Jaime Muñoz Flores

La austeridad y la 4T


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exiguo crecimiento y creciente desigualdad que genera, el neoliberalismo ha logrado sortear las complejas pruebas a las que ha sido sometido. Hasta antes de la pandemia, la gran crisis económica de 2008 había sido, indudablemente, la más desafiante de la historia moderna. ¿Fue realmente dicha crisis producto de un brote especulativo en el mercado inmobiliario estadounidense? ¿Fueron la corrupción de las agencias calificadoras y la intermediación desregulada en los mercados de derivados la causa? O, ¿fueron vulnerabilidades sistémicas inherentes al sistema económico imperante las verdaderas causas de la peor debacle financiera de la historia?

      La crisis de 2008 se extendió por todo el mundo tan rápidamente que en los meses posteriores a su estallamiento no pocos especialistas auguraron la inminente caída del sistema capitalista, al menos en sus términos conocidos. Sin embargo, el neoliberalismo económico, eje fundamental de dicho sistema, mostró asombrosa resiliencia. A pesar de la gravedad de los daños al sector financiero, punto de origen de la crisis, los mercados se recuperaron en un tiempo extraordinariamente corto como se aprecia en la Gráfica 1.

      Un fenómeno análogo ocurrió con la tasa de ganancia del capital. Lejos de verse afectada, ésta última se incrementó sustancialmente con relación a los niveles registrados a inicios de los años setenta, particularmente en regiones poco desarrolladas como América Latina (Gráfica 2).

      Una vez recuperados los capitales, los saldos de la gran crisis se fueron centrando progresivamente en el fenómeno de desaceleración económica mundial. A fin de sostener el gasto público y paliar mediante éste la caída de la producción de bienes y servicios, la mayoría de las economías del mundo había recurrido a sustanciales incrementos de sus deudas soberanas. Inclusive las cunas del neoliberalismo, Estados Unidos y Reino Unido, se habían visto forzados a reconocer en la intervención del Estado la única medida con fuerza suficiente para recuperar la economía. Las gigantescas deudas que produjo la crisis a los bancos privados más grandes del mundo fueron asumidas por los gobiernos de sus respectivos países de origen y transformadas en deuda pública. Intervenciones estatales de corte claramente keynesiano al rescate del modelo neoliberal.

      Cabe aquí un paréntesis para destacar que el crecimiento económico acelerado ha sido siempre un objetivo que apremia en mayor medida a los países con altos niveles de pobreza y altas tasas de expansión poblacional, en comparación con aquéllos que gozan de economías consolidadas y equilibrio demográfico. Debido a ello, las principales preocupaciones poscrisis de los grandes capitales, ya recuperados, no se centraban en el exiguo crecimiento de la producción mundial. En cambio, los acrecentados niveles de endeudamiento público estaban generando gran preocupación en las esferas financieras.

      Los riesgos de moratoria de buena parte de las economías soberanas aumentaban la incertidumbre de los poseedores del capital y la fragilidad del sistema financiero. Este último, centro neurálgico del modelo económico, había probado ser el punto de mayor vulnerabilidad. Así, del seno de los organismos financieros internacionales surgió una iniciativa para reorientar la estrategia de estabilización económica. Como clave fundamental, esta reorientación sería acompañada de un cambio en la narrativa sobre la etiología de la gran crisis. A partir de un intensivo uso de medios de comunicación, instancias oficiales, así como discursos y pronunciamientos en foros internacionales, entre otras acciones, los organismos e instituciones más influyentes del sistema financiero se dieron a la tarea de “explicar” los problemas de la economía mundial en función del exacerbado nivel que habían alcanzado las deudas públicas.

      Si se lograba colocar en el imaginario colectivo que los riesgos de la estabilidad económica no eran consecuencia de las vulnerabilidades del sistema financiero, mismo que “experimentaba alzas y bajas, por ser ésa su naturaleza”, sino por los endeudamientos desbordados de las economías nacionales, tendría que aceptarse como medida conducente la imposición de estrictos límites a las deudas públicas, así como la instrumentación de medidas por parte de los gobiernos para racionalizar al máximo su gasto.

