sobre la cara una espesa capa de pintura que se hubiera podido caer a pedazos como una máscara de cartón. En su cabello se veían muchas canas; pero el detalle de verdad horripilante fue que, al abrir la boca, apareció un negro vacío.
La mujer no tenía un solo diente.
Escribió de prisa, con trazos garabateados:
Cuando la miré a la luz de la lámpara, me di cuenta de que era una mujer vieja, de cincuenta años cuando menos. Pero proseguí con lo mío como si me diera igual.
De nuevo se apretó los ojos con la yema de sus dedos. Al fin lo había escrito, pero eso no marcaba ninguna diferencia. La terapia no había funcionado. El deseo de gritar palabras obscenas era tan intenso como siempre.
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