Jaime Muñoz Flores

La austeridad y la 4T


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      Por el contrario, cuando un Estado excede sus límites de gasto, la deuda soberana se convierte en un factor de incertidumbre. Ésta se traduce en volatilidad de tipo de cambio, fuga de capitales, incremento de los intereses de la deuda, encarecimiento y escasez de crédito, cancelación de contratos e inversiones, y, eventualmente, contracciones de la producción, el consumo y el empleo, entre otros efectos económicos adversos.

      Por ser un concepto que desde sus orígenes se ha mantenido difuso, resulta difícil ubicar con precisión la genealogía de la austeridad. No obstante, mediante asociación con otros conceptos económicos, el origen puede ubicarse en el siglo XVII, coetáneo a los precursores del pensamiento liberal. En su segundo Tratado sobre el gobierno (1689), John Locke pone marcado énfasis a la importancia de imponer límites al Estado en favor de lo que denomina el orden natural. Casi un siglo más tarde, en su magna obra Una investigación sobre el origen y causa de la riqueza de las naciones, Adam Smith plantea la necesidad de que los Estados nacionales definan límites propios, que permitan el adecuado despliegue de las fuerzas libres del mercado.

      La noción de austeridad emerge desde su origen acompañada de significativas contradicciones. En las sociedades europeas de los siglos XVII y XVIII, caracterizadas por enormes desigualdades entre la población y permanentes tensiones sociales, la pretensión de procurar un “orden” que garantizara condiciones idóneas para la expansión del capital y el crecimiento económico, demandaba necesariamente la presencia de un Estado fuerte. Un Estado que, según los liberales, debía al mismo tiempo mantenerse reducido; con bajos costos de operación y limitada participación en los procesos productivos, a fin de que se preservaran los espacios requeridos para el despliegue de los agentes económicos privados. Bajo tales condiciones, en la búsqueda del beneficio propio los agentes privados conducirían a la sociedad hacia un estado de bien común. Lo anterior, guiados por la fuerza de una mano invisible.

      Naturalmente, las bondades de limitar la intervención del Estado en la economía pronto se convirtieron en tema de debate. Como rescoldo de un intenso intercambio epistolar con su contemporáneo Thomas Malthus acerca del destino de la tenencia de la tierra, David Ricardo concedió relevancia por primera vez a la función del “soberano” para “destinar adecuadamente los ingresos excedentes al gasto público” (Porta, 1992).

      Sin embargo, es hasta un siglo más tarde, con la gran recesión iniciada en el año 1929, que se reconocería a nivel mundial la centralidad del Estado para la contención de las crisis económicas y la reactivación de la economía. En este reconocimiento, John Maynard Keynes fue sin duda el actor principal. En el Reino Unido primero y, más tarde, alrededor de todo el mundo, las ideas keynesianas convencieron a las más altas esferas de gobierno. De acuerdo con los planteamientos de Keynes, aun a costa de un mayor endeudamiento estatal, en tiempos difíciles la inversión pública para desarrollo de infraestructura y el estímulo a la demanda de bienes y servicios conducirían a la economía hacia su recuperación.

      Potenciado por la eficaz estrategia para el estímulo a la economía encabezada por Franklin D. Roosevelt, hacia finales de la Segunda Guerra Mundial la política de intervención estatal para la reactivación de la economía logró consolidarse. La visión de Keynes tomó uno de los principales sitios entre los fundamentos teóricos para el diseño de política económica. Las economías del mundo, inmersas todas en profundas crisis, no debían reaccionar ante la recesión restringiendo el gasto público. Contra lo intuitivo, la crisis económica era el peor momento para impulsar medidas de austeridad. “Keynes was right: the boom, not the slump, is the right time for austerity” (Krugman, 2011).

      Por encima de los costos del incremento en la deuda pública, la expansión del gasto Estatal probó ser la medida más adecuada para llevar a la sociedad hacia la senda del desarrollo. Este éxito produjo que la escuela keynesiana se constituyera como principal contracorriente al enfoque de austeridad, que prescribía la restricción del gasto público especialmente en épocas de crisis económica (Davenport-Hines, 2010).

