que ella misma narra a continuación, ejercía una gran fascinación. En el capítulo quinto, confiesa Teresa: «Aquí comenzó el demonio a descomponer mi alma...» (5,3)[9]. Hasta el capítulo nueve nos encontramos con un relato desconcertante que rompe la línea tan sencilla de la Teresa anterior: la Santa vive una gran crisis que le hace confesar que «le comenzó a faltar el gusto y regalo en las cosas de virtud» (7,1). Crisis que le ayudará a profundizar en una experiencia capital para su vida: si ella se ausenta de Dios, es Dios quien siempre sale a su búsqueda. «Oh, qué buen amigo hacéis, Señor mío» (8,6), exclamará Teresa, que después de una profunda crisis grita: «Sea Dios alabado que me dio vida para salir de muerte tan mortal» (9,6). De esta experiencia brotará la definición más hermosa de oración y la más citada: «No es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (8,5). Y la crisis tendrá un desenlace feliz. Y nos quedará su enseñanza, doctrina ejemplar arrancada a su propia experiencia.
Nuestra curiosidad y nuestro tiempo se detuvieron en estos nueve capítulos. Creíamos que había suficiente material para responder a la pregunta inicial que hacíamos a Teresa de Ávila. Y que ella nos respondía, fiel a su estilo: con su propio testimonio elevado a doctrina universal. Así, quedaron constituidas las dos partes, mejor, dos movimientos de una misma sinfonía, que conforman el núcleo de esta reflexión compartida y que podemos titular: «Fuga y retorno de Teresa al amor de Dios»[10].
Primer movimiento: Los protagonistas: Dios y Teresa. «Una soñadora en el convento»
Los cuatro primeros capítulos del Libro de la vida versan sobre la infancia, adolescencia y primera juventud de Teresa de Cepeda; concluyen en el capítulo cuarto, verdadera charnela vital, que cierra la historia de su vida como seglar y abre la nueva historia de Teresa de Jesús, con la toma de hábito y los primeros tiempos, aún con atmósfera de novedad, en la vida del claustro. Les precede un prólogo, que comentaremos más adelante.
Estos cuatro capítulos constituyen una unidad, completa y diferenciada, dentro del Libro.
Fijemos primero la biografía de la Santa en unas fechas emblemáticas: Teresa de Cepeda y de Ahumada nace en Ávila el 28 de marzo de 1515. Con veinte años (2 de noviembre de 1535) entra en el monasterio carmelita de La Encarnación, fuera de las murallas de la ciudad. Toma el hábito un año después y profesará de carmelita el 3 de noviembre de 1937. En él vivirá 27 años, hasta que en 1562, buscando una nueva forma de vida contemplativa, funda el Convento de San José de Ávila y emprende una larga y fecunda aventura fundacional. De aquí a su muerte (4 de octubre de 1582) transcurren 20 años exactos. Son los más ricos de la vida de Teresa de Jesús, bajo todos los aspectos: fundadora, escritora, años de plenitud y de desbordamiento, de riquísimas experiencias místicas y de extenuante actividad, como escritora y como fundadora[11].
Nos detenemos en algunos detalles sobre la vida de Teresa, de su infancia y adolescencia, hasta que decide huir de la casa paterna camino del monasterio de La Encarnación. Allí ingresa con veinte años.
En el primer capítulo, la Santa traza la semblanza de su hogar: nace de unos padres «virtuosos y temerosos de Dios». De su padre recuerda la afición a los buenos libros. Hombre de caridad y «de gran verdad». Su madre enseña a sus hijos a rezar y «a ser devotos de Nuestra Señora». Mujer de virtudes: «Grandísima honestidad», «muy apacible y de harto entendimiento». Con una nota reivindicativa, señala Tersa que la madre murió joven, treinta y tres años: la enfermedad y «los trabajos» le acortaron la vida.
Eran tres hermanas y siete hermanos. Ella es, sin embargo, «la más querida de su padre». Y una travesura infantil: con siete años huye del hogar, con su hermano Rodrigo, para emular el martirio que leía en las vidas de los santos: «Concertábamos irnos a tierras de moros, pidiendo, por amor de Dios, que allá nos descabezasen» (Vida, 1,4)[12]. Aventura fallida que compensa jugando a ser monja ermitaña. A los 14 años, muere su madre, y ella se confía «con muchas lágrimas» a los cuidados maternos de la Virgen María (1,7).
