Javier Protzel

Espacio-tiempo y movilidad


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clara, qué duda cabe. Después de haberse inaugurado las primeras líneas, limeñas,12 se hizo presente el empresario estadounidense Henry Meiggs, gran gestor del negocio de tendido de ferrocarriles que estaba en la médula del proyecto civilista. Meiggs y los políticos liberales contemplaron la integración nacional en base a una serie de ejes transversales este-oeste que circularían entre el litoral y los Andes, trayendo minerales y otras materias primas, productos para la subsistencia y gente para el trabajo en las plantaciones algodoneras y azucareras. Resumiendo informaciones de Jorge Basadre (IV, 1961: 1768-1780) se estudió y discutió en los más altos niveles gubernativos a veces durante lapsos largos con idas y venidas la conveniencia de uno u otro proyecto. Las líneas Arequipa-Mollendo, Arequipa-Puno, y la ambiciosa transandina Callao-La Oroya (o Ferrocarril Central), fueron las más notables y estratégicas, aunque también se contempló otras, que quedaron inconclusas o no iniciadas: Chimbote-Huaraz-Recuay, Chala-Cusco, Cajamarca-Océano Pacífico. Este ciclo de ejecución de obras con la técnica más avanzada para la ingeniería de la época se inició en medio de celebraciones fastuosas en 1871 con la inauguración de la línea férrea Arequipa-Mollendo, tres años después extendida de la ciudad blanca a Puno, con lo cual el trayecto de la ciudad blanca hasta el borde del lago Titicaca disminuía de seis días a doce horas (Contreras 2010: 68). La ferrovía a La Oroya fue una obra de esfuerzos titánicos, literalmente sangrienta y mortal por los accidentes, enfermedades y conflictos ocasionados, además de costosa. Había, irónicamente falta de mano de obra, al extremo que Meiggs debió contratar unos diez mil peones de Bolivia y Chile para los trabajos en el sur (Contreras 2010: 67). Se empezaron los trabajos el primer día de 1870, pero la quiebra de la economía guanera obligó a interrumpirlos en 1875, para ser retomados y concluidos ya entrada la posguerra, en 1893. Se acortaba así notablemente el tiempo de viaje de Lima a Jauja, que había sido de seis días. El Ferrocarril del Sur también terminó su ramal al Cusco más tarde, en 1908, con el auge lanero en sus mejores años. Fueron estos los del cénit de la República Aristocrática (1895-1919), de recuperación de la economía bajo el predominio de un capitalismo dependiente de acentuado sesgo exportador primario. Admitiendo que a partir de ese periodo la gobernabilidad alcanzada por la oligarquía civilista asentó al Estado peruano, el ordenamiento social no cambió en lo esencial. La posterior ampliación de las capas medias y de los incipientes sectores obreros durante el oncenio de Augusto Leguía (1919-1930) y en el gobierno autoritario de Benavides (1933-1939) no impidió el mantenimiento del espíritu señorial y racista heredado. Pese a la progresiva incorporación de algunas regiones a la actividad productiva moderna y a los mercados más allá del modelo del enclave13 ya entrada la segunda mitad del siglo XX, la desigualdad costa-sierra y el aislamiento de las pequeñas aldeas ha sido solo mitigado.

       Ferrocarril cruza las nieves de la sierra central (ca. 1912)

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      Skyscraper City.

