protector de la gracia divina. Las crónicas conventuales son un venero abundante de historias de esta clase: Antonio de la Calancha, por ejemplo, narra episodios milagrosos acaecidos con ocasión del sismo de Trujillo de 1619. Sin embargo, la información sobre los milagros debe entenderse con suma precaución: ya Riva Agüero, Porras y Vargas Ugarte alertaban sobre el carácter de estas fuentes.
Ante el peligro originado por un sismo o cualquier otra manifestación dantesca de la naturaleza, o el que suscitaba la presencia de corsarios holandeses o ingleses, una ciudad implementaba una estrategia de respuesta.19 Y si la respuesta técnica a la inminencia de un ataque corsario radicaba en construir defensas —murallas, en el caso de Lima y Trujillo—, la respuesta desde la religión implicaba una acentuación de la piedad. En tal sentido, los sermones, la consagración de santos y las procesiones fueron los vehículos a través de los cuales se canalizaron las angustias de los pobladores. Aún falta identificar los santos y advocaciones marianas y cristianas en los que cada población peruana depositó su confianza para que intercedieran ante la cólera divina. Los dos casos de mayor significación están representados en la actualidad por las sagradas imágenes del Señor de los Milagros y el Señor de los Temblores. Conocemos otros fuera del Perú, como el de san Saturnino, quien recibía culto en Santiago de Chile, en tiempo del terremoto de 1647 (Villarroel, 1650: 575); y un ejemplo de la Lima virreinal: el caso de los “votivos protectores contra esta plaga los santos Crispín y Crispiniano” (Peralta [1732], 1863, I: 157). La lista podría incrementarse, preliminarmente, con el culto a la Virgen del Rosario, en Lima, para el siglo XVI, o el de santa Marta para Arequipa.
Varios autores ya han destacado la importancia de la denominada oratoria sagrada en el Virreinato. Han trascendido los impactantes sermones que en ocasión de Viernes Santo pronunciaba el P. Alonso Messía, en Lima, y se ha afirmado que la vida social del Virreinato tenía correlato directo en los púlpitos. No obstante, existen sermones que están directamente asociados a la ocurrencia sísmica, y hemos tenido ocasión de revisar parte de ellos en la Biblioteca Nacional.20 Algunos sacerdotes ejercieron su celo predicador con ocasión de las desgracias. Sabemos el caso del P. Del Río, jesuita, predicador en el Callao en 1746 (Portal, 1924: 78).
Las actitudes y respuestas de la población y autoridades se han modificado en el tiempo. En un primer momento, la Iglesia arraigó el eficaz binomio sismos = castigo divino, luego remontado —con ciertas limitaciones— a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, cuando surge una novedosa corriente de pensamiento —por ejemplo, en México— que buscaba explicar racionalmente los fenómenos naturales. Como veremos más adelante, la explicación que se daba a los temblores tenía un origen aristotélico: eran entendidos a partir de la existencia de gases en el interior de la tierra y que, en su afán por liberarse, causaban vibraciones. En términos generales, las actitudes sociales, religiosas y científicas permean los relatos y dan color a las descripciones (Suárez Reynoso, 1996: 12).
4.2 La evolución de la arquitectura
… De los alcaldes, de los terremotos y de los urbanizadores, líbranos Señor…
Raúl Porras Barrenechea
PEQUEÑA ANTOLOGÍA DE LIMA (1935)
A lo largo de su historia, toda ciudad se ve enfrentada cada cierto tiempo a una serie de vicisitudes de origen diverso; los ejemplos son múltiples. Evidentemente, en el Perú los sismos han sido uno de los más serios causantes de dichas vicisitudes, pues no solo provocaron situaciones de riesgo para los pobladores por la destrucción de infraestructura, sino que la dimensión de esa destrucción planteaba otra suerte de problemas cuya solución podía demandar acciones más radicales. No fueron pocas las ocasiones en las cuales, luego de ocurrido un sismo y comprobarse el extendido panorama de destrucción material, las autoridades planteaban la reubicación inmediata de la urbe.21
Ya desde el siglo XVI, Lima estaba acostumbrada a la ocurrencia eventual de sismos. Se ha planteado, para los tiempos posteriores a la conquista, que “los temblores dieron continuo sobresalto, mas no fueron de gran intensidad hasta 1586” (Bernales Ballesteros, 1972: 21). Algunos ejemplos confirman lo dicho. La construcción de la segunda catedral de Lima se retrasó por causas diversas, que Vargas Ugarte identifica con la falta de piedra de calidad, los sismos y, especialmente, la desidia de las autoridades para reunir fondos (Vargas Ugarte, 1968: 35). Inaugurada en 1625, los sismos de 1630, 1655 y 1687 causaron notable daño al que las fuentes calificaban de “hermoso edificio” (ibíd.: 41). Algo distinto fue el caso de la catedral del Cusco, construida en un lapso de noventa años y que en plena edificación resistió los efectos del terremoto de 165022 y pudo estrenarse poco tiempo después, en 1654 (ibíd.: 44). En Trujillo, elevado a sede episcopal en 1616, año en que se inició la construcción de su catedral, esta se vino abajo con el terremoto de 1619. Tan grave fue la situación padecida por esta ciudad, que el virrey llegó a dictar una provisión que ordenaba su reubicación:
… en consideración a la comodidad del edificio antiguo de dicha ciudad de Trujillo por ser arena y falta de agua acordé de dar y di la presente por la qual mando se passe y traslade dicha ciudad a otro sitio superior en parte y lugar fixo que no sea de arena y tenga agua suficiente (Larco Herrera, 1917: 37).
