nuevo cine. Otro tanto ocurre en Brasil, que en los años cincuenta experimenta el mayor desafío industrial: la creación en São Paulo de grandes y complejos estudios de la compañía Veracruz, cuyo fracaso, después de algunos títulos notorios, entre los que se cuenta O cangaceiro, de Lima Barreto, termina con las ilusiones de una industria que quería hacerse no solo a lo grande, sino también casi a la manera de Hollywood y que estimula sin proponérselo el surgimiento del cinema novo, como una reacción a ese sueño elefantiásico de reproducir los estudios californianos en tierras tropicales. Cierto, no fue la única ni la principal razón que explica la aparición del cinema novo, pero es una de ellas, y no poco significativa.
4. Antecedentes de los nuevos cines en América Latina
Los factores mencionados no son los únicos que crean las condiciones favorables al cambio; existen asimismo otros muy importantes que tienen que ver con la aparición de una generación de cineastas jóvenes, con los procesos políticos que se viven en la región y el mundo, con la influencia de lo que ocurre en otras cinematografías, tanto en Estados Unidos como en países de Europa y, en menor medida, de Asia y África, y también con procesos culturales que se viven en todos o, de manera particular, en algunos países. Estos grandes temas serán tratados con cierta amplitud más adelante. Lo que a continuación reseñaremos son los antecedentes de las nuevas actitudes o miradas frente al cine en el interior de las industrias latinoamericanas o en sus márgenes.
Cabe señalar que hacia fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta hay una perspectiva fuertemente crítica del pasado fílmico, casi un rechazo o una negación a lo hecho antes, con algunas excepciones. Aquí se repite un poco, mutatis mutandis, lo que podemos comprobar en los años cincuenta con el grupo de la revista Cahiers du Cinema, más tarde el cogollo de la nouvelle vague francesa, y con otros grupos o individualidades de los movimientos renovadores de otras partes, como el claro distanciamiento frente al cine hecho antes, llamado en Francia el “cine de papá”.
Pero así como la nouvelle vague reivindicó algunos nombres, algunos “padres”, también eso ocurrió, aunque en menor medida, en el ámbito latinoamericano. En México, por ejemplo, hay una figura ahora indiscutida, pero que durante los quince años de su actividad regular en esa nación no tuvo el reconocimiento que alcanzará más adelante: Luis Buñuel. En efecto, el español afincado en México empieza a lograr una aprobación cada vez mayor a partir de sus últimos largometrajes mexicanos, Nazarín y El ángel exterminador, y, en medio de los dos, el español Viridiana, Palma de Oro del Festival de Cannes de 1961. Antes solo Los olvidados había concitado la casi unanimidad en el balance de las opiniones y comentarios favorables.
Una mayor atención a la obra mexicana de Buñuel por parte de la nueva crítica de ese país, así como de algunos de los futuros realizadores, rescata de manera entusiasta el talento de un autor capaz de extraer de argumentos más o menos convencionales, personajes, situaciones, detalles o atmósferas que alcanzan una capacidad inquietante o perturbadora, irónica o irrisoria, fantástica u onírica. Se descubre o redescubre la dimensión de extrañamiento que suscitan películas como Él, Ensayo de un crimen (La vida criminal de Archibaldo de la Cruz), Subida al cielo, Susana, El bruto, Don Quintín, el amargao, entre otras. Buñuel pasa a ser, sin discusión, el gran autor del cine mexicano, entendiendo la autoría como esa disposición o capacidad para personalizar las películas con motivos propios y un estilo distinguible, en este caso dentro de un trabajo creativo de equipo y en el interior de una maquinaria industrial.
Además de Buñuel, algunas películas, más que realizadores propiamente, aparecen como antecedentes de las nuevas posiciones. Varias de ellas se asocian al documental o a los modos de la ficción que se nutren de referencias documentales o de las marcas del realismo, como el que inspiran las obras del neorrealismo italiano, y también de ese realismo social español que representa, por ejemplo, Surcos, de Nieves Conde. En la producción mexicana, Redes, de Emilio Gómez Muriel y Fred Zinnemann; Raíces, de Benito Alazraki; Torero, del español afincado en México Carlos Velo, son algunos de esos títulos —digamos— precursores. Como lo es también la nueva novela mexicana, la que ejemplifica Juan Rulfo, que tendrá una influencia muy ostensible en esa primera promoción del nuevo cine mexicano que vendrá luego, como la encontramos también en el cine argentino de comienzos de los sesenta en relación con algunos de sus narradores contemporáneos. Más que en otras partes, en México también ejercen una influencia las artes plásticas: no por nada el prestigio artístico del México del siglo XX provino en primer lugar de sus famosos muralistas. Pero no son ellos los que ejercen esa influencia directa, sino más bien pintores contemporáneos de los cineastas como José Luis Cuevas o Vicente Rojo.
