Francesca Gargallo Celentani

Feminismos desde Abya Yala


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de América es hoy la que crece en los pueblos originarios guatemaltecos, pero no imaginaba la fuerza política que alcanzaría la denuncia de las mujeres ixiles sobre la violencia sufrida en sus cuerpos, sus sentimientos y su comunidad, en el juicio por genocidio contra el exdictador de Guatemala, Efraín Ríos Montt.

      Con la cabeza cubierta, ante una jueza que respetó su palabra, acompañadas y contenidas por las mujeres de otros pueblos mayas, por feministas blancas y mestizas y abogadas solidarias con su condición de mujeres violentadas, las mujeres ixiles hicieron evidente que no hay pueblo que no esté formado por mujeres y hombres, y que toda colectividad, aun la abstracta ciudadanía del estado liberal, no existe sin sus atributos sexuales. Cuando hablaron de violencia contra sus cuerpos, las denunciantes relataron las formas de la represión y el genocidio; cuando dijeron violación, definieron la forma de la tortura; cuando dijeron mi hija, dijeron una persona amada que era miembro de su comunidad; cuando dijeron sobrina, dijeron una compañera; cuando dijeron muerta, dijeron víctima de un crimen de estado. Así, la palabra de las mujeres ixiles dio a los pueblos maya de Guatemala la fuerza del reclamo frente a un estado racista y ratificó una alternativa política para América Latina, la que se está perfilando desde las prácticas y las teorías de la convivencia de los pueblos de Abya Yala, uno de los nombres ancestrales del continente.

      Terminé de escribir esta recopilación de diálogos de ideas, es decir, de intercambio de posiciones sobre los feminismos y las políticas de las mujeres con compañeras de diversos pueblos originarios en junio de 2012. Dos meses después, a principios de septiembre, gracias a la labor realizada en Bogotá por las compañeras y los compañeros de Ediciones Desde Abajo, salió a la luz el libro Feminismos desde Abya Yala. Sólo en esos dos meses habían sucedido tantas cosas que, de haber sido éste un reportaje, los acontecimientos lo habrían rebasado rápidamente. Mientras lo escribía, mujeres en colectivo y mujeres y hombres estaban actuando y reflexionando en todos los territorios americanos.

      Tuve que respirar hondo y asumir que ningún libro puede contener la historia contemporánea de los pueblos originarios de Nuestra América. Mi deber era traducir y relatar las palabras que habían circulado entre nosotras. No fue sencillo serenarme; temía dejar afuera a las compañeras por las ideas que se me escapaban y por lo que no había entendido. Quería seguir reportando la historia en acto de sus levantamientos, pronunciamientos, debates políticos, construcciones ideológicas, organizaciones políticas y, desgraciadamente, informando la historia de la represión de que son objeto todavía.

      Más aun, en los dos meses transcurridos entre la redacción final del libro y el mes de septiembre me percaté de que desconocía otras reflexiones y propuestas interpretativas de mujeres de los diversos pueblos que las que había estudiado. Por ejemplo, el artículo de la lingüista mixe Yásnaya Aguilar, quien afirma: «El otro se crea a partir de establecer una diferencia generadora» (revista Este País, México, 4 de julio, 2012). Es decir, el otro no existe en sí, es necesario que se le construya, categorizándolo como alguien uniforme y homogéneo, desvinculado de la individualidad y al que no se pregunta si se considera una unidad con todos los otrizados. Yásnaya Aguilar sostiene que

      en el caso de los pueblos indígenas, el hecho de que constituyamos un otro uniforme y homogéneo para la mayoría de la población mexicana sorprende, por decir lo menos; sobre todo, considerando que formamos parte del mismo estado-nación, que llevamos una convivencia de cinco siglos y que, además de todo, en el discurso se habla con orgullo del mestizaje físico y cultural de nuestro país. En este caso no hay distancia geográfica que valga para justificar la homogenización que se hace del mundo indígena. La anulación de nuestras complejidades y diferencias sólo evidencia que, a pesar del tiempo y la mutua convivencia, aún no establecemos una relación realmente verdadera y de iguales que propicie un conocimiento profundo y un intercambio intenso.

      De haber leído antes a Yásnaya Aguilar, probablemente me habría abstenido de escribir este libro, pues ella resume lo que yo intenté visibilizar desde los más remotos orígenes de mi investigación, cuando intercambiaba correspondencia con la poeta q’eqchi’ Maya Cu para entender los orígenes históricos y las consecuencias cotidianas del racismo y el sexismo americanos en nuestras respectivas vidas.

