Una vez que se sentaba frente a su computadora, le costaba levantarse. Una palabra llevaba a la otra y un personaje lo llevaba a otro personaje. Las situaciones se le representaban mentalmente con minuciosidad, en formas muy vívidas. A veces maldecía el no poder escribir más rápido, para que no se le escaparan los detalles de esas visiones que lo ataban a la silla y a la computadora.
Cuando iba a trabajar no podía dejar de pensar en sus personajes. Parecían morar en su mente. Atormentado por sus desgracias, sentía un placer extraño. En sus sueños sus personajes continuaban desarrollando incansables tramas, que cuando despertaba se apresuraba a registrar en su computadora.
Poco a poco, la literatura fue ocupando todos los espacios de su vida. La decepción vino cuando intentó publicar su novela. Estaba seguro de que era excelente y pensaba que le resultaría fácil encontrar un editor. Comenzó a recorrer las editoriales y se encontró con todo tipo de reparos. La obra era muy larga o muy aburrida. Demasiados detalles intrascendentes. A Horn le pareció que ellos no entendían su obra y que le estaban cerrando la posibilidad de encontrarse con su público.
Luego de batallar largo tiempo, finalmente pudo conseguir una entrevista con el director de una gran editorial. Estaba muy nervioso y emocionado por la gran oportunidad.
Eran las tres de la tarde en el cuarto piso de un edificio de la avenida de Mayo. Samuel asistió con un impecable traje y corbata. Esperó casi veinte minutos, finalmente lo recibió Arturo Henri, el responsable de la Colección Platino de Narradores Latinoamericanos, un hombre de unos sesenta años, con cabellera y barba casi enteramente blancas, salvo unos pequeños y caprichosos mechones negros.
El hombre le habló con voz cordial y pausada.
—Gracias, señor Horn, por venir hasta la oficina. Lo convoqué porque me pareció que usted tiene un gran potencial, pero lo que nos presentó no cubre las necesidades de la editorial. Buscamos una novela con una temática menos metafísica. Deseamos un relato con más acción, que sea creíble, quizá algo escabrosa…
—Entiendo. Supongo que usted tiene razón. Debo adaptarme al mercado. Acción creíble… voy a tratar de hacerlo. Le agradezco que me haya recibido —dijo Horn.
—Cuando tenga algo parecido a lo que describí, vuelva. Prometo recibirlo y leer su obra —afirmó Henri.
Samuel se retiró con el orgullo herido. Había leído algunas de las novelas publicadas por esa editorial y le parecía que su novela estaba a un nivel muy superior. Pensaba que al público le estaban ofreciendo basura. Sin embargo necesitaba de esa editorial. Al menos le habían prometido leer su novela, si se ajustaba a los parámetros de crímenes, violencia y sexo que le habían pedido.
Juró que volvería con una novela policial de jerarquía y que, por fin, accedería al gran mercado.
La nueva novela
Samuel comenzó a trabajar inmediatamente en su nuevo proyecto literario.
Si había que escribir una novela policial, entonces el modelo debía ser A sangre fría, la gran novela de Truman Capote. Su lectura en la adolescencia le había provocado gran impresión. Un escritor que decide inspirarse en un crimen real para escribir una novela. Logra este objetivo: entrevista personalmente en la cárcel a uno de los protagonistas de un crimen resonante. Trata de obtener las motivaciones psicológicas, los detalles y el perfil de todos los que participaron, tanto de las víctimas como de los victimarios, y lo logra.
Horn deseaba triunfar como nada en este mundo, triunfar como novelista y estaba dispuesto a asumir riesgos. Debería visitar cárceles húmedas y sombrías, hablar con hombres posiblemente despreciables. Jamás pensó que la literatura lo llevaría a esos rincones de la miseria humana.
Necesitaba, para comenzar, una entrevista con algún criminal que hubiera cometido un delito con gran repercusión en la prensa. Para lograr este contacto, recurrió a los servicios de un abogado penalista de su confianza.
La entrevista
La llovizna caía lentamente, como si dosificara su fuerza para durar todo el día. La cárcel era gris; parecía aún más gris y lúgubre al recibir sus paredes húmedas un ejército de gotas.
Luego de una inspección rigurosa a través de tres puertas de seguridad y una reja, los guardias del servicio penitenciario llevaron a Horn al encuentro con Benavides. Ambos estaban sentados frente a frente en una celda para visitas. Los separaba una mesa y también sus expectativas.
El recluso tenía barba de tres días y un dejo de resignación. Parecía de unos cincuenta años, morocho, fornido, cabello entrecano. Sus manos eran impecables como las de un oficinista. Samuel con su portafolio parecía un elegante abogado.
—Buenos días, un gusto conocerlo —dijo el escritor mientras su entrevistado lo observaba con mirada escrutadora.
Transcurrieron treinta incómodos segundos hasta que Jacinto rompió el silencio.
—Usted me necesita y yo a usted —respondió Benavides.
—Así es, puedo ayudarlo a que tenga aquí una vida más llevadera y una cuenta en un banco. Solo necesito escuchar su historia. Tengo una grabadora —le mostró un pequeño dispositivo que puso en la mesa— y ya está activada —agregó.
Jacinto hizo un gesto de aprobación, se acomodó en la silla y elevó la vista a un punto lejano del techo, como buscando una pantalla con imágenes del pasado…
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