Daniel Florentino López

La noche que sangra


Скачать книгу

de su pasado. No le gustaba hablar de eso. No parecía nerviosa, se manejaba con aplomo. Vestía prendas de jean, sentada sobresalía de su cintura la culata de un revólver calibre 38. Era la persona de confianza del Mudo. Algunos sospechaban que también era su amante. Le decían la Negra. No eran amigos, pero ya habían realizado varios encargos juntos.

      Aquella noche el jefe los convocó para un trabajo. Se realizaría una reunión con un novato que reclamaba un pago. Tal vez habría que «enfriarlo» y arrojar su cuerpo de forma tal que no generara sospechas.

      El Roña pasó a buscar al Mono por la esquina de avenida Directorio y Montiel, del barrio de Mataderos, en el horario acordado.

      —Hola, ¿cómo estás? —le dijo el Roña al Mono.

      —Bien, ¿vos? —respondió el Mono.

      —Esta noche es muy probable que nos manden a deshacernos de un paquete —anunció el Roña.

      —Linda noche para tirar paquetes —respondió el Mono con una sonrisa cómplice.

      —Ya cambié la patente —señaló el Roña.

      —Creo que no vamos a tener problemas, casi no vi canas por la calle. Parece que esta noche no va a haber operativos de control. El Mudo arregló con los canas. Van a realizar operativos, pero en otros barrios —afirmó el Mono.

      —¡Ojalá! Espero que sea rápido, conocí a una minita y podría verla si terminamos temprano. Bueno, ya llegamos. Esperemos las indicaciones del jefe —dijo el Roña.

      —Okey —respondió el Mono.

      En un PH, a unos pocos metros de donde esperaban los ocupantes del Renault, estaba a punto de celebrarse una reunión en la que el destino de uno de sus asistentes quedaría marcado por la muerte.

      Un hombre flaco, alto y muy elegante tocó el timbre. La Negra le abrió la puerta y lo acompañó donde presumiblemente se encontraba el jefe. Luego de quince minutos, el Roña recibió un mensaje del Mudo. Entonces acercó el auto a la puerta, bajaron y fueron a buscar al hombre. Estaba sentado mientras la Negra lo encañonaba. Lo llevaron al vehículo. El sujeto parecía resignado. Se sentó, sin preguntar nada, con la mirada perdida como si se hubiera dado cuenta de que había cometido un error muy grave. Arrancaron y a unos quince minutos de allí, en una fábrica abandonada, lo hicieron bajar y ponerse de rodillas mirando al piso.

      El Mono sacó su pistola, una Bersa Thunder calibre 9 mm; el Roña, que también tenía un arma similar en la cintura, observaba la escena junto con la Negra.

      —Tratá de liquidarlo de un tiro en la cabeza a corta distancia con la almohada, para no hacer mucho ruido. Tenemos una en el baúl —le dijo el Roña al Mono.

      —¡Me estás diciendo cómo hacer mi trabajo, pedazo de inútil! —le respondió furioso el Mono.

      —Pará, solo te estaba haciendo una sugerencia. Tranquilizate —le respondió el Roña.

      —¡No me tranquilizo un carajo! ¡Yo me voy a encargar de este tipo de la forma que a mí se me cante! ¿Acaso querés que me salpique sangre? —afirmó el Mono desafiante y desencajado.

      —A mí no me levantás la voz. ¿Quién te creés que sos? Yo podría liquidar a este gil de la forma más rápida y limpia —le respondió el Roña tomando su arma de la cintura.

      Mientras este inconcebible diálogo ocurría, el cautivo pensaba en lo ingenuo y estúpido que había sido, y en cómo la realidad puede superar a la ficción cuando de absurdos se trata. Ellos discutían sobre la manera de matarlo y él estaba viviendo sus últimos segundos. Sentía que la muerte se acercaba con una sonrisa socarrona.