      Impulsada por los grandes poseedores y administradores de capital, esta sagaz estrategia logró su cometido. Pronto se pudo desplazar la atención sobre los orígenes y consecuencias de la gran crisis, del sector financiero hacia la clase política. Tocaría ahora a políticos y gobernantes asumir la responsabilidad de diseñar y ejecutar las medidas necesarias para reducir las deudas soberanas.

      La fórmula dictada por los organismos financieros internacionales con el objetivo de que se recuperaran niveles “adecuados” de endeudamiento público era relativamente simple: los gobiernos, en especial de las economías emergentes, debían intensificar las medidas existentes e instrumentar nuevas medidas de control del gasto público. Ello “imponía la necesidad” de instaurar los regímenes de austeridad que prevalecen hasta la fecha.

      Las diferencias entre las economías dominantes y las dependientes, reforzadas por la constante transferencia de riqueza de las segundas hacia las primeras, hace que la austeridad tenga impactos sustancialmente diferenciados. El alto ingreso promedio de la población de las economías desarrolladas permite que la imposición de medidas de austeridad tenga atenuado impacto en la sociedad. Medidas como la restricción de los servicios públicos no siempre implican afectaciones críticas para los ciudadanos de los países desarrollados. La capacidad adquisitiva de la población de estos países les permite acceder a servicios privados de salud, educación, cultura, esparcimiento e inclusive seguridad.

      En contraste, la adopción de esquemas de privatización de los servicios públicos resulta altamente excluyente para las poblaciones de los países emergentes. La aplicación de recortes presupuestales en estos países implica generalmente deterioro inmediato de los servicios básicos, mientras el grueso de la población carece de poder adquisitivo para buscar alternativas de atención mediante servicios privados. Para las economías emergentes, los límites que impone la austeridad al balance presupuestal primario y a la deuda soberana, simultáneamente, implican la reducción de la inversión pública y el gasto social. Lo anterior acarrea estancamiento de la economía y crecientes dificultades para amortizar la deuda soberana e inclusive la necesidad de créditos adicionales simplemente para cubrir los intereses de la deuda ya adquirida.

      El doble lenguaje de la austeridad

      El sostenimiento de los regímenes de austeridad se basa en una estrategia cuidadosamente articulada. La enorme influencia de los grandes capitales sobre el poder político y los medios de comunicación ha permitido que se logre resignificar el término “austeridad”. En la actualidad, en torno a dicho término gravitan nociones como: racionalidad, probidad, honestidad, responsabilidad, equidad e inclusive sustentabilidad. Bajo esta artificiosa acepción, la austeridad ha venido logrando penetración de manera progresiva, inclusive en las esferas de izquierda. Actualmente, la expresión “austeridad republicana” se asocia con un principio de gobierno que se opone a la obesidad e ineficacia de las burocracias, a los altos sueldos de los servidores públicos, así como a sus malas prácticas, abusos de poder y desvío de recursos.

      Medidas tan cuestionables como la disminución de sueldos, despido de servidores públicos, reducciones de la inversión estatal y del gasto social, que claramente impactan los renglones de salud, seguridad, educación, empleo, pobreza y desigualdad, están siendo discursivamente mezcladas con otras medidas que sí son plausibles, como la corrección de ineficiencias en el ejercicio del presupuesto, la supresión de gastos suntuarios de los servidores públicos y el combate a la corrupción en el gobierno. Dicha mezcla, se enmarca en una narrativa que utiliza indiscriminadamente el término “austeridad”.

      La eficacia de la actual narrativa de la austeridad se refleja en la extensa aceptación que ha logrado el este régimen en todos los sectores, incluyendo a los progresistas y población en pobreza. Bajo el velo de una moralidad gubernamental se han aplicado drásticas reducciones de plantilla, salario y prestaciones de los servidores públicos. Las dependencias públicas han suprimido un importante número de programas, algunos de ellos estratégicos. Asimismo, se ha reducido o cancelado el financiamiento a organizaciones sociales e instituciones