      Pero es mejor examinar esa construcción de lo nacional desde las políticas del espacio que desde la historia social misma. Al estar enfocado en la extracción y exportación de recursos naturales, el afán integrador de las élites estuvo en el pasado siempre más orientado hacia los flujos de mercancías que al transporte de personas, en especial tratándose de provincias marginadas. En esa medida, los ferrocarriles y luego las carreteras trajeron consigo desde épocas tempranas abundante migración no prevista y después un centralismo desbordante. Hubo entonces, a falta de lineamientos explícitos y efectivos de descentralización, una política implícita del espacio en el sentido opuesto. Ya en 1867 Manuel Atanasio Fuentes registró la residencia de casi 56 000 inmigrantes provincianos, más unos 39 000 extranjeros, lo cual reducía la población capitalina nativa a apenas el 21 % (1925 [1867]: 10) e insinuaba probablemente otros movimientos interregionales no registrados.14 No asombra en absoluto que treinta o más años después ese flujo siguiese su curso poniendo en evidencia el choque de mundos sociales desiguales y culturalmente ajenos. Esto ocurrió, recordémoslo, mientras una parte de los limeños vivía la ‘modernidad burguesa’. La capital había ido dejando atrás su provincialismo pacato y crecía imitando en su trazo y nuevas costumbres a las metrópolis europeas (Muñoz 2001: 42-58). Veleidades de cosmopolitismo que coexistían —en un desfase de temporalidades— con el mantenimiento del régimen servil de la hacienda y de la comunidad indígena, el tránsito alegre e iluminado de las avenidas con la soledad silenciosa de las punas. Una prueba de ello sería la Ley de Conscripción Vial promulgada en 1920 por Leguía, que instauraba una especie de mita que forzaba a todos los varones (mayormente indígenas) a trabajar a pico y pala construyendo carreteras. Pero los emprendimientos viales posteriores a los ferroviarios se desarrollaron más en la década de los treinta, al haberse alcanzado una masa crítica de vehículos motorizados (automóviles y camiones) que los ameritase. Aprovechando el restablecimiento económico posterior a la crisis económica de 1929, el presidente Óscar Benavides15 mandó concluir la Carretera Central, inaugurada en 1935, enlazando Lima, La Oroya y Tingo María, e hizo trazar y ejecutar las obras de la Carretera Panamericana, abierta al tráfico en 1939 de Tumbes a Arica (Palacios 18, 2005: 44). Pero sobre todo se modernizaron miles de kilómetros de caminos de herradura acondicionándolos para el transporte automotor, mucho más veloz. Con estos cambios se evitaba viajar por mar de Matarani al Callao, o incluso del Callao a Cañete, a Salaverry o a Paita, y los fatigosos trayectos a caballo de varios días de cruce del Ande se redujeron a uno solo o a horas. Las interconexiones regionales motorizadas disminuyeron si no reemplazaron las travesías de los arrieros, que fueron limitándose a los caseríos marginales que contaban solo con caminos de herradura. Y a la inversa, el locus de los peregrinajes, de las fiestas y de los acervos escenificados en estas se amplió. Eso lo veremos en una sección posterior. Al ensancharse a escala territorial el comercio, el intercambio cultural y el conflicto político, la conciencia de una modernidad nacional atravesaba un umbral más. Si esas obras realizadas «con la Nación, por la Nación y para la Nación» según el discurso conservador del presidente Benavides (Palacios 18, 2005: 45), las posibilidades de emigrar o simplemente de viajar gozaron de mucha acogida en la gente común y corriente. En palabras de José María Arguedas,

      Ruta de arrieros de la sierra central paralela al tren (fines del siglo XX)

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      Skyscraper City.

      […] cuando las carreteras se abrieron, el camino de la costa y de la capital de la república a toda la gente de la sierra, los mestizos bajaron en multitud a las ciudades costeñas y llegaron a la antes casi legendaria e imposible Lima. Conscientes de lo que significaba el intercambio con la costa y con la capital, la gente de la sierra desde los indios para arriba, se entregaron con verdadera desesperación a construir carreteras hacia la costa. Comunicarse con Lima por vía directa fue el ideal ardiente de todos los pueblos andinos (1985 [1941]: 92).

      Como se sabe y lo reseñé en otra publicación, la vialidad devino en el instrumento de un oleaje migratorio que se desplazaba de localidades menores a mayores, pero en especial hacia Lima. Las cantidades fueron crecientes desde los años cuarenta a los setenta para amenguarse hacia los noventa. En el 2011 se podía calcular que la población de Lima, superior a los nueve millones, se había multiplicado unas catorce veces desde 1940 gracias a los inmigrantes, principalmente andinos, y la superficie de la conurbación superaba las ochenta mil hectáreas, frente a la cuarta parte en 1961. El fenómeno de la barriada,16 vale decir la urbanización por invasión de terrenos eriazos seguida de autoconstrucción de viviendas inicialmente muy precarias, ha sido el corolario ineludible de esa rápida sobrepoblación. Interesa aquí subrayar lo integrador del proceso migratorio en su conjunto, en cual distinguimos tres aspectos.

      Primero, la práctica creciente de la itinerancia, en base a lógicas de búsquedas colectivas de asentamiento, lo cual se hace casi sinónimo de incorporación a la sociedad nacional. Adelgaza la densidad étnica de las identidades, que se deslocalizan según el itinerario migratorio elegido, pero generalmente sin olvidar el lugar de origen, con lo cual se mantiene el vínculo, que constituye uno de los cabos del enlace reticular. Los estudios de Jürgen Golte y Norma Adams (1990) sobre doce