Javier Protzel

Espacio-tiempo y movilidad


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campesinas que padecían sequías y epidemias, además de sus luchas contra la opresión, fueron una negación práctica de la nacionalidad, pues para el gobierno criollo de Lima eran un sujeto colectivo ajeno y problemático, una ‘cuestión indígena’, vista desde una exterioridad cultural y política que se atribuía un rol civilizatorio y dominador.

       La intercomunicación territorial de un Perú indígena y mestizo

      Pero después de largos periodos caracterizados por la preponderancia del antiguo orden costeño señorial, junto con propósitos infructuosos de creación de una cultura nacional homogénea en base al calco de instituciones europeas (Larson 2002, Cotler 1978), el Perú y otras repúblicas de América Latina entraron a sendos procesos de construcción de una conciencia nacional. Vista desde el presente, la agencia del Estado terminó impulsando recursos de educación, vialidad y otros servicios, mientras los mercados se activaron propiciando la aparición de una sociedad no exenta de desigualdades, conflictos e insuficiencias, pero más moderna e interconectada. Es muy difícil pensar esta modernidad nacional fuera de políticas de manejo del espacio y de dinámicas del desplazamiento colectivo en las que el crecimiento del transporte desempeñó un rol simbólico además del instrumental.

      Todo ocurrió a lo largo de un lento y accidentado proceso en el cual debo detenerme. El escaso nivel peruano de urbanización hacia 1900 —el más bajo entre los estados latinoamericanos que cuentan con esa información— con solo cinco ciudades de más de diez mil habitantes (Gootenberg 1995: 28) da cuenta de un país muy rural, de pesos poblacionales relativos por región invariables durante largos periodos3 y extensos espacios semivacíos. Las investigaciones más rigurosas señalan sin embargo un lento incremento demográfico a lo largo de 85 años, tangible en la duplicación habida de 1791 a 1876, con una tasa media anual de 0,92, de acuerdo con el mismo Gootenberg (1995: 25-33).4 Y por otro lado, las minuciosas investigaciones de George Kubler mostraban que la población indígena peruana aumentó en cifras absolutas y además relativas después de la Guerra de Independencia, aunque esa ‘indigenización’ datase de antes.5 Las correcciones estadísticas de Gootenberg atemperan algo esta afirmación (entre 1795 y 1876 la composición indígena baja mínimamente, de 61,3 % a 57,9 %, reduciéndose a 46,0 % en 1940) pero sin cambiar substancialmente.

      Ello demostraría que, irónicamente, el nacimiento de la república peruana en vez de haber sentado las bases de integración imaginada por los criollos republicanos ocasionó una fragmentación cultural y económica de alrededor de medio siglo (de la segunda a la séptima década del XIX) de pesadas consecuencias posteriores, precisamente en épocas de construcción de otros estados modernos, como las gestas mexicana, colombiana y argentina, a cargo de clases dirigentes sólidas (Orrego 2005). Además de haber sido un valioso tiempo perdido, esa ‘indigenización’ corolario del aislamiento serrano, «[…] gran excepción a medio milenio de usurpación y asimilación europea de las comunidades indígenas […]» (Gootenberg 1995: 39), quebró la linealidad del tiempo histórico sin ser propiamente un retorno al pasado. Al haber poca presión por la tierra y casi sin exacciones de los hacendados, el estatus del indígena se modificó, con cerca de una mitad del campesinado en posesión de tierras que cultivaban hacia 1849. Incluso en algunas zonas de las sierras sur y norte hubo descendientes de españoles que adoptaron el modo de vida indígena y la lengua quechua, mientras en las punas algunas comunidades indígenas se reconstituyeron. Tardíamente, a partir de 1862, ese patrón empezó a modificarse, probablemente por efectos del auge guanero, que fue una gran oportunidad desperdiciada para afianzar un Estado-nación moderno, considerando que los ingresos públicos provenientes del fertilizante pasaron del 5 % del presupuesto al 80 % entre 1847 y 1870 (Orrego 2005: 230). Más de la mitad de ese cúmulo de dinero fue utilizado para pagos a clientelas burocráticas y militares, además de enriquecer a un selecto grupo de notables criollos con abultadas sumas otorgadas a título de consolidación de la deuda externa.6 El abismo costa-sierra se ahondó.

