupa el cuerpo percibiente en el campo de observación o campo de presencia.
Para el físico Andrei Linde el universo parece haber existido antes de que alguien comenzara a mirarlo. Sin embargo, el universo y el observador existen unidos, uno en función del otro.
Sólo se puede decir que el universo existe cuando hay un observador que puede afirmar: ‘Puedo “ver” el universo ahí’. Como ser humano, no veo ninguna lógica ni sentido en afirmar que el universo existe sin observadores. En ausencia de observadores, el universo está muerto (Linde, 2000).
Las ciencias cognitivas, por su lado, están llegando a las mismas conclusiones. F. Varela, E. Thompson y E. Rosch avanzan la tesis de que ni el yo ni el mundo tienen algún fundamento permanente en sí mismos; que no hay nada que los fundamente como tales:
El organismo y el entorno se desarrollan y se despliegan mutuamente en la circularidad fundante que es la vida misma. (…) Las cosas son creadas de manera codependiente; en sí mismas, están desprovistas de todo fundamento” (Varela, Thompson y Rosch, 1993).
El principio de emergencia codependiente es aplicable a los sujetos y a sus objetos, a las cosas y a sus atributos, a las causas y a su efectos y, en general, a la inteligencia consciente y al universo. Los autores se reafirman en su posición: “Tenemos la firme convicción de que la cognición, lejos de ser la representación de un mundo dado de antemano, es el advenimiento conjunto de un mundo y de un espíritu” (Varela, Thompson y Rosch, 1993).
Y, sin embargo, como señala Eco (1999), hay algo ahí que ofrece resistencia, que envía estímulos, y con lo cual tenemos que contar.
El plano de la expresión del signo visual es similar al plano de la expresión del “mundo natural”, aunque no igual. Lo que quiere decir que las figuras del contenido lingüístico, propuestas por A.J. Greimas, corresponden también al plano de la expresión del código visual. Esta equivalencia ya había sido prevista por Ch. Metz al establecer la correspondencia entre código lingüístico y código visual. Reproducimos a continuación el esquema propuesto por Ch. Metz (1977: 152) para ilustrarla mejor:
Y Metz comenta:
La correspondencia entre visión y lengua se establece en dos niveles diferentes: de una parte, entre sememas y objetos identificables; de otra parte, entre semas y rasgos pertinentes del reconocimiento visual. (...) En el código del reconocimiento visual, el significante no es jamás el objeto (descubierto o simplemente sospechado), sino el conjunto del material con el que se descubre (o se sospecha de) su existencia: formas, contornos trazados, sombreados, etc.; es la sustancia visual misma, la materia de la expresión en el sentido de Hjelmslev. (…) Gracias a los rasgos pertinentes del significante icónico, el sujeto identifica el objeto (=establece el significado visual); de aquí, pasa al semema correspondiente de su lengua materna (=significado lingüístico); éste es el momento preciso de la nominación, del tránsito intercódico. Una vez que dispone del semema, puede pronunciar la palabra o lexema al que se vincula dicho semema; y ahora puede producir el significante (fónico) del código lingüístico. El rizo queda así rizado (Metz, 1977: 145).
Sin embargo, la experiencia común (es decir, comunitaria) nos enseña que no siempre es necesario acudir al semema de la lengua para identificar un “objeto” del mundo natural. Puede bastar con la intervención de sus equivalentes: el tipo o el prototipo, como se verá en el acápite siguiente.
En ese orden de cosas, existen tipos visuales, tipos auditivos, tipos táctiles, tipos olfativos, tipos gustativos, que nos permiten identificar los “objetos” sin la necesaria intervención de la palabra. J. Fontanille aclara muy bien estas posibilidades:
La imagen de un árbol no es imagen de árbol porque podamos llamarla “árbol” sino porque se aproxima al tipo visual /árbol/. Del mismo modo, si reconocemos una forma redondeada elíptica, no es porque podamos llamarla “elipse” sino porque hemos reconocido el tipo visual /elipse/. Si alguien no conoce el nombre de “elipse”, se verá obligado a utilizar una perífrasis (“algo redondo aplastado”); pero no por eso dejará de reconocer el tipo visual /elipse/ (Fontanille, 1998b: 42).
Y lo mismo sucede con los tipos auditivos y demás tipos: “ruido de lluvia”, “ruido de viento”, “ruido de motor”, “ruido de pasos”, “ruido de puerta”; “color de rosa, “color de violeta”...; “sabor a lúcuma”, “sabor a ciruela”.
De todos modos, el esquema anterior nos permite advertir que en el significante lingüístico no existe ningún rasgo visual. Los semas figurativos del modelo de A.J. Greimas corresponden al significante de la semiótica del “mundo natural”. La iconicidad cinematográfica es directamente visual, despojada de giros retóricos, inmediata. La percepción simultánea de los diversos aspectos de un paisaje: extensión, horizonte, formas, colores, matices…, que permite el signo visual, produce una concentración de sensaciones, de estesias, que elevan la intensidad de la emoción.
Resulta muy difícil, en cambio, expresar con imágenes los procesos del razonamiento, e incluso los estados de ánimo. En este sentido, el cine y el texto fílmico que permite construir, tienen que limitarse a captar los comportamientos exteriores e inferir de ellos los estados anímicos correspondientes. Desde esta perspectiva, el texto fílmico es eminentemente conductista. Solamente por la incorporación de la palabra, el texto fílmico, en el estadio actual del desarrollo del cine, puede expresar la dimensión interior del hombre. Como se ve, la famosa sentencia china, según la cual una imagen vale por mil palabras, encuentra aquí su vuelta de guante, pues es igualmente cierto que una palabra vale por mil imágenes cuando se trata de expresar razonamientos o procesos mentales.
2. NIVEL ICÓNICO
En el signo visual hay que distinguir dos planos diferentes: el signo icónico y el signo plástico, con sus respectivos significante y significado. Ya hemos señalado que el signo icónico no es una copia del mundo natural, sino una reconstrucción. El signo icónico es el producto de una triple relación entre tres elementos. No es suficiente para explicar el signo icónico la aplicación de la relación binaria, con la que se puede dar cuenta del signo lingüístico. Los tres elementos necesarios para la construcción del signo icónico son: el significante icónico, el tipo y el referente del “mundo natural”, entendiendo siempre este referente como otro signo. Entre estos tres elementos se establecen relaciones de ida y vuelta, como lo indica el modelo siguiente, elaborado por el Grupo µ (1992: 136):
El referente que aquí se propone es el objeto entendido no como la suma inorganizada de estímulos, sino como miembro de una clase, lo que no quiere decir que el referente sea necesariamente “real”. Por lo pronto, ya hemos señalado que el objeto no existe como realidad empírica, sino como ente de razón, como construcción y, en último término, como signo. La existencia de esta clase de objetos es validada por la existencia del tipo.
Tipo y referente son, sin embargo, distintos: el referente es particular, y posee características físicas. El tipo es una clase, y tiene características conceptuales. Por ejemplo, el referente del signo icónico árbol es un objeto particular, del que podemos tener la experiencia, visual o de otra naturaleza (táctil, olfativa). Pero ese objeto sólo es referente en cuanto puede ser asociado a una categoría permanente: el ente-árbol.
El significante es un conjunto modelizado de estímulos visuales que corresponden a un tipo estable, identificado gracias a los rasgos de dicho significante, y que puede