desvencijadas y tan apretujadas que se estaba codo a codo con el vecino; cucharas torcidas, bandejas abolladas y jarros ordinarios; todas las superficies grasosas y con mugre en todas las hendiduras; un hedor insoportable a ginebra y a café abominable; guisados que sabían a metal y ropas sucias. El estómago y la piel parecían protestar y declaraban que le habían quitado a uno lo que le correspondía. Era verdad que Winston no recordaba nada que hubiera sido distinto en el pasado. En ningún periodo de su vida recordaba que hubiera comida en abundancia ni suficiente provisión de calcetines o de ropa interior que no estuvieran rotos y remendados; los muebles siempre estuvieron maltratados y desvencijados, las habitaciones sin calefacción, los trenes atestados, las casas cayéndose a pedazos, el pan todo quemado, rara vez había té, el café tenía un sabor asqueroso, no había cigarrillos —nada era barato y abundante y bueno, excepto la ginebra sintética—. Y aunque, por supuesto, la vida empeoraba a medida que uno envejecía: ¿no era acaso una señal de que éste no era el orden natural de la vida el que a uno se le encogiera el corazón ante tanta inmundicia, tanta escasez y tanta falta de comodidad, los inviernos interminables, el vivir con los calcetines todos mugrientos, los elevadores que no funcionaban, el agua siempre fría, el jabón rasposo, los cigarrillos que se deshacían y la comida rancia? ¿Por qué habían de parecerle a uno intolerables todas estas cosas, a menos que conservara en la memoria recuerdos de que las cosas habían sido diferentes?
Volvió a mirar el comedor. Casi todos eran feos, y seguirían siendo feos aunque vistieran una ropa diferente al clásico mono azul. En el otro extremo del salón, solo en una mesa, un hombrecillo con aspecto de escarabajo bebía una taza de café mientras su ojillos escrutaban desconfiados en todas direcciones. Winston pensó que era fácil, si uno no se fijaba en sí mismo, pensar que existía y hasta predominaba el físico ideal establecido por el Partido: jóvenes altos y musculosos, muchachas de turgentes pechos y de dorados cabellos, todos plenos de vitalidad, bronceados por el sol y atractivos. En realidad, hasta donde podía juzgar, casi todos los habitantes de la Pista de Aterrizaje Uno eran pequeños, morenos y de aspecto enfermizo.
Era curioso cómo proliferaban en los Ministerios las personas con aspecto de escarabajo: hombrecillos rechonchos, engrosados antes de tiempo, con piernas cortas, ademanes nerviosos y rostros regordetes e inescrutables. Ese era el tipo de hombre que parecía proliferar más y mejor bajo el dominio del Partido.
Finalizó el comunicado del Ministerio de la Abundancia con otro toque de clarín, y a continuación comenzó a difundirse música marcial. Parsons, agitado con un leve entusiasmo por los datos de los bombardeos aéreos, se sacó la pipa de la boca:
—El Ministerio de la Abundancia ha hecho un magnífico trabajo este año —dijo con un gesto de conocedor—. Por cierto, Smith: ¿no tendrías unas navajas de afeitar que me prestaras?
—Ni una sola —respondió Winston—. He usado la misma durante seis semanas.
—Bueno, tenía que preguntarte.
—Pues lo siento —comentó Winston.
Los graznidos de pato de la mesa de junto, acallados por un instante por el comunicado del Ministerio, comenzaron de nuevo tan fuertes como siempre. Por alguna razón, Winston se puso a pensar de improviso en la señora Parsons, la del cabello desordenado y polvo en las arrugas de su rostro. Antes de dos años, sus hijos la denunciarían a la Policía del Pensamiento y la señora Parsons terminaría evaporada. Lo mismo le ocurriría a O'Brien. Por otra parte, eso no le sucedería a Parsons.
Tampoco a aquel sujeto con voz de pato. Y menos aún a los hombrecillos con aspecto de escarabajo que se deslizaban con agilidad por los pasillos de los Ministerios. Y la joven de cabellos negros, del Departamento de Ficción, tampoco era probable que la evaporaran. Le parecía que sabía, como por instinto, quiénes sobrevivirían y quiénes perecerían, aunque no era fácil decir qué los hizo sobrevivir.
En ese instante, volvió bruscamente de su ensueño. La joven sentada en la mesa contigua se había vuelto un poco para mirarlo. Era la de los cabellos negros. Lo miraba como de soslayo, pero con intensa curiosidad. En el momento que sus miradas se cruzaron, ella la desvió de inmediato.