En estos años comienza a tener trato con parientes ligeros, «de aficiones y niñerías no nada buenas». Hay también unos escarceos sentimentales con un mozo «con quien por vía de casamiento me parecería podía acabar bien» (2,9).
La vida de la joven Teresa llegó a preocupar a su padre. Ella misma confiesa que «su sagacidad para cualquier cosa mala era mucha» (2,4). A sus dieciséis años –¡ay, siempre difícil adolescencia!– es internada en el monasterio agustino de Santa María de Gracia (2,6), una especie de internado para señoritas necesitadas de corrección de conducta. Es curioso el consejo que Teresa da a los padres de hijos adolescentes:
«Si yo hubiese de aconsejar, dijera a los padres que en esta edad tuviesen gran cuenta con las personas que tratan sus hijos, porque aquí está mucho mal, que se va nuestro natural antes a lo peor que a lo mejor» (2,2).
Pronto empieza a remontar vuelo: «Comenzó mi alma a tornarse a acostumbrar en el bien de mi primera edad» (2,8). Curiosamente –¡qué bien hacen las compañías a estas edades!– influirá en ella la «buena compañía» de una monja del pensionado; sus conversaciones fueron determinantes en el proceso de recuperación espiritual (cf 3,1). Estuvo allí un año y medio.
En este ambiente comienza Teresa a plantearse su vocación religiosa. Su estado antes de entrar en el pensionado lo define con claridad: «Yo estaba entonces enemiguísima de ser monja» (2,8). Pero comienza su discernimiento, motivado por el testimonio de las monjas que la acompañan. Una de ellas (doña María de Briceño) narra su propia vocación, que tuvo su punto de arranque en la meditación de la frase del evangelio «muchos son los llamados y pocos los escogidos» (3,1; cf Mt 20,16). Plantea sus dudas entre monja y casamiento: ¡a los dos estados temía la voluntariosa Teresa! Poco a poco, va teniendo «más amistad de ser monja, aunque no en aquella casa» (3,2).
Confiesa la Santa que ya en este tiempo «andaba más ganoso el Señor de disponerme para el estado que me era mejor» (3,2). Y, a través de una serie de acontecimientos, Teresa irá viendo cómo Dios le indica el camino. Una nueva enfermedad, «unas calenturas y unos grandes desmayos», la llevan de vuelta a la casa de su hermana mayor, en Castellanos de la Calzada. De camino, se detiene unos días en Hortigosa, con su tío paterno Pedro Sánchez de Cepeda, hombre devoto y culto, con buena biblioteca –¡cómo ayuda un buen libro en momentos de soledad y de dudas!–. Encuentro providencial, pues la inquieta Teresa quedará «amiga de buenos libros».
Leyendo y recordando su niñez feliz vuelve a considerar la vanidad de las cosas y el miedo al infierno:
«Vine a ir entendiendo la verdad del mundo y cómo acababa en breve, y a temer, si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno. Y aunque no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi era el mejor y más seguro estado, y así poco a poco me determiné a forzarme para tomarle» (3,5).
Y, con cierta chispa, puntualiza:
«En esta batalla estuve tres meses, forzándome a mí misma con esta razón: que los trabajos y pena de ser monja no podía ser mayor que la del purgatorio, y que yo había bien merecido el infierno» (3,5).
Teresa señala muy sincera:
«En este movimiento de tomar estado, más me parece me movía un temor servil que amor... Pasé hartas tentaciones estos días» (3,6).
La lectura de las Cartas de san Jerónimo le da a la Santa un último empujón: comunicará a su padre el propósito de ingresar en el Convento de La Encarnación. Para la decidida Teresa, esta comunicación a su padre «era ya casi como tomar el hábito» (3,7). Por ello, ante la resistencia del padre, huye de la casa paterna camino del monasterio. Arrastra en su fuga a un hermano suyo «diciéndole la vanidad del mundo» (4,1). Huida dramática, tensa y dolorosa. Después de tantos años todavía permanece nítidamente gravada en la memoria de la Santa:
«Cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí» (4,1).
Teresa tiene veinte años. A esta edad, una buena moza como ella habría ya encontrado