Me decía: Cada paso que doy estoy más cerca de mi padre». ¡Cuánto le enseñó los Andes! «A ser más paciente, a valorar lo bueno».
Cuatro heridas sobre la piel
La humanidad está herida en sus entrañas. No podemos remediarlo. Son heridas que la marcan en lo más vivo de su ser. Podríamos señalarlas y clasificarlas en cuatro grandes bloques.
Primero, las enfermedades. El hombre es un ser herido por el dolor, por la enfermedad, por las limitaciones en su salud. Tarde o temprano se verá acosado por una última enfermedad que le llevará a la tumba, en un desgaste total de su persona. El dolor acompaña nuestros pasos. Es inevitable. Y no podemos volverle la espalda, pero tampoco debemos permitir que nos avasalle. Decía Jacques Leclerq que un hombre no es verdaderamente maduro hasta que no ha contemplado el dolor y la muerte cara a cara.
Segundo, las injusticias. Martin Luther King decía que aceptar pasivamente un sistema injusto es colaborar con él; por tanto, el oprimido comparte la maldad del opresor.
Tercero, las violencias de todo tipo. Es cierto que siempre hubo violencia en el mundo, pero hoy la violencia se hace signo porque ha tomado unas características especiales. Hoy la violencia no sólo constituye un argumento de fuerza y de defensa, sino un elemento de filosofía, de sociología, de política y hasta de teología.
Cuarto, las esclavitudes. El esclavo pierde el don más preciado, su libertad. Comienza a depender de algo o de alguien. Y no puede salir de su laberinto. El clamor por la libertad atraviesa hoy el mundo entero. Por todas partes encontramos los signos de una «revolución de expectativas crecientes» y, al mismo tiempo, de una sensibilidad cada vez más profunda para el sufrimiento.
«Soy libre cuando amo lo que hago y hago sólo lo que amo.
Soy libre cuando, después de haber amado las cosas y a los hombres, ellos son más libres y yo menos esclavo.
Soy libre cuando acepto la libertad de los otros.
Soy libre cuando mi libertad vale más que el dinero.
Soy libre cuando acepto que en mi vida el primado pertenece a mi conciencia.
Soy libre cuando no existe un precio a mi libertad.
Soy libre si mi única ley es el amor.
Soy libre cuando sé darme a los otros sin exigir poseerlos.
Soy libre cuando desde la cárcel sigo gritando el derecho a mi libertad.
Soy libre cuando el amor es capaz de encadenarme».
Y aún existe una esclavitud mayor: la que nos imponemos nosotros mismos, la que se nos cuela de rondón en los hábitos y destruye poco a poco, cada día, la salud, o el alma, o el corazón.
La vida, según el Abbé Pierre
Una de las más hermosas definiciones que se han dado de la vida, se la debemos al Abbé Pierre, el fundador de los Traperos de Emaús, en Francia:
«La vida me ha enseñado que vivir es un poco de tiempo concedido a nuestras libertades para aprender a amar y prepararnos así al Encuentro con el Amor Eterno. Esta es la certeza que quisiera poder ofreceros en herencia. Porque esta certeza es la clave de mi vida y de todo lo que hice».
En su obra Testamento, el Abbé Pierre hace una curiosa división de la humanidad:
«La división fundamental de la humanidad no es entre los que se dicen creyentes y los que se llaman o llamamos no creyentes. La división fundamental es entre los idólatras de sí mismos y los comulgantes, es decir, entre los que, ante el sufrimiento de los demás se vuelven, y los que luchan por librarles. Es la división entre los que aman y los que se niegan a amar».
Muchos pobres conocen al Abbé Pierre. En la posguerra, en 1949, fundó Emaús, de ayuda social a la pobreza. Ha escrito, en colaboración con Fréderic Lenoir, director de Le Monde des Religions, un breve y delicioso libro: Dios mío, ¿por qué? Plantea preguntas de un creyente, de 94 años, en lo que es su testamento espiritual. Es un libro que puede molestar a la jerarquía, pero es tan hermoso que el lector corre el riesgo de deslizarse por su superficie sin sumergirse en las profundidades de sus pequeñas meditaciones sobre la fe cristiana y el sentido de la vida.