Winston sintió que un sudor frío le subía por la espina dorsal. Una sensación de espanto lo invadió. Se desvaneció casi al instante, pero le dejó una molesta desazón. ¿Por qué le vigilaba aquella muchacha? ¿Por qué lo seguía? Por desgracia no recordaba si ella ya estaba en la mesa al llegar él o si entró después. Pero de cualquier modo, el día anterior, durante los Dos Minutos de Odio, ella se había sentado inmediatamente detrás de él, sin ningún motivo aparente para que lo hiciera. Era muy probable que su verdadero propósito fuera vigilarlo para ver si él gritaba lo bastante fuerte.
Volvió a asaltarle la misma duda: tal vez la joven no era un agente de la Policía del Pensamiento, sino simplemente una espía aficionada, que representaba el mayor peligro de todos.
No sabía cuánto tiempo lo había observado, tal vez no pasara de cinco minutos, pero era posible que no hubiera controlado perfectamente sus rasgos. Era muy peligroso divagar en un lugar público: el menor detalle y el más insignificante de los gestos podían delatarlo a uno. Bastaría con un tic nervioso, una desprevenida expresión de impaciencia, la costumbre de murmurar consigo mismo —cualquier cosa que sugiriera un estado fuera de lo normal o la ocultación de un pensamiento íntimo—. De todos modos, tener una expresión inadecuada en la cara (por ejemplo, ver con incredulidad el anuncio de una victoria) era un delito penado. Incluso existía una palabra en Neolengua para definirlo: caradelito.
La muchacha le dio la espalda de nuevo. Tal vez después de todo no vigilaba sus pasos y fuera mera coincidencia que se hubiera sentado cerca de él hacía dos días. Su cigarrillo se había apagado y lo dejó en la orilla de la mesa. Terminaría de fumarlo después de trabajar, siempre que no se derramara el tabaco. Era muy posible que la persona de la mesa vecina fuera un espía de la Policía del Pensamiento y que él estuviera antes de tres días en los sótanos del Ministerio del Amor, pero no por eso iba a desperdiciar una colilla. Syme había doblado su hoja de papel y la guardó en un bolsillo. Y Parsons volvió a hablar:
—Viejo, ¿alguna vez te conté —dijo riendo, mientras mordía la boquilla de la pipa— cuando mis chicos prendieron fuego a la falda de una anciana vendedora del mercado porque la vieron envolver unos chorizos en uno de esos carteles con la efigie del G.H.? Se acercaron a ella por detrás y le prendieron fuego a sus ropas con una cerilla. Me parece que la vieja sufrió quemaduras horribles. ¡Demonios de chicos! Pero con mucha iniciativa. Esto se debe a la educación de primer orden que les imparten en los Espías, incluso es muy superior a la de mis tiempos. ¿Qué creen ustedes que es lo más reciente que se les ha ocurrido? Unas trompetillas para escuchar por las cerraduras. Mi hijita se trajo la suya a casa la otra noche; intentó probarla en nuestro dormitorio y creemos que con eso puede oír dos veces mejor que pegando el oído a la cerradura. Claro, sólo es un juguete, pero, ¿verdad que tienen buenas ideas?
En ese momento se oyó por la telepantalla un estridente pitido: era la señal para volver al trabajo. Los tres se pusieron de pie para unirse a la lucha por entrar a los elevadores, por lo que el resto del tabaco cayó del cigarrillo de Winston.
VI
Winston escribía en su diario:
Han pasado tres años desde que pasó esto. Era una noche oscura en una callejuela cerca de la estación del ferrocarril. La vi parada en un portal, debajo de un farol que apenas alumbraba. Su cara era joven, aunque estaba muy maquillada. En realidad fue esa pintura lo que me sedujo, su blancura, como una máscara, y los labios de un rojo intenso. Las mujeres del partido no se pintan. No había nadie en la calle y tampoco una telepantalla. Ella me dijo que dos dólares. Y yo...
Por el momento, era difícil continuar. Cerró los ojos y los oprimió con la yema de sus dedos, como queriendo ahuyentar aquella visión recurrente. Sintió unos deseos casi irrefrenables de gritar palabras obscenas, de golpear su cabeza contra la pared, de patear la mesa y arrojar el tintero por la ventana —en suma, hacer algo violento, escandaloso o doloroso que borrara de su memoria lo que lo atormentaba.
El