que permitieran circular las películas por diversos países. Por primera vez se establecieron en el continente ideas que se habían venido conversando en festivales europeos, como los de Santa Margherita y Sestri Levante en Italia, más que en el propio territorio subcontinental. Esos festivales europeos se convierten en las plataformas pioneras para los cines de la región. Aunque el carácter político ya estaba presente en este encuentro, y no podía ser de otro modo, debido a la presencia cubana y de otros, podríamos decir que el énfasis estaba puesto en la necesidad de un cine “social” hecho dentro de las estructuras económicas disponibles o las que se pudieran crear en el caso de los países que no contaban con un aparato de producción y distribución, que apuntara a la conciencia de los espectadores.
La Muestra Documental de Mérida de 1968 y el Festival de Viña del Mar de 1969 refuerzan el concepto del “nuevo cine latinoamericano”, con un sesgo más claramente político. En Mérida los principales premios fueron entregados a Santiago Álvarez y a Jorge Sanjinés, ambos por el conjunto de su obra, y a La hora de los hornos. A la edición de 1969 en Viña asisten los argentinos Jorge Cedrón, Gerardo Vallejo, Octavio Getino y Fernando Solanas, los cubanos Alfredo Guevara, Santiago Álvarez, Octavio Cortázar y Pastor Vega, los bolivianos Jorge Sanjinés y Óscar Soria, el colombiano Carlos Álvarez, el uruguayo Mario Handler, entre otros.
El encuentro de realizadores en ese festival asume un carácter casi partidista en el sentido militante de la palabra. Aquí se esboza de manera más clara la idea de un cine de apoyo a los procesos de cuestionamiento del orden existente y la opción de las salidas revolucionarias. Aun cuando la entonación enfática viniera principalmente de los cineastas argentinos, los cubanos son los que toman la batuta y promoverán más tarde las iniciativas integradoras que apuntalan el proyecto de una unión de cineastas latinoamericanos: el Comité de Cineastas de América Latina, la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano y la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.
A la edición viñamarina de 1969 asistió el conocido documentalista holandés de larga trayectoria Joris Ivens, director del corto A Valparaíso (1962), quien fungió un poco de figura de padrino en el evento. Además de su itinerario militante (Ivens registró documentales tanto en la España en guerra de fines de los treinta como en el Vietnam de los sesenta), en A Valparaíso reunió entre sus colaboradores a algunos cineastas chilenos, entre ellos Sergio Bravo, como asistente de dirección. Su presencia en ese país influyó sin duda en el Cine Experimental de la Universidad de Chile, dirigido por Pedro Chaskel, y en el incremento de cortometrajes que se producen en los años siguientes, un poco el fermento de los largos que se realizan a finales de esa década.
Sin embargo, antes de seguir con la gestación del movimiento del nuevo cine latinoamericano, conviene remitirse al pasado de la industria y las prácticas fílmicas en el continente para situar mejor esta etapa de cambio.
2. Las industrias del pasado
En América Latina hubo dos grandes industrias entre la década del treinta y la del cincuenta, la mexicana y la argentina. Y una tercera de carácter más intermitente, la brasileña. Antes, durante el periodo silente la industria no floreció en ninguno de nuestros países, pese a lo cual hubo una actividad más o menos continua que no llegó a crear las condiciones para un despegue industrial. El público de ese entonces prefirió con holgura los productos provenientes de los estudios estadounidenses y en menor medida de los europeos, y —a diferencia de lo que ocurrirá después— no prestó una atención especial a lo hecho en casa.
Lo que ellos (Norteamérica y Europa) ya habían consolidado en sus respectivos países —estrellas, políticas de producción, géneros, estudios de filmación—, en América Latina era todavía una tarea por hacer. Aun así, se hizo cine, especialmente documental e informativo, pero también de ficción. La casi total desaparición de esas películas dificulta tener una visión suficientemente clara y comprensiva de esa protohistoria del cine en la región y constituye, ciertamente, un grave vacío frente a la posibilidad de establecer lazos o nexos como los que, mal que bien, se han podido fijar en otras latitudes, aun con la desventaja que supone el que solo una pequeña parte de la producción haya sobrevivido. Es decir, si en otras partes fue una pequeña fracción la superviviente, en América Latina esa fracción es escasísima y, tratándose de una producción irregular, discontinua, artesanal y casi restringida al territorio nacional o, más bien, provincial o local, se pierde casi del todo una vía de conocimiento que en otras partes puede al menos vislumbrarse con mayor claridad.