El Abbé Pierre vive una fe libre de prejuicios y dogmatismos. Vive entregado a los demás, sobre todo, a los pobres. Su fe incluye el ¿por qué? Por ejemplo, ¿por qué tanto sufrimiento? Y es que, pese a los tópicos dominantes, el creyente no es aquel que lo tiene todo resuelto y no tiene dudas, sino aquel que, desde los interrogantes humanos, confía en Dios pese a su enigmático silencio, espera cuando parece que no hay motivos de esperanza y ama aunque sea a cambio de nada.
«No he podido consolarme y nunca podré hacerlo, de todos los sufrimientos que oprimen a la humanidad desde su origen. Recientemente, he conocido el cálculo según el cual unos ochenta mil millones de seres humanos han vivido sobre el planeta. ¿Cuántos de ellos habrán tenido una existencia dolorosa? ¿Cuántos habrán pasado fatigas y sufrimientos...? ¿Y por qué? Sí, Dios mío, ¿por qué?».
Y en las palabras introductorias de su libro, el Abbé Pierre insiste:
«Dios mío, ¿hasta cuándo va a durar esta tragedia? Los catecismos de todas las religiones nos dicen que la vida tiene un sentido. Pero, ¿cuántos hombres, cuántas mujeres de estas decenas de miles de millones habrán podido descubrir ese sentido? ¿Cuántos han podido acceder a la conciencia de una vida espiritual, de una esperanza? ¿Cuántos, por el contrario, habrán llevado una vida de animales, sumidos en el miedo, en la necesidad de sobrevivir, en la precariedad, en el dolor de la enfermedad? ¿Cuántos habrán tenido la oportunidad de meditar en el sentido de la existencia?
Tengo noventa y tres años, y la fe, esa que me sostiene desde hace más de ochenta, se hace cada ve más preguntas. Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué el mundo? ¿Por qué la vida? ¿Por qué la existencia humana?».
En el capítulo primero de su obra, el Abbé Pierre ofrece esta hermosa definición de la vida:
«Entonces digo: la vida es un poco de tiempo ofrecido a unas libertades para que, si quieres, aprendas a amar, con la certeza de que habrá que luchar contra el mal. Sentido de la creación: que el amor responda al amor. Si no existiera ese punto culminante en el que de pronto dos libertades pueden consagrarse y amarse, toda la creación sería absurda».
El Abbé Pierre va defendiendo que una vida cristiana auténtica no es buscar la felicidad a toda costa. Es buscar amar, al precio que sea.
* * *
El día 22 de enero del 2007, a las 5:25 de la madrugada, el Abbé Pierre fallecía en el hospital parisiense de Val de Grâce, a los 94 años de edad. Con una misa de funeral en la catedral de Notre Dame el presidente francés, Jacques Chirac, y numerosos representantes del Gobierno, la Iglesia y la cultura, dieron su último adiós al sacerdote de los pobres, al fundador de los Traperos de Emaús, al apóstol de los «sin techo».
«Gracias, Dios, por habernos dado un hermano como él. Gracias, abate Pierre, por haber sido un modelo a seguir».
Estas fueron las palabras del arzobispo de Lyon, en su homilía. El ataúd entró en la catedral, acompañado de una procesión de sacerdotes y monjes. Después, sus restos mortales recibieron sepultura en Esteville, Normandía, donde descansan los cuerpos de combatientes.
Me gustaría recordar los dos últimos mensajes que cerraban su Testamento. El primero es todo un tratado de pastoral para hoy: «Necesitamos gente que contagie. Ningún valor humano puede crecer y extenderse sin contagio». Y el segundo tiene aire de «reto profético» en la sociedad de nuestro tiempo: «Ahora está naciendo otro tipo de hombre. Por eso, a los que estáis en el umbral de la edad adulta, os digo: ¡Ánimo y arriesgaos!».
Código de conducta para vivir bien
Sergi Arola, el cocinero que ha convertido su nombre en una poderosa marca en el terreno de la gastronomía, impartió en el IESE una conferencia