A los pocos días de recibida la provisión, se presentaron el prior de Santo Domingo, el P. guardián de San Francisco, el comendador de La Merced y la abadesa de Santa Clara, oponiéndose al traslado (ibíd.: 40). Finalmente, la decisión del virrey no se materializó y la ciudad permaneció en su emplazamiento original, donde Francisco Pizarro la había fundado en 1535.
En otros casos, el sismo interrumpe las obras de construcción de una iglesia, como en el del templo de los franciscanos en Arequipa, detenido un tiempo a causa del sismo de 1582 (ibíd.: 80). Para Huánuco, una de las ciudades más antiguas del país —fundada como Ciudad de los Caballeros del León de Huánuco, y para la cual no existe sino la única referencia al sismo que la afectó en 1613—, no deja de ser interesante lo que se afirma sobre la iglesia de los agustinos, la mejor y más sólida de la ciudad: su construcción se inició en 1596 y se terminó en 1634, a pesar de haber “sufrido seriamente por los temblores” (ibíd.: 139).
Una de las ciudades que ha gestado una visible identidad arquitectónica es Arequipa, donde se generó un estilo mestizo que algunos han calificado de “barroco andino”, desarrollado a lo largo del siglo transcurrido entre 1680 y 1780, y que se caracterizó por una despreocupación por las plantas de iglesias del tipo cruz latina y se interesó más bien por la presencia de elementos decorativos (Gisbert, 1985, apud Rivera Martínez, 1996: 172 y ss.). No obstante, se trata de un estilo que fue surgiendo en relación directa con la naturaleza sísmica del suelo de la ciudad. La opinión de Héctor Velarde —renombrado arquitecto peruano— es muy clara cuando afirma que “la ciudad fue arruinada varias veces por los terremotos” (Velarde [1978], apud Rivera Martínez, 1996: 175). Anteriormente, otro ilustre arquitecto —norteamericano de origen— observó que, en Arequipa, “más que en Lima, la tragedia ha acechado en la forma de terremoto tras terremoto, que han reducido la ciudad a cenizas en numerosas ocasiones. Los peores fueron los de 1582, 1600, 1687, 1715, 1784 y 1868” (Wethey [1946], apud Rivera Martínez, 1996: 182). No sin razón, Wethey reflexionaba sobre el hecho de que “la historia de la arquitectura arequipeña es más la historia de lo que alguna vez existió que de los monumentos que aún subsisten en nuestros días” (loc. cit.).
Nuevas edificaciones renacían de los escombros, y desde 1687 adoptaron el nuevo estilo mestizo: es el caso de la portada de la iglesia de la Compañía, que data de 1690. Wethey llamaba la atención sobre las portadas esculpidas en estilo mestizo, pues, en su opinión, constituían la contribución más característica de Arequipa al arte colonial (Wethey [1946], apud Rivera Martínez, 1996: 187). Sin embargo, algunas pocas edificaciones sobrevivientes hablaban de los estilos pasados: es el caso de la sala capitular del Convento de la Compañía, única supervivencia, en Arequipa, del gótico del siglo XVII (ibíd.: 186). Más resistente aun fue el mismo templo jesuita, edificación que, tras caer abatida por el sismo de 1582, se constituyó en la única iglesia que ha sobrevivido intacta los repetidos desastres a los