      A pesar de que Keynes distinguía al control de la tasa de interés como instrumento principal para orientar el curso de la economía, reconoció su insuficiencia para lograr la recuperación de la demanda en puntos bajos del ciclo económico. El argumento era que en circunstancias de recesión el Estado debía reforzar el impulso a la economía mediante una política fiscal activa, sin importar que ello lo obligara a recurrir a mayores niveles de endeudamiento. Finalmente, el crecimiento económico sostenido generaría un incremento en la captación fiscal y, a la postre, la disminución relativa de la deuda.

      De corte decididamente keynesiano, las medidas económicas emprendidas por los países industrializados durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial lograron enorme eficacia. No obstante, al arribar la década de los años setenta, sobrevino un período de estancamiento generalizado de la economía en un contexto de creciente inflación. Esta condición de estancamiento con inflación dio lugar a una andanada de cuestionamientos sobre los alcances de la teoría keynesiana, así como sus implicaciones en términos de política económica.

      La visión liberal retomó el auge. La asombrosa capacidad de Milton Friedman para, primero, captar la atención del mundo académico y, posteriormente, la de la clase política, propició una aceptación generalizada de que la cantidad de dinero presente en la economía constituía el principal eje rector, por encima de la tasa de interés y del gasto estatal. La estanflación se aducía como prueba de falibilidad de las medidas keynesianas, pues persistió durante prácticamente toda la década de los años setenta. Durante ese tiempo, a pesar de la intensificación del manejo de la tasa de interés y expansión del gasto público, no se logró reactivar el crecimiento de la economía.

      Por su parte, las nuevas propuestas y “fresca visión” de Milton Friedman confluían para revitalizar la corriente encabezada por Friedrich Von Hayek, añejo teórico y activista en favor del liberalismo de los mercados. Promovida fuertemente por los sectores de derecha al interior de los gobiernos del Reino Unido y Estados Unidos, la profunda penetración que lograron las ideas de Hayek y Friedman fue clave para que el neoliberalismo económico se extendiera rápidamente por todas las latitudes.

      La crisis inflacionaria de inicios de la década de 1970, asistida por el aumento de los precios del petróleo, generó consecuencias en los niveles de deuda pública, principalmente de los países emergentes. La política de sustitución de importaciones que habían adoptado dichos países estaba operando demasiado lentamente, sin lograr una maduración que activara las esperadas industrialización y competitividad locales. La necesidad de importar productos prevalecía, pero combinada ahora con mayores dificultades para exportar. El crecimiento de las deudas soberanas derivadas de dicho desbalance puso en una situación muy vulnerable a las economías emergentes. La recurrencia a mayores créditos alcanzaba sólo para cumplir con el pago de los intereses de las acrecentadas deudas. Esto sentó las bases para que los acreedores financieros impusieran como condición para préstamos adicionales su participación en el diseño de la política económica local. A título del Consenso de Washington, se estableció entonces un conjunto de ejes de acción que no hacía sino apuntalar el enfoque liberal de política económica.

      Los elementos fundamentales de dicha serie de medidas constituyen la base de lo que hoy se reconoce como política económica neoliberal (Rodrik, 2018). A saber: a) disciplina fiscal; b) reducción de la tasa marginal de impuestos; c) liberalización de la tasa de interés, del comercio internacional, del tipo de cambio y del flujo de capitales; d) privatización de servicios públicos, y e) autonomía del banco central. En suma, reducción de la presencia del Estado en la economía y la procuración de la estabilidad macroeconómica necesaria para el despegue del crecimiento.

      La gran fuerza ideológica con la que se instauró, aunada a los enormes beneficios que reportaba a los grandes capitales, fueron factores determinantes para que dicho régimen se consolidara como dominante de la escena mundial. Tal condición prevalece hasta nuestros días.

      No obstante, el tiempo ha demostrado que la adopción del neoliberalismo económico no conduce al prometido crecimiento sostenido. En cambio, al cabo de más de tres décadas de operación, la crisis de endeudamientos públicos se ha profundizado, acompañada por sustanciales crecimientos de las desigualdades.