      La lectura de las ideas de Yásnaya Aguilar me ratificó la urgencia de denunciar la discriminación implícita en los modos de categorizar, definir y demarcar la importancia de una idea o una acción aprendida en nuestras universidades, muchas veces públicas y hasta progresistas. Me ratificó también la obligación de reconocer las ideas políticas de liberación de las mujeres no provenientes del feminismo (los feminismos, en realidad) generadas en el seno de la organización política capitalista, que sólo reconoce a un sujeto individual de ciudadanía y una economía monetarista.

      Ser el otro equivale a ser una minoría no numérica sino ideológica. Ser alguien minorizado, disminuido, definido. Alguien borroso, siempre igual a sí mismo, desprovisto de presente porque es excluido de la historia activa y reconocible.

      Como feminista, el otro es alguien que me interesa porque es yo y es nosotras. Es-soy-somos alguien que tiene una identidad negada a partir de que se le niegan la lengua, la historia, los intereses construidos, las diferencias esencializadas.

      Como dice la feminista comunitaria aymara Julieta Paredes, coincidiendo, por absurdo que parezca, con las mujeres del movimiento francés por la paridad de mujeres y hombres en la década de 1990, todas las sociedades olvidan con facilidad que están compuestas por un 50 por ciento de mujeres y que, por lo tanto, esas mujeres no pueden ser sus otras, sino que son sus constituyentes. La abstracta ciudadanía es concretamente femenina y masculina.

      Las mujeres somos el 50 por ciento de todas las sociedades, incluso en aquellas naciones donde son otrizadas, esto es, infantilizadas, segregadas, marginadas, escondidas, convertidas en la excepción de una sociedad hegemónica que se autoidentifica con el sujeto universal del derecho y la historia. Las mujeres somos el 50 por ciento de la ciudadanía abstracta y de la población concreta en todas las naciones según todos los sistemas de usos y costumbres: sean los que sólo reconocen la existencia del sujeto individual, legalmente igualitario que elige sus representantes, sean los que mantienen su organización comunal en asamblea y creen en la complementariedad de todas las personas para el funcionamiento del colectivo.

      Las mujeres somos la mitad de todos los pueblos. Y en todos ellos hemos generado un pensamiento crítico a la organización desigual de los poderes entre hombres y mujeres que beneficia a los primeros. Si las mujeres de los pueblos originarios le llaman feminismo o no, en buena medida es un problema de traducción. ¿Qué es el feminismo? ¿Una teorización liberal sobre la abstracta igualdad de las mujeres y los hombres o la búsqueda concreta emprendida por las mujeres para su bienestar y en diálogo entre ellas para destejer los símbolos y prácticas sociales que las relegan a un lugar secundario, con menos derechos y una valoración menor que los hombres? Si la palabra feminismo traduce la segunda idea, entonces hay tantos feminismos como formas de construcción política de mujeres en cada pueblo, desde prácticas específicas de reconocimiento de los propios valores.

      Por años el feminismo blanco y blanquizado —como Rita Laura Segato define el pensamiento de las personas que, sin ser blancas, comparten con la sociedad blanca su sistema de valores— que hoy ha logrado espacios institucionales significativos, no ha escuchado sino las demandas de las mujeres que viven y se quieren liberar dentro de un sistema de género binario y excluyente, que organiza de igual forma sus saberes y su economía de mercado. Por lo tanto, cuando se dirige a las mujeres de otros pueblos, este sistema de género las pretende educar según sus propios parámetros normativos, sin escuchar sus demandas, sin conocer su historia de lucha, sin reconocer validez a sus ideas. Organiza «escuelas de líderes» sin darse cuenta que la misma idea de liderazgo atenta contra la identidad política de quienes se piensan colectivamente, sin dejar de ser capaces de aportes individuales que se socializan. Propone la igualdad con el hombre, cuando en procesos duales no binarios la igualdad no es un principio rector de la organización política que las mujeres reclaman. Se crispa ante la idea de una complementariedad múltiple, que las feministas de muchos pueblos estudian para volver a verse como constructoras de una historia de América no blanca ni blanquizada, donde ni las mujeres ante los hombres, ni su pueblo ante el estado-