      ¿Existía alrededor de esa actitud rentista y de la codicia por el dinero fácil un proyecto de país, alguna orientación ideológica? Sin duda. Había surgido un voluntarismo liberal posterior al esencialismo conservador,7 que frente a los caudillismos militares de Castilla y Echenique recién se cristalizó en la Sociedad Independencia Electoral, germen del Partido Civil que hizo ganar en 1872 la elección presidencial a Manuel Pardo. Hombre educado en Europa y exalumno de Michel Chevalier, Pardo emprendió un programa integracionista y liberal dirigido a invertir los dineros remanentes del guano para comunicar la región andina con la costa. Era, sin embargo, una perspectiva de gobierno que expresaba abismos culturales irreconciliables, al inspirarse en una noción individualista de la ciudadanía, poco compatible con una comunal, que en todo caso sería la indígena. Valga señalar que al abolirse el tributo indígena en 1854 por decisión de Castilla, la exoneración de esa carga mermó ante el Estado su fundamento de vida comunitaria autónoma, con lamentables efectos materiales y simbólicos. Según el Código Civil promulgado en 1852, de estirpe napoleónica, los indígenas gozaban teóricamente de igualdad ciudadana ante la ley, sin diferencias respecto a cualquier costeño criollo, con idénticas libertades contractuales, incluyendo la de compraventa de sus tierras ancestrales. Naturalmente, esto favorecía a las autoridades, curas y notables serranos, acostumbrados a usufructuar del trabajo indígena servil de mil maneras, y en el nuevo contexto, a adueñarse de tierras comunitarias ‘con sus indios’. El esfuerzo pardista se asumió a sí mismo como el de una ‘misión civilizatoria’ que pretendía asimilar a los indígenas mediante la escolarización primaria a la occidental, para lograr una «hispanización forzada de los pueblos nativos» a semejanza del propósito abrigado por la corona española en el siglo XVIII de extirpar el quechua, según señala Brooke Larson (2002: 112).

      El fondo paternalista de esa política fue indisociable de la penetración del capital comercial en la sierra central y la del sur, con sus secuelas de sometimiento a las redes de producción y compraventas agropecuarias destinadas a los mercados extranjeros. El eco ideológico de esa ‘misión civilizadora’ llegada de Lima con los ferrocarriles inaugurados poco antes de la guerra con Chile lo ilustran los notables de Jauja y Huancayo. En el valle del Mantaro —donde casi no existía gran latifundio y la servidumbre indígena era menor— la actitud de los blancos y mestizos urbanos era no obstante de rechazo hacia las culturas indígenas. Nelson Manrique destaca las prohibiciones impuestas por las autoridades locales en 1886 a ciertas fiestas indígenas (con referente simbólico mestizo además), ‘el baile de los capitanes’, el ‘de los negros’ y otros, pues el concejo huancaíno estimó «[…] indispensable abolir costumbres que no están a la altura de la civilización, y que dan una triste idea de la cultura y el adelanto de esta provincia» (1988: 47).8 En cambio, en la geografía del sur andino —Apurímac, Cusco, Puno, Arequipa— el poder latifundista se ejerció de modo más cruel y desnudo. Los gamonales, hacendados medianos y pequeños, empoderados mediante exacciones de tierras y de trabajo indígenas gracias a la legislación liberal, fueron un eslabón de la cadena mercantil de lanas que en las últimas décadas del siglo XIX operó ese negocio exportador desde las grandes firmas de Arequipa.9 Pero como plantea el mismo Manrique, esos gamonales estaban sumergidos, macerados, en la cultura quechua; en mi opinión, eran partícipes de complejos sentimientos regionalistas.10

      Las deficiencias de los caminos de herradura y la ausencia total de caminos carreteros11 en la región andina hasta inicios del siglo XX hacían muy difícil salir de la agricultura de subsistencia y del encapsulamiento social, que contrastaba con el mayor intercambio comercial en la costa, facilitado por el cabotaje. Contreras Carranza anota que hacia 1880 la vialidad serrana prácticamente consistía en «[…] senderos para peatones adaptados a la cordillera. La amplitud del camino en las faldas de las montañas nunca era bastante como para que pudiesen cruzarse dos mulas cargadas» (2010: 63). Bajo esas condiciones solo valía la pena producir para consumo local. Este encierro serrano, mayor en el sur que en el centro y el norte, limitó los movimientos dentro de espacios regionales y locales, hasta que los grandes proyectos de transporte hicieron sentir sus efectos.

      El Perú, especialmente la sierra, pasó casi