Por ejemplo, y si nos referimos a la obra de dos conocidos e importantes realizadores estadounidenses, muchas de las películas realizadas por David W. Griffith o John Ford en el periodo silente están perdidas quizá para siempre, pero es posible tener una comprensión —limitada, parcial, aproximativa— de ellas por los datos argumentales, material gráfico (fotos, carteles), referencias periodísticas y, especialmente, por las políticas de género ya establecidas o en vías de establecimiento en las compañías hollywoodenses. Es verdad que la ausencia de esas películas constituye un serio vacío que impide un mejor seguimiento de la progresión artística de esos cineastas, pues ver esos filmes no es solo una cuestión de conocimiento notarial, pero si dejamos de lado ese asunto (capital, desde una perspectiva estética), se cuenta con más instrumentos para “llenar” esos vacíos que de los que disponemos para hacerlo con las cintas silentes latinoamericanas perdidas.
La investigación ha permitido hacer un levantamiento informativo de buena parte de la producción silente en casi todos los países, y los estudiosos y archivistas coinciden en que es muy escaso lo que se ha conservado y que las posibilidades de aparición del acervo perdido son muy limitadas, pese a lo cual no se desecha en absoluto que ello ocurra eventualmente, especialmente por lo que pudieran tener algunos archivos estadounidenses y europeos. De hecho, cada cierto tiempo aparece algún material y no se puede —ni se podrá— considerar cerrada la lista de películas recuperadas5.
La incorporación del sonido contribuyó en todo el mundo al asentamiento de las cinematografías nacionales, pues el registro oral y el musical, así como caracterizan las sonoridades propias de un país, también favorecen los apegos del público. Eso que da una nueva dimensión a la producción de Hollywood y que marca las diversas identidades de las cinematografías europeas ocurre en México y Argentina. El sonido se convierte en esos países en el factor decisivo del despegue y, después, de la consolidación de la industria. No es el único, desde luego, pero sí el que se halla en el punto de partida. Gracias al sonido, los acentos locales e idiosincráticos se difunden, del mismo modo que los intérpretes imponen sus presencias con el apoyo de sus voces y, algunos de ellos, de las melodías que entonan. Pocos años antes el medio radial había instalado el registro sonoro al amparo de las ondas electromagnéticas, pero las figuras de las radios no tenían rostro.
En México y Argentina algunas de esas figuras, y especialmente los cantantes, adquieren una fisonomía visible al pasar a la pantalla grande. En ellos, junto a quienes provenían del teatro, de los espectáculos de variedades o incluso del cine estadounidense (el caso de Dolores del Río o el más fugaz de Lupe Vélez en México) está el germen del estrellato, que no tendrá la dimensión del poderoso vecino del norte, mas sí un relieve que en estas últimas décadas prácticamente no existe. Así, México va estableciendo, poco a poco, el estrellato más arraigado en el continente, después del estadounidense, con una enorme proyección allende las fronteras del país norteño. Según Carlos Monsiváis:
La influencia de la cinematografía nacional pronto se extiende en América Latina. En todo el continente la escena es la misma: se acude al cine para enterarse de los temas de conversación de la siguiente semana, a ratificar y rectificar la nueva cultura familiar, a memorizar las atmósferas indispensables (Monsiváis 1994: 91).
Asimismo, con el sonido empiezan a configurarse los géneros de mayor arraigo a nivel continental, y no solo en México y Argentina. En México, se desarrollan el melodrama urbano, mayormente arrabalero, y la comedia en sus vertientes ranchera y urbana, siempre con una infaltable cuota de canciones, más abundante en la comedia