En Argentina hay dos nombres que preceden la aparición de la generación que apunta al cambio. Ellos son Leopoldo Torre Nilsson y Fernando Ayala, realizadores que —como Buñuel en México— trabajan en la industria, pero con propuestas expresivas más personales. Torre Nilsson, especialmente, es la figura autoral más notoria del cine del país del sur en las décadas del cincuenta y sesenta, y sus fricciones con la censura, más una clara proyección a los festivales internacionales y la difusión, al menos parcial de su obra, le dan una notoriedad más allá de las fronteras de su país que no tuvo ningún otro director argentino de su época. Torre Nilsson encarna, entonces, una independencia creadora que funciona como un referente en la actitud que inspira las producciones de los cineastas jóvenes a inicios de los sesenta. Hay, además, diversas cintas argentinas cuya temática social está dominada por el realismo, que se pueden reconocer como antecedentes: desde Prisioneros de la tierra, de Mario Soffici, hasta Las aguas bajan turbias, de Hugo del Carril; desde Apenas un delincuente, de Hugo Fregonese, hasta La patota, de Daniel Tinayre; desde Pelota de trapo, de Leopoldo Torres Ríos, hasta El secuestrador, de Leopoldo Torre Nilsson, hijo de Torres Ríos.
Cierto, es un realismo reconstruido parcialmente en los estudios y con actores profesionales conocidos, pero hay incursiones en escenarios naturales, capitalinos, provincianos o campestres, un registro más seco y una voluntad testimonial. Por otra parte, y fuera de esa tradición, igual que en México la narrativa que se despliega en esos años es también una fuente de influencia. Por ejemplo, los textos de Beatriz Guido o los relatos de Julio Cortázar.
En Brasil hay un antecedente cercano que tiene la particularidad de integrarse al cinema novo, el realizador Nelson Pereira dos Santos. Pereira filmó en 1956 y 1957 las dos primeras partes de una trilogía que no pudo culminar, Río, 40 grados y Río, zona norte. Casi una variación de los títulos emblemáticos del neorrealismo italiano (Roma, ciudad abierta, Alemania, año cero, Roma, hora 11), esos filmes, tributarios del neorrealismo cuya incidencia en los nuevos cines trataremos más adelante, produjeron una cierta conmoción entre los espectadores jóvenes habituados a un espectáculo más apegado al exotismo o al carácter pintoresco de ciudades, lugares y personajes. Ya en los años sesenta, Pereira dos Santos dirigirá una de las películas de bandera del cinema novo: Vidas secas, basada en una obra del escritor Graciliano Ramos, una de las figuras literarias de referencia en el nuevo movimiento.
Hay otro nombre, anterior, que se rescatará de una tradición muy cuestionada, como se puede leer en el libro Revisión crítica del cine brasileño, de Glauber Rocha, el cineasta de proa del cinema novo. Es el de Humberto Mauro, nacido en Minas Gerais e iniciado en el periodo silente, cuyas películas Brasa dormida, Sangue mineiro y Ganga bruta pasan a ser parte de ese acervo creativo del que se nutren los cineastas del cinema novo (Rocha 1971: 27-39).
En otras partes, incluida Cuba, no hay antecedentes locales rescatables por los realizadores de esos países, aunque en el caso cubano la negación oficial de todo lo hecho antes impidió una evaluación más ecuánime de la historia fílmica prerrevolucionaria, y solo el mediometraje El mégano (1956), codirigido por Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea, fue reivindicado como precursor de lo que se hará a partir de 1959. En Bolivia la obra del documentalista Jorge Ruiz opera como una referencia significativa, aunque no tenga el peso que algunos autores alcanzan en otros