ama:
«A la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy, y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura» (4,2).
Reflexiona sobre la enfermedad, sobre la ayuda de los buenos libros, en esta ocasión el Tercer abecedario de Francisco de Osuna. Pero, también, Teresa insinúa ya que este idilio se puede romper; ella se conoce a sí misma y comienza una estrategia que se continuará a lo largo de su vida: contraponer su debilidad con las mercedes que Dios le hace... juego ventajoso. Bien sabe ella que siempre le ganará su Amado:
«¿En quién, Señor, pueden así resplandecer como en mí, que tanto he oscurecido con mis malas obras las grandes mercedes que comenzasteis a hacer?» (4,4).
Con sabor bíblico, reminiscencias del Salmo 50, exclamará:
«Es verdad que muchas veces me templa el sentimiento de mis grandes culpas el contento que da que se entienda la muchedumbre de vuestras misericordias» (4,3).
Teresa vive al final de esta etapa un momento de intimidad y amistad con Dios:
«Comenzó el Señor a regalarme tanto por este camino, que me hacía merced de darme oración de quietud, y alguna vez llegaba la unión, aunque yo no entendía qué era lo uno ni lo otro» (4,7).
Culmina esta primera etapa de su vida con un auténtico cántico de alabanza, reforzado con un Amén que clausura el capítulo.
Nos adentramos, ahora, en el estudio de la «imagen» de Dios que Teresa nos transmite a través de su obra. No busquemos conceptos ni definiciones. Teresa no escribe un tratado de Teología, sino su propia historia de amor, un capítulo más de la historia de la salvación. Aquí, como en la Biblia, Dios aparece en acción. Y a través de su acción es como vamos a ir conociéndolo.
Así, también, lo conoció Teresa. La Santa descubre la presencia de un Dios que actúa en su vida, en las cosas y vicisitudes normales. Y nos hablará de dos experiencias interesantes, que a lo largo de la narración se hacen destacar: la «espera» y las «intenciones» de Dios sobre Teresa. También nos facilitará, con profunda humildad, el que podamos echar una ojeada a ciertas actitudes teresianas que condicionan la acción de Dios en ella. Todo concluirá, en esta primera etapa de su vida seglar, en un cántico –el Magníficat de Teresa– con el que la propia Santa, como tantos héroes bíblicos, cierra el relato de su aventura.
No dejaremos de lado el Prólogo que Teresa antepone a la obra. En él, concisamente, nos dibuja los rasgos de «su» Dios, «que tanto la esperó» y una mirada sobre ella misma, «que se resistía a las mercedes que su Dios le hacía». Los dos personajes básicos de este relato quedan ya perfectamente caracterizados.
La autora, con instinto literario, implica ya desde el principio al lector en esta historia suscitando una curiosidad que no le dejará ajeno, sino que provocará en él un deseo de respuesta:
«Y por esto pido, por amor del Señor, tenga delante de los ojos quien este discurso de mi vida leyere, que ha sido tan ruin que no he hallado santo de los que se tornaron a Dios con quien consolarme porque considero que después que el Señor los llamaba, no le volvían a ofender. Yo no solo tornaba a ser peor, sino que parece traía estudio a resistir las mercedes que Su Majestad me hacía...» (Pról. 1).
Adentrémonos en el mejor conocimiento de los dos protagonistas, a veces antagonistas: Dios y Teresa. ¿O quizás Teresa y Dios?, pues parece que hasta ahora es la Santa la que lleva la iniciativa: es ella la que se pone a escribir.
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