      En ese momento el Mono giró su arma en dirección al Roña. Ambos se miraron fijo y en silencio mientras se encañonaban. Fueron unos segundos que duraron una eternidad, hasta que se escucharon tres estruendos.

      El hombre arrodillado se desplomó sobre su propio cuerpo.

      Los contendientes, perplejos, dirigieron sus miradas hacia la Negra que aún sostenía en su mano el revólver 38 Smith & Wesson.

      —¡Pedazos de boludos! Tuve que matarlo yo, antes de que se maten entre ustedes —dijo la Negra mientras devolvía el arma a su cintura.

      El Roña y el Mono se miraban confundidos. La Negra, visiblemente enojada, les ordenó que metieran el cuerpo del difunto en el baúl del auto. Así lo hicieron y partieron rumbo al barrio de Constitución.

      Cinco años antes

      Solo tres veces sonó el teléfono, antes de que una mano ansiosa levantara el tubo.

      —Buenos días.

      —¡Hola! Sí...

      —Soy el doctor Restrepo...

      —Habla Horn… ¡Qué bueno! ¿Ha podido confirmarse la entrevista?

      —Sí, señor, tiene que estar usted el próximo lunes a las 11:00 a. m. en el Penal de Villa Devoto.

      —Perfecto, buen trabajo.

      —El nombre del interno Jacinto Benavides.

      —¿Juan Benavides? No le escuché bien...

      —No, Jacinto… Jacinto Benavides.

      —Okey, allí estaré.

      —Hasta luego…

      —Un momento, señor Horn, no se le olvide que este dato es confidencial…

      —Sí, claro, lo olvidaba…

      —Si alguien le pregunta… diga que fue su investigación…

      —Okey, gracias por recordármelo…

      —Y una cosa más, me dijo el interno que no se apareciera por allá sin un cartón de Particulares 30.

      —Pero, doctor Restrepo, ¿todavía existe ese tabaco?

      —Y, parece que sí...

      —Okey. No olvide mandarme sus honorarios.

      —Sí, mi secretaria se los enviará esta tarde.

      —¡Muchas gracias!

      —Hasta luego.

      En un departamento de cuatro ambientes en la calle Azcuénaga, del barrio de Once, Samuel Horn concretaba telefónicamente un encuentro que sería trascendental para su vida.

      Paredes blancas, la luz solar contenida por cortinas marrones, un retrato de Edgar Allan Poe. Los muebles de color oscuro, un sofá de dos cuerpos lleno de libros, un ejemplar de Los lanzallamas de Roberto Arlt en el piso.

      Una enorme biblioteca se había apoderado de una de las paredes del antiguo departamento. En los estantes más bajos se destacan las obras más recientes de los autores modernos de su preferencia, como Rodolfo Fogwill y Héctor Tizón. En los centrales, relucen los libros más viejos, clásicos norteamericanos, que denotan claramente el trajín de la lectura: John Dos Passos, Truman Capote, E. E. Cummings y F. Scott Fitzgerald.

      Samuel Horn nació en los alrededores de la Plaza Miserere. Vive en el departamento que le cedieron sus padres alemanes, cuando cumplió veintiún años. Pudo irse con ellos a Hamburgo, de donde es toda la familia materna, pero decidió quedarse en Buenos Aires. Cuando los despidió en el aeropuerto de Ezeiza les prometió que iba a triunfar como escritor en pocos años. Han pasado más de dos décadas y aún no ha cumplido su promesa. Ninguno de sus emprendimientos literarios se ha transformado en éxito editorial y teme que sus padres fallezcan antes de ver sus libros en las vitrinas europeas.

      Un metro ochenta, flaco, desgarbado, cabellera entrecana, cuarentón al borde de los cincuenta. Le gusta vestir de saco y corbata por lo general de tonos oscuros, la camisa siempre blanca. Hace un par de décadas que es vendedor de seguros, tiene una sólida cartera de clientes y un horario relajado